Francisco Umbral recordaba con amargura Valladolid. Hijo de
madre soltera en un tiempo en el que no tener una familia 'normal' era motivo
de vergüenza, niño de una posguerra de frío y hambre, apenas fue al colegio, y
a los catorce años entró como botones en un banco. Los libros y más tarde la
escritura fueron el cauce para dar sentido a la llama que abrasaba dentro un
adolescente larguirucho, a los que los muchachos del barrio le llamaban
maricón. Hoy sería acoso, pero entonces la víctima del escarnio tenía que
agachar la cabeza y apretar el paso para tratar de escapar de las voces y las
risas.
Umbral no era homosexual, pero ni entonces ni ahora importaba mucho ese dato.
No era por eso por lo que le ridiculizaban. Bastaba con ser como era,
diferente. Miguel Delibes, amigo hasta la muerte de Umbral, le aconsejó pronto
que se marchara a Madrid, y así lo hizo. Allí, construyó Paco su imagen de
dandi, su pluma cortante, su pensamiento rápido y su fama de borde. Pero detrás
de las gafotas de pasta asomaban los ojos de un niño desvalido.
Señala la filóloga francesa que, a partir de los noventa, Umbral hizo una «pirueta literaria magistral, apoyando a las víctimas y viéndosela con los verdugos». Arremete el escritor en sus columnas contra Juan Pablo II por sus críticas a la «depravación» de la Marcha del Orgullo («el homosexual no es un huésped incomodo de la especie, sino la especie misma en una de sus variantes», escribió Umbral) y destripa las contradicciones de una sociedad que a la vez trata de atraer los ingresos gayfriendly mientras que sigue despreciando al vecino o vecina que no sigue los parámetros convencionales. «Usted podría ser gay por libre en España si traer money, pero le abrirán la cabeza como un melón de Villaconejos los neonazis de los bates si usted es gay nacional», gran frase.
Umbral falleció en 2007. Dos años antes se había aprobado el matrimonio homosexual. Siendo el ser menos complaciente del mundo, armado siempre de un látigo contra cualquier sensiblería, le aburrían las alharacas. Sabía que todos los mundos que podamos imaginar, sean del color que sean, tienen sus limitaciones. El amor, el deseo, el dolor y la crueldad se reparten por igual entre los humanos, hetero, homo o lo que les plazca elegir.
Me pregunto qué hubiera escrito Francisco de lo que nos ocupa. Esta guerra de símbolos, desde el baile por las desinencias gramaticales de Irene 'Montero-a-e', hasta la pelea por la bandera multicolor en los balcones. Qué hubiera dicho de esos que quieren ajusticiar a los que no siguen sus exclusivas normas. «Al atardecer de la vida, te examinarán en el amor», decía San Juan de la Cruz. Ese es el mandamiento fundamental.
Yo le hubiera llevado a Umbral el martes pasado al centro de Valladolid, a ver lo que interesa, que es la calle. Parejas de la mano con alas en los pies hacia la marcha, con pancartas pintadas con rotulador. Adolescentes con bolsas de colores que todavía no saben quiénes son, ni a quién amarán. Y también la mirada de la gente que los veía pasar, que no era de escándalo, ni siquiera de sorpresa, sino de «a mí qué».
Decía Umbral que uno cambia de ideas porque cambia el mundo, y porque la vida te enseña, si estás dispuesto a aprender y no eres un auténtico botarate. Se trata de que cada cual recorra su camino, solo de eso.
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