martes, 28 de abril de 2020

Mejor la duda que el relato


Dutton S. Peabody es el dueño, impresor y único periodista del modesto periódico que informa a los habitantes de Shinbone, un poblado construido en medio de la nada. En ese diario de una hoja, plasma lo que ocurre en una tierra en la que todavía rige la ley del más fuerte. Y Peabody lo hace con dedicación, echando mano del valor que le da una botella de whisky. A veces, su trabajo compromete su propia vida, pero su impulso es más fuerte: “es una noticia, y yo soy periodista”.

Ese periodista borracho y pobretón, inolvidable secundario de “El hombre que mató a Liberty Balance”, es el origen de una profesión a la que los tiempos y circunstancias han dejado tiritando, aunque aquí ya no se muera por ella, como todavía ocurre en otras partes del mundo. Con la multiplicación de medios, y con un cada vez más limitado número de anunciantes, el apoyo de las instituciones es desde hace tiempo soporte principal para sostener a cientos de profesionales que viven con sueldos en general muy modestos. Entre la cantinela de los políticos, que con frecuencia terminan por creer que el patio es suyo, el periodista cuela algún verso libre, que es el que hace que la información conserve su sentido. Y así ha seguido bastante tiempo la rueda, con políticos que ocupan buena parte del espacio informativo. Pero nunca quedan contentos, aunque se refleje palabra por palabra lo que dicen o hacen, seguramente porque lo dicen o hacen mal.

Pero resulta que, de un tiempo a esta parte, a la gente no le importa tanto lo que cuentan los medios tradicionales, salvo, quizás, la televisión, que sigue ocupando buena parte de nuestras horas. Ya empezó a notarse con aquellas asambleas espontáneas que surgieron en el 15 M: la gente se movía por mensajes de wasap, por Twitter, por Facebook. Algo pasaba fuera de los cauces habituales, y tuvo traducción en aquellas primeras elecciones europeas. Empezó la izquierda, pero pronto se sumó la derecha, y muy especialmente la más radical, que se ha hecho verdaderamente especialista en enviar estos contenidos.

Mensajes que dan datos parciales, que nos hacen sentir víctimas de la situación, que dividen el mundo en malos y buenos, en vagos aprovechados y sufridos paganinis, y que afirman que todo sería perfecto con solo poner a los suyos en el gobierno. Soluciones fáciles para problemas complejos: menos impuestos, más recursos justo para ti, y, en fin, todo eso que nos halaga el oído. Nos toman por tontos, o peor, por desesperados, y en eso tienen razón, muchos están desesperados.

Total, que ahora no importa tanto que el presidente, el consejero o el alcalde ocupen la portada o abran el informativo, porque luego van a casa y un cuñado les envía un mensaje por wasap en el que quedan a la altura del betún. Noticias de portales imaginarios, tan burdas que a poco que investigues te entra la risa, pero que compartimos sin más, porque te da la razón, porque te hace gracia, porque estás enfadado, o por compartir algo. Y esto es irritante, especialmente en este momento crítico, y poco controlable, porque hay más portales en internet que champiñones.

Comprendo el hartazgo e incluso el temor ante este fenómeno, que no es exclusivo de aquí, ni de ahora, aunque internet lo amplíe. Pero da escalofríos que alguien con responsabilidad política pretenda plantear la situación en términos de parvulario (¿qué prefiere, el fin del mundo, o la versión oficial?), y encima extienda esa sospecha sobre la información en su conjunto. Aunque para algunos la ultraderecha o la ultraizquierda sea todo lo que no está estrictamente de su parte, los medios de comunicación, con sus perjuicios, sus errores y sus limitaciones, hacen su trabajo, sin saber si podrán mantenerse abiertos el próximo mes y teniendo claro que, si fallan, sus responsables dan la cara, con nombres y apellidos. Son los primeros perjudicados por esa avalancha que llega gratis por wasap, que será basura, pero es gratis, porque para inventar no se necesitan redactores haciendo preguntas y tratando de ordenar el caos de la realidad diaria.

Creo que casi más miedo que los bulos –que en su caso deben ser frenados donde se debe, en los tribunales–, sería encontrarme cada mañana en mi móvil, en el periódico, en la radio y en la tele con una única versión de lo que pasa. O que la prensa eludiera contarme lo hay, y se convirtiera en un manual de buenas intenciones y autoayuda. Mucho peor que la realidad, mucho peor que la travesía larga y difícil que adivinamos, sería tener que vivir anestesiados, aislados y tratando de negar los miedos que pasean por nuestro cerebro.

Como describe esa frase terrible de doctor Zhivago, “la vida privada ha muerto en Rusia”: vivir con única versión oficial nos sumergiría en la desolación.

Creo que si algo define a la democracia es poder hacer preguntas, antes, ahora, mientras y después de que esto pase. No pueden suspenderse ese derecho, y la libertad de prensa es la herramienta para garantizarlo. Es muy difícil que un gobernante no acabe confundiendo lo que es mejor para un país con lo que es mejor para su propia continuidad. Por eso tiene que seguir ahí Dutton Peabody, para contar lo que está pasando, con toda la honestidad posible. Porque cuando en Shinbone el único poder era el del pistolero más rápido, la primera pata que comenzó a sustentar la democracia fue un humilde periódico.

miércoles, 8 de abril de 2020

Portavoces y libros

Estos días intento concentrarme en los detalles. No es que no me importe lo que pasa, más bien me importa tanto que nada de lo que leo o escucho me reconforta, ni siquiera me relaja criticar al contrincante. No sueño ya con que nos devuelvan a la casilla de salida, solo busco un poco de luz sobre lo que tengo que hacer mañana, cuando me despierte. Mientras llega mañana, estoy instalada en el día de hoy, en todo el día, en sus 24 horas, la mayoría de vigilia y unas pocas de sueño, un sueño alterado porque el cuerpo está pesado, pero no cansado, y la cabeza en cuarentena permanente.

Así que me concentro en los detalles. De la perorata de los que salen por la televisión –políticos, especialistas, periodistas, y hasta deportistas y cantantes–, apenas capto alguna palabra. Los miro como Robinson observaba a Viernes, deteniéndome en su indumentaria, en su chaqueta, en su rebeca desgastada, en su mascarilla torcida, o incluso en sus labios pintados, porque es así como se enfrenta la gente a la lucha, eligiendo la armadura que les hace sentir más fuertes. Escucho sus voces, afónicas, entrecortadas, o con la impostura de un actor malo. Me importa poco su aplomo o su compostura, que todos sabemos que se puede ejercitar, y comprendo que su frente brille, que les tiemble la mano, que titubeen o que hasta parezca que tienen fiebre, porque últimamente todos dudamos y nos ponemos el termómetro con más frecuencia. Busco que suenen sinceros; no del todo, porque quién lo es, pero sí lo suficiente.

También me entretengo observando las estanterías. Porque durante este toque de queda estamos entrando como polizones en el cuarto de estar de gente que antes se protegía tras un atril, un escenario y un auditorio, y ahora se graba con el móvil, ellos mismos o tal vez su hijo pequeño, que se entiende mejor con las pantallitas. Y tienes a una ministra, o a un consejero o a todo un presidente en la pantalla de la televisión, en un plano siempre raro, de abajo a arriba, o de arriba abajo, casi siempre borroso y mal iluminado. Y el fondo ya no es una bandera, sino su biblioteca.

Hasta el virus, solo salían parapetados entre libros los escritores, o a lo sumo los críticos literarios, que posaban con los brazos cruzados y la mirada interesante. Ahora el desfile de librerías es continuo, en cualquier telediario. Mientras hablan, me fijo en los libros. Abundan las colecciones de libros gruesos y casi iguales, posiblemente enciclopedias, diccionarios o manuales de la carrera, que hace años que nadie consulta. También hay carpetas, algún álbum de fotos, grupillos de volúmenes similares, puede que del desaparecido Círculo de Lectores, o de sellos grandes como Planeta o Anagrama. A veces hay marcos pequeños con fotos familiares, o un dibujo infantil, que llegó un día cualquiera y se quedó ahí instalado.

Las estanterías de libros casi sin libros, o las muy ordenadas, me hacen desconfiar. Lo contrario que los libros fuera de sitio, que nunca tienes tiempo de colocar o que no quieres colocar, para tenerlos a la vista, como una cita pendiente. Porque las librerías no guardan solo los libros que has leído, sino los que quieres leer; si están vivas, están en construcción, y eso significa asumir cierto desorden.
Me gusta que elijan la librería como el espacio más noble de sus casas. Al final, los libros, esos trastos que acumulan polvo, son capaces de guardarnos las espaldas, hasta cuando toca hacer las declaraciones que a ningún líder le gustaría tener que hacer. Será que valen más de lo que parece, y que cuando los tiempos son malos, pero malos de verdad, su verdad sale a flote.