martes, 30 de abril de 2019

La cola de todos


En 1946, seis años después del final de la guerra civil, en España se elaboró un censo electoral. En él aparecían todos los hombres y mujeres mayores de 21 años, en lugar de los 23 que hasta entonces habían marcado la mayoría de edad. Aportaba bastante información: apellidos, nombre, sexo, edad, profesión, domicilio e incluso "instrucción", si sabías leer y escribir. Ese censo nos habla de nuestros antepasados y, por tanto, de nosotros mismos. Por ejemplo, de mis abuelos paternos, por entonces con 54 y 47 años, respectivamente, guardia civil y sus labores, y mis otros abuelos, de 44 y 41 años, propietario y sus labores, de nuevo; mis padres no están, porque eran menores, pero sí alguno de mis tíos mayores, en aquel tiempo muy jóvenes, uno estudiante y otro jornalero.

En plena posguerra, en la ciudad gris y hambrienta vivían algo menos de 25000 vecinos. En el casco viejo, en la almendra de Segovia, se registraron casi 5600 censados, a los que habría que añadir los menores, que eran muchos. Comparado con los dos mil vecinos, y muy mayores, que habrá ahora en el recinto amurallado, en 1946 el casco viejo estaba repleto. Con una cocina económica y un par de alcobas frías, vivía una familia numerosa.

En la calle de mis abuelos, las Descalzas, el censo contabilizó 45 votantes, de los que diecinueve eran religiosas del convento carmelita. Del resto, había diecisiete mujeres y nueve hombres. Entre las primeras, diez amas de casa, y también dos costureras, una asistenta, una demandadera, una jornalera, una maestra nacional... Entre los hombres, dos carpinteros, dos herreros, un tipógrafo, un empleado, un botero... y un solo pensionista.

En los arrabales, en la calle San Marcos, donde nació mi madre, sumaban 76 votantes, 39 mujeres y 33 hombres; entre las primeras, alguna viuda demasiado joven. Ellas, casi todas dedicadas a sus labores, siendo la principal administrar la miseria. Seis de las mujeres no tenían instrucción, incluida la dueña de la tienda del barrio, que sin conocer letras, ni números, controlaba el negocio a la perfección. Solo otras tres tenían empleo: una doncella, una sastra y una pastora. Ellos eran: doce jornaleros, siete albañiles, cuatro chóferes, dos empleados, un pintor, un maestro, un pastor, un barrendero, un botero, un fundidor, un sereno, un sastre, un carpintero, un subsidiado y uno más del que se especifica que su ocupación era "ninguna".

Casi todas las personas de aquel censo, con apellidos que nos suenan, porque son los nuestros, fueron a votar unos meses después la Ley de Sucesión del Estado, con la que Franco quería dejar claro quién mandaba aquí, en la España "del Movimiento Nacional, católica, anticomunista y antiliberal", como decían. Mis abuelos y sus vecinos, gente obediente y resignada, debieron ir a votar, ese 6 de julio de 1947, un día caluroso y típico de veraneo, si es que por entonces alguien hubiera podido pensar en vacaciones. Para identificar a los votantes, y para que no faltase ni uno, se les exigía y sellaba la cartilla de racionamiento, la del aceite, las patatas y la harina de almortas...

Después de aquellas urnas, hubieron algunas otras, no muchas: un referéndum similar diez años después, y elecciones parciales y con las cartas marcadas. Cuando en diciembre de 1976, ya muerto el dictador, se votó la Ley de Reforma Política, mi abuelo Francisco ya había fallecido.

Todo esto conviene recordarlo cuando una se acerca a un colegio público, con pupitres bien gastados y sillas con patas de hierro, y hace cola para depositar el voto. Ahí, una mañana de domingo, sin músicas, sin actos multitudinarios, sin abucheos ni aplausos, entre gente muy normal. Asistentas, carpinteros, albañiles y jornaleros, alguna maestra e incluso algún herrero, un militar y más pensionistas, funcionarios y estudiantes que antes, y también más desempleados. Ahí, haciendo cola, todos con nuestro voto en la mano.

Paseo del Salón. A. Martín. Biblioteca Digital CyL


jueves, 25 de abril de 2019

Mujeres a contracorriente


"Pensad que no estáis destinadas a gobernar un Estado, ni a ir a la guerra, ni a las academias y parlamentos, ni ejercer ministerio de la iglesia... Pero sois la bella mitad del género humano... debéis gobernar una casa y ser la reina del hogar doméstico". Seguro que Felisa, Alfonsa, Carmen, Juana y muchas otras leyeron cosas parecidas a estas líneas, recogidas en una cartilla de urbanidad para niñas editada en 1927. Pero también seguro que algunas, bastantes, se hacían ya entonces preguntas y se sentían incómodas en este papel que se les asignaba desde muy pronto, y que culminaba con poco más de veinte años en una permanente, un ajuar y "el día más feliz de la vida".

Felisa, por ejemplo. Nació en Prádena, en 1916. Con ocho años tomó la comunión, y en un portal de ventas de internet aparece un recordatorio de aquel día, festoneado con una cinta rosa y una puntilla de ganchillo. Murió en Madrid, en 2005, y unos pocos años antes le dedicaba una canción Antonio Vega, que se sentía muy cerca de la poesía impresionista de esta autora casi olvidada. "Me han dicho que sonríes/ porque has ganado la palabra sin voz,/ el camino sin muros,/ el oír sin sonidos,/ el ver sin estar ciega".
Un año antes había nacido en Cuéllar Ildefonsa Teodora -Alfonsa- de la Torre, así que es muy posible que Alfonsa y Felisa llegaran a conocerse, porque las dos se trasladaron a Segovia para estudiar Bachillerato y, después, a Madrid. Alfonsa avanzó en la investigación y la literatura; Felisa partió su tiempo entre sus tres hijos y ganarse la vida como profesora, aunque siguió escribiendo. Ambas se cruzaron en las tertulias que a principios de los cincuenta reunieron en Madrid, una tarde a la semana, a mujeres poetas. Poetas, que no poetisas, porque como decía una de sus impulsoras, Gloria Fuertes "el alma no tiene sexo, la poesía tampoco". Su objetivo era lograr que la mujer no fuera un adorno en actos literarios con diez escritores hombres, aunque no hacían distingos respecto a la naturaleza de lo que escribían. Hay un verso muy hermoso de una de las poetas que participaban en estos encuentros, Acacia Uceta: "Y hablo otra vez del hombre/ de nosotros, hermanos,/ en un plural abierto/ sin frontera de tiempo, ni dureza". 

Estas tertulias, que se bautizaron como Versos con faldas, terminaron en poco años. En ello influyó la censura del régimen a los sospechosos recitales y tertulias de café, pero también, desde dentro, un cierto "morir de éxito", porque al abrirse los encuentros a cualquiera, "subieron señoras con mucho cuento, pero poca lírica, y aquello fue troya", relataba Gloria Fuertes. Aun así, muchas de esas mujeres que pasaron por las tertulias siguieron escribiendo, casi siempre en la sombra, publicando poco o nada. Además, las "versofaldistas" ejercieron de imán no solo entre las que vivían en Madrid, sino también en las de otras de provincias, donde todavía era más raro que una mujer anduviera ensimismada ajustando un verso, en vez de economizar en la lista del ultramarinos y hacer bordados.
La trayectoria de estas pioneras se recoge en un libro muy reciente, Versos con faldas (F. Garcerá y M. Porpetta, editado por Torremozas, 2019). Junto a Felisa y Alfonsa, alguna más de ellas estuvo relacionada con Segovia, como Juana López de Quesada, con dos libros editados en la imprenta de El Adelantado, y un poema dedicado a Mariano Grau; o Nola de Villaré y Carmen de la Torre, ambas con poemarios que fueron prologados por el Marqués de Lozoya. Prácticamente todas ellas ya no están aquí, pero ahí queda el relato de su aventura, esas reuniones emocionantes y casi clandestinas, y también sus escritos, que nacieron más por necesidad que por afán de posteridad. Como dice un verso de Carmen de la Torre: "Me olvidaron... Olvidé.. ¡Y entonces nació mi verso!"