La lógica y ahora la ley dicen que podemos pedir agua en una jarra y no en botellines cuando comemos fuera. Pero no es tan fácil. No pagar por algo da pudor, parece cosa de pobres, o de tacaños, que es peor todavía. Escuché a alguien que se oponía a que fuera gratis argumentando que si no pagamos por el agua no la sabemos valorar. Sí, quizás eso ocurre, con el agua y unas cuantas cosas más, que no paga nadie, o las pagamos un poco entre todos, como se prefiera ver. Cosas realmente esenciales, a las que ojalá nunca tengamos que poner precio, porque antes o después nos va la vida en ellas. Además, el agua del grifo de Valladolid está muy buena, o a mí me lo parece.
No hay mayor lujo que saber disfrutar de lo que es gratuito. Lo extremadamente caro tiene un punto hortera, porque demasiadas veces su principal valor radica en su alto precio. En las antípodas de lo caro están el amor y el cariño, totalmente insobornables a cheques y prebendas. Es de tal calibre el valor de lo gratuito que solo puede ser colectivo, porque en manos de unos pocos se escapa y se extingue. Ahí están las bibliotecas, repletas de libros y revistas, y de salas en las que reina el silencio ¡Qué mayor lujo que ese! Algunos no lo entienden, y preferirían tal vez que se clausuraran y se repartieran los fondos. Con el “cheque libro” cada uno tendríamos un único volumen en la estantería de casa, aunque no lo leyéramos nunca. Eso sí, en la primera página pondría nuestro nombre, hasta el día en que acabara amontonado en el contenedor azul.
Como aprendió aquel hombre de la Biblia, el que enterró su talento para no compartirlo y se quedó sin ninguno, hay bienes que solo están vivos en comunidad. Lo gratuito está a disposición del que lo necesita, no almacenado por el que no lo precisa. Por eso los parques son de los niños pequeños, de los adolescentes sin plan, de los mayores que caminan despacio, muchos con andador, gracias a que Valladolid es plana y gracias a cada metro que ensanchan las aceras. Entre 20 y 60 vamos muy deprisa, ocupados en completar los pasos, físicos o mentales, previstos para el día. En la agenda está marcado hasta el minuto que arañas para ver a un hermano o una amiga. Pero la prisa es un gran disolvente de la alegría. Recuerdo, siendo los niños pequeños, los primeros días de luz tras el invierno, el placer intenso de permanecer unos minutos en un banco, mientras jugaban en el arenero. Tiempo perdido, sin más. El lujo máximo, a pocos metros de casa.
Solo los bancos encierran tanto poder que en la etapa más cruel de la pandemia nos prohibieron usarlos. Algo tan espontáneo y gratuito como parar a descansar o entablar conversación con alguien era materia peligrosa. Todavía no comprendo esos días de adultos sentados comprimidos en terrazas de pago, frente a grupillos de jóvenes esparcidos por bancos y escaleras, que eran amonestados por la autoridad.
Cuando siegan el mini césped de debajo de la ventana sube un olor a hierba de prado inglés, tan poderoso que atraviesa la bocanada caliente y ruidosa del tráfico del paseo Zorrilla. Claro que la ciudad dispone de la frondosidad del Campo Grande, o de la vitalidad de Las Moreras, pero cada barrio, casi cada manzana, necesita su pedazo de orden y belleza, su parterre, son cuatro bancos, su hilera de árboles. Porque hoy tal vez no, pero un día tienes las fuerzas justas para pasear cuatro metros alrededor de tu portal, y debe esperarte un espacio bonito donde puedas depositar la mirada. Y también porque para muchos, muchos más de los que pensamos, no hay pueblo ni playa, y la única naturaleza en la que comprueban el avance de las estaciones es la del parque.
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