miércoles, 21 de octubre de 2009

Turismo de investigación

Echando la primitiva me encontré con una señora indignadísima. Tras haber recorrido dos librerías y tres estancos, denunció la situación: “Es de libro: en Valladolid no hay postales”, dijo. Siendo de Segovia, donde hay postales hasta colgadas de las ristras de chorizo, esta información me dejó perpleja, y decidí averiguar si era veraz, porque la gente miente más que habla. Tras un rastreo a fondo, encontré una librería donde vendían postales de Valladolid, pero en plan autor, blanco y negro y tal. También registré la muda existencia en una esquina de la PlazaMayor de una tienda de recuerdos, tímida heredera del “Escudo de España”, que hasta hace un par de años era el vetusto emblema del sector. En la tiendecita en cuestión se puede comprar el kit turístico pucelano: un palomar de barro, una bufanda del Real Valladolid y un llavero con la cofradía que más te guste. Además, tienen el fondo de armario del souvenir hispano, abanicos, toros y toreros, sevillanas, catanas y otras cosas imprescindibles a la par que bellas.

Una vez conseguido el recuerdo correspondiente, la otra parte del turista obediente es visitar la ciudad. Para ir al grano le pregunté a un taxista que qué merecía la pena ver en Valladolid. “Puuees... no sé, yo la verdad es que cuando hago turismo es cuando salgo de aquí: de Córdoba o de Sevilla sí que lo he visto todo. Creo que lo que hay aquí en San Pablo es de lo mejor del mundo, o de España, no sé. Yo no he ido, pero eso dicen”. Observé por su derroche de entusiasmo que me encontraba ante un verdadero castellano, dato importante porque ya se sabe que un buen turista aspira no sólo conocer los lugares, sino también a sus gentes.

Frente al 1-X-2 del turismo segoviano –Acueducto, Catedral, Alcázar– que por cachavas el visitante tiene que completar, casi siempre ignorando todo lo demás que queda fuera del circuito, en Valladolid no hay un plano al que asirse y puedes escaparte por aquí o por allá, a tomarle el pulso a la ciudad. Personalmente me gustan la Acera Recoletos, el Pasaje Gutiérrez, la torre de La Antigua, el Viejo Coso y el Campo Grande, pero también zonas creadas hace cuatro días y que han hecho mejor la capital, como el área del Museo del Patio Herreriano y del Museo de la Ciencia. Todos estos puntos están desparramados en el trazado urbano, así que no hay ruta breve posible.

Aquí nadie espera ni se plantea si quiera que por obra y gracia de un “puente” o de un humilde fin de semana llegue una marabunta de turistas, a dejar sus pocos o muchos euros, que los pobres también tienen derecho a salir de su rutina. Un maná que en Segovia es continuo y tal vez por eso tratado con cierta soberbia, sin preocuparse demasiado de lo que se ofrece a los que vienen ni de los inconvenientes que esa riada continua ocasiona a los que tratan de vivir sin sobresaltos en la ciudad. En Valladolid, si quieren que las cifras turísticas cuadren, no les basta con ofrecer lechazo y disfrazar a unos cuantos de romanos: tienen que traer a Bruce Springsteen.

lunes, 5 de octubre de 2009

El comercio silvestre

Me dicen que ya hay puestos de acerolas en los soportales de la Plaza Mayor y en Cebadería, y eso en Valladolid es la confirmación carnal de que el otoño ha comenzado. Yo la primera vez que comí acerolas tenía ya 27 años, edad suficiente para valorar con reverencia la existencia de una fruta que desconocía, que no venía de la Guyana ni de país exótico alguno, y que además estaba rica. La acerola no es una manzana, ni un perillo, ni una granada, no es exactamente dulce ni ácida, puede ser amarilla pero también roja y verde. Es pequeña y la venden en bolsitas, y una se la come sabiendo que su sabor es tan efímero y misterioso como el de los tomates de la huerta o el de la moras robadas al campo.

El ayuntamiento pucelano tiene unas autorizaciones especiales para los puestos de acerolas, de castañas, de palmas, de barquillos en el Campo Grande, de filatelia en Fuente Dorada, y supongo que también para los puestos de narcisos que cuando la primavera despunta se venden en manojos en la calle Santiago. Es una especie de etnografía del comercio, sin campaña de marketing y sin más infraestructura que una mesa de camping y un par de barreños, que obedece al sencillo impulso de tener algo y ofrecérselo a los otros, a precios pequeños y sin factura.

Intento recordar si en Segovia se vende algo así, porque lo da la tierra y es oportuno en ese momento del año, no porque sea un cebo interesante para turistas aburridos. Sólo me vienen a la cabeza los mercadillos fijos, que tienen el poder de marcar el calendario semanal porque, ¿a qué sabe el jueves más que a torta de anises de Valseca?

Octubre tiene nombre de fiebre y noviembre de calambre, pero las acerolas, esa fruta insignificante y preciosa, han aparecido en las calles para recordarnos que el otoño tenía que llegar, y que además es necesario que así sea. La pena es que no vendan también en bolsitas los colores cambiantes del Campo Grande o el sonido de las pisadas sobre los montones de hojas caídas.