sábado, 6 de julio de 2013

Doble vida de un infante

Andaban en obras en el convento de los padres dominicos de Peñafiel cuando, en 1955, encontraron una arquilla de madera de pino, con restos de un esqueleto. Enseguida dedujeron que habían recuperado el rastro perdido de don Juan Manuel, nacido en 1282, fundador del convento, “gloria de las letras españolas”, tal como contaba un periódico de la época. Yo sabía poco y además casi todo lo que sabía era mentira sobre el Infante don Juan Manuel. Primero, no era exactamente un infante, aunque él porfiaba que su honra era de calibre superior a la del monarca. Segundo, su nombre de pila era Juan a secas, Manuel era sólo su apellido. Tercero, era señor de Villena, Escalona y Peñafiel y mayordomo del rey, pero no conde de Lucanor. No he encontrado dato alguno sobre si existió un Patronio, el secundario de lujo de su obra más conocida, pero sí leo que dictaba sus pensamientos a un amanuense. Esa pequeña maniobra le permitiría ganar algo de un tiempo que no le debía sobrar. Para ponerse en contexto, don Juan, el pequeño de la familia Manuel, se quedó huérfano con ocho años. A los 12 ya había guerreado contra los musulmanes de la mano de su primo, Sancho IV; a los 14 pierde uno de sus dominios, Elche; se casa a los 18 y a los 19 muere su primera esposa… Y así, dos matrimonios más –siempre amañados por intereses, al igual que los de sus hijos, cinco legítimos, más al menos otros cuatro ilegítimos que tuvo con otras dos mujeres–.

Dicen sus biógrafos que no era hombre especialmente entregado a la guerra, que si entró en ella fue sencillamente “con intenciones malsanas y decidido a impedir a toda costa que diese honra al rey y provecho al reino”. Eso ahora suena feo, pero en aquellos tiempos de monarquías tiernas, con los nobles liados a mamporros entre ellos, con una incipiente y espabilada burguesía, con una península cristiana, musulmana y judía a la vez, e incluso con algún que otro benimerín para completar el cuadro, no debía ser fácil saber cuál era el bando correcto. De hecho, la actividad más sospechosa de todas a cuantas se entregaba Juanma, y por la única que hoy le recordamos, es la escritura. Una afición de la que estaba orgulloso, pero que se sintió obligado a justificar ante sus coetáneos: “pienso que es mejor pasar el tiempo en hacer libros que en jugar a los dados o hacer otras viles cosas”, explicaba él mismo.

Contrasta la vida de este señor tan enrevesado y sañudo con la claridad de sus escritos, con ese compendio perfecto de normas que, si uno sigue, tiene garantizada la riqueza, la honra y la salvación eterna, tres en uno. “A otro perro con ese hueso”, le dirían los desconfiados del XIV, como hoy se lo dicen a los políticos retirados que se dedican a dar consejos sobre lo que hay que hacer y ellos no hicieron. Pero las grandes obras son más fuertes que las escuetas vidas de sus autores, y hoy los consejos de Patronio siguen de rabiosa actualidad entre las lecturas de los infantes de la ESO. Mi preferida es la historia de un hombre que busca mujer, pero espanta a todas las candidatas por ser sincero y advertirles sobre los múltiples defectos que tiene. Hasta que llega una prudente e inteligente, poco importa si bella, que le acepta. La moraleja es que, peor que ser malo, es serlo y encima ir de bueno por la vida. Es que eso no se lo traga ni el fiel Patronio.