martes, 23 de febrero de 2010

Noticia bomba en la Comunidad Autónoma

Por si tuviéramos poco con lo de las cajas, con lo de la marca de colorines, con la despoblación, con lo de si hay que poner el acento a León o con maldecir a los que escriben una y otra vez, contra lo políticamente correcto, Castilla-León, con un guión entre medias como Castilla-La Mancha, ahora nos dicen que la alopecia prende en nuestro terruño. Si los varones españoles tienen como media un 89 por ciento de probabilidades de quedarse calvos, en Castilla y León el riesgo es casi del cien por cien, rezan las estadísticas, que prácticamente nunca mienten.

Los motivos quedan por aclarar, no se sabe si es lo que bebemos, lo que comemos, lo que hablamos o lo que pensamos, que sería sin duda la peor alternativa, porque las lobotomías son muy caras. Encima, los que se quedan menos calvos son los gallegos, aragoneses, cántabros, riojanos y navarros, que quedan ahí al lado, con lo cual los responsables autonómicos pueden temer una fuga –aún más – de residentes a las comunidades limítrofes.

Hombre, todo puede obedecer a que los castellanos y los leoneses sean simplemente más sinceros que los demás en sus respuestas: “¿Que si pierdo pelo? Pues sí, que sé le va a hacer, majo”. Aunque, tal como está el patio, la sinceridad no sé si es una virtud y, desde luego, no engorda el PIB.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Las madres de los "pieles rojas"

La crisis llama al móvil de un señor mayor que está tomando un chato. Sale del bar, y comienza a explicar a su interlocutor que le estaba buscando porque no sabe si se acuerda de su hija, que estudió empresariales, a la que gustan tanto las cosas esas de los herbolarios, y casualmente se ha acordado de que el tipo en cuestión tiene uno, y quién sabe si tal vez necesita a alguien para que le eche una mano en la tienda. El padre suelta todo su discurso de sopetón, y aguanta un segundo sin respirar para escuchar la previsible contestación: algo así como que ahora no necesitan a nadie, pero que no se preocupe, que lo tendrá en cuenta. Es un trago amargo más de los muchos que el hombre ha previsto sortear, repasando la lista de amigos y conocidos que pudieran dar un empleo a su hija, a la que había enseñado durante todos estos años a temer muchas cosas, reales e imaginarias. Ahora es él, jubilado y ya con poco que perder, el que teme.

Como es jueves, unos pasos más adelante, en la parroquia del barrio, una silenciosa cola aguarda. Hay gente de cincuenta para arriba, hombres y mujeres con abrigos de colores oscuros, y también parejas más jóvenes, muy rubias o muy morenas, que vinieron de crisis lejanas para compartir la nuestra, aquí, en Valladolid. Todos van con carros de la compra, que los voluntarios de Cáritas van llenando con arroz, harina, aceite, café, espaguetis. Cuando salen se confunden con el resto de ciudadanos, que también llevan bolsas y carros de la compra, y van enfundados igualmente en ropa de abrigo triste y parda.

Estos días han aparecido octavillas pegadas con cinta de celo en las que se anuncia una protesta de los trabajadores del súper de abajo. En su puerta, desde hace algunas semanas hay un hombre que pide, bueno, un hombre que muestra una bandeja de poliespán con algunas monedas, porque él no dice ni palabra. Se abriga bajo una manta con un leopardo dibujado, doblada en cuatro partes, y a su izquierda le acompañan todas sus pertenencias –una mochila, un impermeable, una caja y un par de bolsas–, cuidadosamente apiladas. Aunque entre el pelo largo y la barba oscura sólo aparecen unos recortes de rostro de piel curtida, debe ser muy joven, pero no puedo asegurarlo, porque ¿quién se atreve a mirar a un mendigo a la cara?

El otro día, por primera vez, le vi levantarse y dirigirse a la acera de enfrente. Cogió un trozo de pan de su bocadillo, lo desmigó y lo esparció junto a un par de árboles que crecen entre los adoquines. Luego regresó a su sitio, y siguió comiendo, mientras observaba a media docena de palomas que picoteaban su regalo.

No sé por qué en ese momento me acordé de una escena de “Flecha rota”, la película que me acompañó tantas sobremesas en mi infancia. James Stewart, un “blanco” en territorio piel roja, se encuentra con un adolescente indio moribundo, al que, en lugar de pegarle un tiro, alimenta y cuida. Antes de reponerse del todo, el niño le dice que tiene que volver con su pueblo, porque su madre estará llorando por su ausencia. “Ese día aprendí que las madres de los pieles rojas también lloran por sus hijos”, reflexionaba, humilde, el vaquero Stewart.

La peor crisis que conozco, y esa lucha nos pertenece porque a nadie podemos derivarla, es el miedo. Y la peor de la peor, el miedo a los otros, otros que son como nosotros. Otros que dan de comer a los pajarillos, por ejemplo.


P.D.- Incluyo una canción que me viene a la cabeza cada vez que veo una noticia cruel en los periódicos (hay tantas), una canción que habla de luz y confianza. Y además el estilismo de la familia Burke es genial: con esos pantalones seguro que los días parecen menos grises.







jueves, 4 de febrero de 2010

Pesadilla en el plinton

Dentro de unos días me llamarán para la revisión médica de la empresa. Aunque a nadie –o a casi nadie, que hay gente para todo– le apetece quedarse en ropa interior a las ocho de la mañana delante de un desconocido, no hay otra que aguantar estoicamente el estetoscopio helado, el pinchazo del análisis y la humillante entrega de la muestra del primer pis de la mañana. “Usted, ¿bebe?”. Piensas: si digo que un vino de ciento en viento va a pensar que salgo a botella diaria, así que respondes: “No, no me sienta bien” (lo cual es cierto, por otra parte). Insiste: “¿Y fuma?”. Respondes, victoriosa: “No, nada”. Decepcionado, el agente saludable pregunta, inquisitivo: “¿Y tiene actividad física?”. Ya está, me ha pillado, cateado seguro: “No, no tengo tiempo, ya sé que debería, pero en fin”, te disculpas. Satisfecho, el entrevistador impone la penitencia: “Pues muy mal, ya conoce las consecuencias de la inactividad, si no encuentra un hueco es porque no quiere, los años no pasan en balde y tal y cual”. Te pones el abrigo, te despides y marchas al despacho, cansina como un elefante, porque de pronto hasta los músculos habituales te abandonan y castigan por culpa de tu desidia deportiva.

Es duro admitir que, año tras año, posiblemente hasta los 75 tal como está el tema de las pensiones, tendré que asistir a esta pesadilla programada. Porque ¿qué pensarían tantos malos alumnos de filosofía, hoy ejecutivos sin tacha o incluso directores generales, si un tipo con bata blanca les preguntara una vez al año sobre la teoría de las esferas de Tolomeo o el principio de la economía de entes y Guillermo de Ockham? La única asignatura con la que me mandaron a Suficiencia fue la educación física, y me la pasaron sospecho que por lástima o aburrimiento, no porque lograra hacer un puntal a derechas. Una pesadilla todavía recurrente para mí es que el profesor de turno grita mi apellido para que salte de una puñetera vez el plinton, y entre sudores fríos me miro los pies y descubro que, en lugar de las adidas, voy en pantuflas. Mi idea de una clase de gimnasia sensata sólo se producía los días de lluvia, cuando nos dejaban dormitar jugando al ajedrez.

Con los años, pensé que me había librado definitivamente de todo lo que oliera a chándal. Viviendo en el centro de Segovia era más fácil, porque lo más parecido a una instalación deportiva que había a mano eran los columpios de La Merced. En Valladolid, sin embargo, la mayoría de los barrios cuenta con sus pistas, y no es raro pillar desocupadas canastas o campos de futbito. Una cosa que me chocó cuando llegué fue que el badminton no era exclusivo de los nobles británicos ociosos ni el pádel del clan aznarista: aquí se practica en muchos barrios. Los centros cívicos rebosan de amas de casa apuntadas a pilates y gimnasias varias, y las familias jóvenes bloquean las listas de acceso a los centros deportivos de moda, El Palero y Covaresa.

A mí me parece genial que los otros triunfen donde yo, lo admito, fracaso. No es que no lo intente, pero es que sólo de ir a la planta de deportes del Corte Inglés siento mareos, y no encuentro una imagen más parecida al infierno que la de una sala de aparatos llena de gente sudorosa y con ropa de lycra. Tantos años fui la última en las carreras, tantas veces me adelantaron, tanto me acostumbré a perder sin remedio, que no consigo engancharme ni siquiera a una partida de parchís. La wii me hace sentir patosa y ridícula, mi cabeza es incapaz de comprender las reglas del mus y la palabra “brisca” desata mi sopor, con lo cual vaticino difíciles mis relaciones sociales cuando llegue al centro de jubilados. En fin, como a los perritos vagabundos, lo único que me queda es coger la calle y andar, pero con ropa de persona normal, no con chándal.