Estos días intento concentrarme en los detalles. No es que no me importe lo que pasa, más bien me importa tanto que nada de lo que leo o escucho me reconforta, ni siquiera me relaja criticar al contrincante. No sueño ya con que nos devuelvan a la casilla de salida, solo busco un poco de luz sobre lo que tengo que hacer mañana, cuando me despierte. Mientras llega mañana, estoy instalada en el día de hoy, en todo el día, en sus 24 horas, la mayoría de vigilia y unas pocas de sueño, un sueño alterado porque el cuerpo está pesado, pero no cansado, y la cabeza en cuarentena permanente.
Así que me concentro en los detalles. De la perorata de los que salen por la televisión –políticos, especialistas, periodistas, y hasta deportistas y cantantes–, apenas capto alguna palabra. Los miro como Robinson observaba a Viernes, deteniéndome en su indumentaria, en su chaqueta, en su rebeca desgastada, en su mascarilla torcida, o incluso en sus labios pintados, porque es así como se enfrenta la gente a la lucha, eligiendo la armadura que les hace sentir más fuertes. Escucho sus voces, afónicas, entrecortadas, o con la impostura de un actor malo. Me importa poco su aplomo o su compostura, que todos sabemos que se puede ejercitar, y comprendo que su frente brille, que les tiemble la mano, que titubeen o que hasta parezca que tienen fiebre, porque últimamente todos dudamos y nos ponemos el termómetro con más frecuencia. Busco que suenen sinceros; no del todo, porque quién lo es, pero sí lo suficiente.
También me entretengo observando las estanterías. Porque durante este toque de queda estamos entrando como polizones en el cuarto de estar de gente que antes se protegía tras un atril, un escenario y un auditorio, y ahora se graba con el móvil, ellos mismos o tal vez su hijo pequeño, que se entiende mejor con las pantallitas. Y tienes a una ministra, o a un consejero o a todo un presidente en la pantalla de la televisión, en un plano siempre raro, de abajo a arriba, o de arriba abajo, casi siempre borroso y mal iluminado. Y el fondo ya no es una bandera, sino su biblioteca.
Hasta el virus, solo salían parapetados entre libros los escritores, o a lo sumo los críticos literarios, que posaban con los brazos cruzados y la mirada interesante. Ahora el desfile de librerías es continuo, en cualquier telediario. Mientras hablan, me fijo en los libros. Abundan las colecciones de libros gruesos y casi iguales, posiblemente enciclopedias, diccionarios o manuales de la carrera, que hace años que nadie consulta. También hay carpetas, algún álbum de fotos, grupillos de volúmenes similares, puede que del desaparecido Círculo de Lectores, o de sellos grandes como Planeta o Anagrama. A veces hay marcos pequeños con fotos familiares, o un dibujo infantil, que llegó un día cualquiera y se quedó ahí instalado.
Las estanterías de libros casi sin libros, o las muy ordenadas, me hacen desconfiar. Lo contrario que los libros fuera de sitio, que nunca tienes tiempo de colocar o que no quieres colocar, para tenerlos a la vista, como una cita pendiente. Porque las librerías no guardan solo los libros que has leído, sino los que quieres leer; si están vivas, están en construcción, y eso significa asumir cierto desorden.
Me gusta que elijan la librería como el espacio más noble de sus casas. Al final, los libros, esos trastos que acumulan polvo, son capaces de guardarnos las espaldas, hasta cuando toca hacer las declaraciones que a ningún líder le gustaría tener que hacer. Será que valen más de lo que parece, y que cuando los tiempos son malos, pero malos de verdad, su verdad sale a flote.
El retablo mayor de cada casa,salud.
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