Al inicio de la guerra civil se retiró de la plaza de la Trinidad de Valladolid el grupo escultórico “La Frontera”, inspirado en un poema de Leopoldo Cano que ensalzaba la fraternidad por encima de las diferencias nacionales. Representaba a una matrona, una mujer brava, cubierta por una túnica en la que se acurrucaban tres niños desnudos, unidos por la misma madre. Fue una obra polémica desde su inauguración, un año antes. Unos veían en ella a una personificación de la República, otros a la III Internacional. Otros recelaban del autor, el escultor segoviano Emiliano Barral, compañero de Machado, de Carral, de Marazuela, miembro de las milicias segovianas, fallecido en el frente, cuando un obús impactó contra el coche en el que viajaba con su hermano y un grupo de periodistas. Fuera por eso o por la desnudez de los pechos de la mujer, el hecho es que la escultura pasó de la ubicación original, los jardines de la plaza de la Libertad, a la plaza de la Trinidad. Y de ahí, ya tras el verano del 36, a la nada. Hoy, solo el torso de la matrona se conserva en el Museo de Escultura.
Este pedazo de historia se recoge en un libro muy
interesante, La escultura pública en la ciudad de Valladolid, publicado
recientemente. Sus autores destacan el hecho de que, aunque contabilizan 137
obras de arte público desde 1835 a 2023, la mayoría data desde los años ochenta
hasta hoy. De hecho, en los 23 años que llevamos del siglo XXI se han sumado 65
obras más. Habrá muchos factores que lo expliquen, entre otros la
disponibilidad económica para sufragarlas. Pero sorprende que, en este mundo
líquido en el que lo centenario se sustituye por franquicias, la ciudad se haya
ocupado con ahínco en crear símbolos y sembrar homenajes a ideas, hechos y
personas relevantes, para que al menos piedras y bronces nos trasciendan. No es
fácil predecir la permanencia de lo que hoy ensalzamos, cuando el que ahora se
entierra como héroe, a la vuelta de veinte años puede ser vilipendiado y
convertido en villano. Eso, sin tener en cuenta lo puramente estético, ya que
parece que no existe canon consensuado sobre lo que es bello. Yo podría
prescindir sin ningún dolor de unas cuantas obras que, para otros, seguro que
muchos más, les encantan. No es fácil que una escultura se integre con suavidad
en lo que ya existe, con la discreción de ese desgastado Neptuno del Campo
Grande, mudo y casi engullido por la vegetación. Si la escultura se nota mucho,
chirría, y mejor función haría ocupando su espacio un buen árbol, o un par de
bancos.
La misma prudencia para sumar nuevos elementos parece
aconsejable si se trata de quitar los que ya están. Si fuera por el impulso, en
una tarde de ira yo misma hubiera demolido la antigua cárcel de Segovia, que
hoy aloja actividades culturales, aunque sus muros no pueden dejar de llorar lo
que fueron. Hasta con música y las verjas abiertas, nadie puede sentirse del
todo tranquilo allí dentro. Con la perspectiva del tiempo, quizás su sentido
sea ese, reflejar la desolación del único sistema del que disponemos para
vigilar y castigar a nuestros semejantes.
También horror y desolación me inspiró la primera fotografía
que vi de la Pirámide de los Italianos. Formaba parte de Caídos, una brillante exposición
de Ricardo González sobre monumentos de exaltación del franquismo. Fotógrafo
excelente, lleva años registrando con intención y a la vez con transparencia la
cicatriz que deja el tiempo sobre nuestra tierra. Una cicatriz que revela que
lo que se vendió un día como heroico hoy no es más que piedra gastada; ni
siquiera la pátina del musgo logra dotar de sentido a su estéril ruptura del
paisaje.
Yo no querría que demolieran la pirámide, un nombre que le
queda un poco grande a una mole de bloques de hormigón. No porque se perdiera
nada valioso desde el punto de vista artístico, sino porque, con el tiempo,
algunos rellenarían su ausencia con fábulas e inteligencia artificial, y
acabaría pareciendo la octava maravilla. Prefiero que esté ahí, donde no debiera
haber estado nunca, permanentemente fuera de sitio, como un recuerdo de las
manos de los presos que trabajaron para levantarla. Mi memoria histórica está
blindada, no por piedras ni por leyes de concordia, sino por lo escuchado de
boca de mis mayores. Gentes que, ya entrada la democracia, seguían bajando la
voz para decir que aquel que había sido su vecino, o su maestro, estuvo en la
cárcel solo por ser “de las otras ideas”.
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