Dentro de unos días, cuando el sol apriete y comience a amarillear la hierba, vendrán unos señores que esparcirán herbicida y segarán la finca, para evitar que la paja de agosto arda. Pero ese fuego en nada altera a las amapolas, que en abril del año que viene volverán a asomar sus capullos, que guardan secretos gallos, gallinas y “capones de la china” (¿alguien no jugó a eso de pequeño?). Tan común como salvaje, la amapola sigue sin visitar un jarrón, con ese tallo desapacible que mancha, y esos pétalos que se quiebran como alas de mariposa.
La amapola ni hila ni teje y, siendo bella, lo que más me llama la atención es que no parece necesitar nada: sólo vive. Como la grama, que inquieta cada año a los jardineros, o las piedras, que parecen crecer en las tierras aunque cada año los agricultores remuevan las parcelas. La amapola resiste y no sólo eso, es que se chulea, ondeando en medio del asfalto o en donde sea.
Leo: “Existe una voluntad de trabajar, pero no tanto de vivir”. Sigo leyendo: “No puedo afirmar que ningún gran desastre vaya a sobrevenirnos jamás, pero sí afirmo que el miedo a las cosas que podrían sobrevenirnos es un mal mayor que las cosas en sí, y sería mucho mejor ir por la vida sin temor, y tropezar con algún desastre, que ir por la vida de puntillas… porque hay algo brillante, cálido, universal”. Lo decía ese señor, Bertrand Russell, en 1924, y lo leo en la web de DDOOSS. Una vez al mes recibo en el correo electrónico el boletín de este colectivo pequeñito, la “Asociación de amigos del arte y la cultura de Valladolid”, y me fío de ellos porque ni les conozco, ni salen en los periódicos todos los días, ni tienen festival, ni feria, ni premio alguno. Se dedican a recoger buenos artículos, entrevistas, relatos, poesías, vídeos y música y enviártelos, sin cobrártelos y sin que ni siquiera les des las gracias. Que las díscolas malas hierbas no nos falten.