sábado, 2 de diciembre de 2017

Llámame Viernes



Pienso en Robinson Crusoe. Pienso en el tipo que se fue a por tabaco y no volvió, porque quiso, o tal vez sin querer. Hasta hace no tanto, solo podías dejar de ser lo que eras y librarte del oficio familiar si desaparecías y abandonabas para siempre todo lo que conocías. Aún así, tu ausencia seguía ocupando una silla vacía; tu nombre era recordado, repetido con odio, o con admiración, pero nadie tenía la oportunidad de seguirte el rastro. Robinson Crusoe es la historia de un hombre que vivió dos veces. Un hombre totalmente solo, en tiempos en los que estar solo era casi estar muerto, y solo un náufrago o un forajido podían acatar tal destino. En la isla los músculos se endurecían y la mente ideaba cómo sobrevivir pero, ¿con quién hablar? ¿cómo querer despertar para encontrarse de nuevo con las mismas manos, con el mismo miedo? Sí, Crusoe era un hombre de acción, pero su verdadera heroicidad fue estar absolutamente solo a lo largo de más de veinte años.

Hoy no quedan islas paradisíacas para curtir náufragos; las más exclusivas son carísimas, y a un barbudo en taparrabos lo echarían a patadas. El planeta está taladrado por rutas aéreas, por gentes que van y vienen buscando algo, rellenando un imaginario álbum de destinos por completar. ¿Es por fin éste el lugar al que pertenezco? se preguntan, sin recibir respuesta, sin parar de hacer y deshacer maletas. Un peregrinaje cansado y en condiciones adversas, pero ya desde el Olimpo los humanos nos pasamos media vida evitando los problemas y la otra mitad consumiéndonos en pruebas absurdas que nuestra voluntad elige. Cada vez más libres, cada vez más solos. Dejando el rastro en el Facebook, como las piedrecitas de Pulgarcito, a ver si nos rescata alguien y nos invita a chocolate caliente al calor de una chimenea. Claro que para no tener a nadie con quién hablar no hay que irse muy lejos. Gentes solas son hoy muchedumbre: aquí mismo, debajo de mi ventana.  

Dicen que los ricos muy ricos ya no viven –ni cotizan–, en ningún sitio. Se han montado una nación flotante, que pulula en la estratosfera y solo está asida a tierra firme por unos cabos muy largos que la sujetan a los diques de bancos de nombre exótico, a los que confían sus capitales. Salvo en lo de Hacienda, los siguientes en liberarnos de toda raíz y esparcirnos somos nosotros, todos los Viernes del mundo, expulsados de la tribu. Sí, nosotros, educando a nuestros hijos únicos para que huyan de aquí; despegándonos de rutinas y vecindarios para perdernos en un mundo sideral, a medio camino de Internet y un país remoto. Segovianos esparcidos por el planeta, unidos por una foto del Acueducto en el wasap. Y al cabo, ¿queríamos?


jueves, 19 de octubre de 2017

Machado no es de los tuyos


En una visita a Soria me comí un sándwich mixto sobre la cara de Antonio Machado, que decoraba las mesas de una terraza. La voracidad con la que cualquier detalle de la historia es engullido y disfrazado en virtud del turismo es implacable, hortera también, aunque en general quiero creer que ingenua. Pero no me lo parece la utilización de la figura de Antonio Machado, y de su obra, troceada al gusto para sazonar el linchamiento de cada día.

Podríamos decir que los libros del poeta están más de actualidad que nunca, si fuera por las veces que se le cita en declaraciones políticas, y en ese caos que son las redes sociales. El tema no es nuevo. La trayectoria impecable de Machado, su compromiso total con las causas sociales, su fallecimiento en el exilio, fue aprovechado por algunos para convertirle en una especie de “santo laico”. Un santo que por lo visto no solo les bendice a ellos mismos, sino que condena desde sus poemas, como si fueran una profecía, a sus contrincantes. No es extraño que el verso más citado sea aquel de “una de las dos Españas ha de helarte el corazón”. Si alguien pronuncia esto, automáticamente se sitúa en la España de los “buenos”, porque la de los “malos” es la otra, la que lanzó al exilio al poeta, que por lo visto sigue siendo la misma que la que hoy le está fastidiando al bardo de turno.

Pobre Machado. Tendría que triplicar su ya enorme consumo de cigarrillos y de cafés para aguantar esta colección de partidarios que sin cesar le invocan, con la cobardía del que sabe que no puede replicarles. Pobre poeta, que huía de los pelotas y no soportaba siquiera que recitaran sus poesías delante de él; se quedaría más tieso escuchando a tanto boca chancla que aguantando las heladas de la meseta, de las que escapó en cuanto pudo…
Y un párrafo de su puño y letra al respecto: “Si algún día alcanzáis un poco de notoriedad, seréis interrogados sobre lo humano y lo divino… Tendréis que aceptar entrevistas y diálogos con hábiles periodistas, que os harán decir en letras de molde, con vuestras mismas palabras, no precisamente lo que vosotros habéis dicho, sino lo que ellos creen que debisteis decir y que puede ser lo contrario. Hay en esto un problema difícil, que los viejos políticos resuelven, a su modo, con ciertas bernardinas y frases amorfas, hábilmente combinadas, las cuales, vueltas del revés, vienen a decir aproximadamente lo mismo que del derecho”.
No puede haber nada más contrario a la palabra que no pertenecer a todos los seres humanos. Soportamos que la tierra sea más de unos que de otros pero, ¿también la poesía tiene dueños? Que se trabajen sus argumentos, y sobre todo sus razones, y que no roben las emociones que son de todos. Machado nada les debe.
   













Antonio Machado. Exposición sobre Emiliano Barral, Museo Provincial de Segovia.


* Artículo publicado en El Adelantado de Segovia. 19/10/2017

viernes, 25 de agosto de 2017

Los consejos de Mildred

Ah Fu nunca ha tenido una casa con cimientos. El niño vive en una barca de junco, en la que su padre transporta mercancías entre dos ciudades; su madre se ocupa del resto, y sobre todo de vigilar que su único hijo no se caiga por la borda. La vida de Ah Fu transcurre en el río transparente y azul, aunque a veces echa de menos tener un compañero de juegos. Leo este cuento en un librito pequeño y modesto de segunda mano, que compré en Aída. Las ilustraciones, impresas a las dos tintas clásicas, negro y bermellón, son deliciosas, y aunque la edición española es de 1972, la obra se escribió en 1928. Detrás de Ah Fu, el niño del río, están unas iniciales: E.M. Nevill & E.A. Wood. Parece el nombre de una compañía de seguros, pero eran dos mujeres: E. Mildred y Elsie Anna. He encontrado otro libro firmado por ambas, El niño de Nazareth, sobre la infancia de Jesús; Elsie, en solitario, fue autora de una biblia ilustrada.

Después, el nombre de Mildred es citado como ocasional compositora de himnos religiosos. Solo muchos años después, en 1959, firma en una revista local un curioso compendio de consejos para educar un hijo y, a partir de ahí, se diluye su nombre. Pero sus consejos que, contra lo habitual, no son ni obvios, ni crueles, ni ñoños, han sobrevivido a su autora. Hoy es fácil encontrarlos pirateados, con pocas variaciones, cuando hablan sobre la crianza de los niños.
No sé mucho más de E. Mildred Nevill, ni si quiera qué nombre escondía esa 'E'. Desconozco si tenía algún título que acreditara la validez de sus recomendaciones, o si cimentó sus conocimientos con la observación amorosa y la experiencia. Pero me parecen excelentes, tal vez porque Mildred pone el foco en lo principal, el niño como persona. Una persona bajita, pero persona. Anoto:

1. No me estropees. Sé bien que no debo tener todo lo que pido.
2. No tengas miedo de ser firme conmigo. Me hace sentir más seguro.
3. No me dejes formar malos hábitos. Tengo que confiar en ti para detectarlos en etapas tempranas.
4. No me hagas sentir más pequeño de lo que soy.
5. No me corrijas delante de la gente. Haré más caso si hablas tranquilamente conmigo en privado.
6. No me hagas sentir que mis errores son pecados. Debilita mi sentido del valor.
7. No me protejas de las consecuencias. A veces necesito aprender de forma dolorosa.
8. No te molestes mucho cuando digo “Te odio”. No es a ti a quien odio, es a tu poder de frustrarme.
9. No hagas demasiado caso de mis pequeñas dolencias. A veces necesito llamar la atención.
10. No me riñas continuamente. Tendré que protegerme haciéndome el sordo.
11. No hagas promesas precipitadas. Me siento muy mal cuando las rompes.
12. No olvides que no puedo explicarme tan bien como quisiera. Por eso no siempre soy preciso.
13. No fuerces mi honestidad. Me asusta decir mentiras.
14. No seas incoherente. Eso me confunde y me hace perder la fe en ti.
15. No te desanimes cuando hago preguntas. Si lo haces dejaré de preguntar y buscaré la información en otro lugar.
16. No digas que mis miedos son tontos. Son terriblemente reales, y puedes hacer mucho para tranquilizarme si me tratas de entender.
17. Nunca sugieras que eres perfecto o infalible. El impacto es muy grande cuando descubro que no eres ni lo uno, ni lo otro.

Y estos son, para quien le puedan interesar, los 17 puntos que pensó y escribió un día de 1959 una mujer con nombre, E. Mildred Neville, no un “autor desconocido”, como puede leerse en tantos sitios.




jueves, 17 de agosto de 2017

Ciudad de camareros

Chico y chica están fumando un cigarrillo, sentados en la escalera del portalón. Pantalones y camisas negras a la espera de la hora de las cenas en el restaurante donde trabajan, que está a la vuelta. Unos minutos para dar una tregua al cuerpo que, disciplinado y ágil, recorre durante horas las mesas. Son muy jóvenes. Hablan de no sé quién, que trabaja ahora lejos, en un sitio de playa.
El comedor de al lado lo atienden dos camareros de mediana edad, eficientes y rápidos. Expertos en economizar movimientos y palabras. Curados de espanto de cualquier capricho de los clientes. Camareros de toda la vida, casi invisibles, que no suspiran aunque las piernas protesten y la espalda pida descanso.
Los que atienden las terrazas no son desde luego los del verano pasado, ni tampoco los del anterior. Ellos tampoco me conocen, ni lo harán: apenas cruzamos la mirada, porque están inmersos en la pantalla del móvil, donde apuntan el pedido. Es normal porque aquí, en la Plaza, repite poco la clientela, la mayoría son turistas que van y vienen, que a ratos sudan y a ratos se quedan fríos y se envuelven con lo que pillan. “¿Y así hace por aquí en agosto? Pues cualquiera viene a Segovia en enero...”. En fin, esas conversaciones.
Los clientes no repiten, los camareros no duran. La clientela protesta por los precios y los pinchos, cuando lo que tenía que exigir son camareros de larga duración y dueños al pie del cañón. El buen dueño de hostelería es el mayor pringado de todo el equipo, el que más suda. Si no es otra cosa, puede que necesaria, pero muy diferente: un rentista, un accionista.

Cuando pienso en Segovia no pienso en Trajano ni en futbolistas famosos despiezando cochinillos con el plato: pienso en camareros. Oigo con frecuencia a los portavoces de los hosteleros, pero no sé qué piensan los camareros. No tengo claro si al gremio de los camareros le va bien que se llenen los comedores al 75 o al 99 por ciento. ¿Les pagan más, les hacen fijos, son entonces más libres y más dueños de su trabajo?
Me ponen un café que me salva la vida, pero no conozco sus nombres. Y cada vez menos. Antes no eran de mi barrio, ahora muchos ni siquiera han nacido aquí. Menudos sobresaltos deben llevarse cuando les damos órdenes con este áspero castellano nuestro, pero aguantan. En las cocinas hay manos de muchos países exprimiendo nuestro zumo, sazonando nuestro asado. Alquilan los pisos que dejan los estudiantes. En los jardines con columpios sin amortizar de la vieja Segovia, los hijos de la cocinera pasan las horas, despreocupados. A la hora de la siesta hay silencio; al caer la tarde, vuelta al tajo.
Las callejuelas huelen a cordero, a orégano, a curry. Los contenedores, a vino. Son las traseras de las cocinas, el otro lado del trampantojo del centro histórico. Lo que no ven los turistas que, al caer la tarde, ya arrastran los pies, el estómago y el cansancio hacia su coche.

lunes, 16 de enero de 2017

La muerte de nadie

Otra vez he olvidado un aniversario. No de santo ni hombre de artes, ni ser distinguido para el que reclamen calles y reconocimientos. Fue un don nadie, solo un hombre más que murió en un día frío lejos de casa. Aquello ocurrió a finales de 1916, así que ya se ha cumplido su centenario, sin ruido ni homenajes. Cierto que su caso no es especial, porque hoy siguen muriendo cientos, miles de personas de la misma forma, sin anotaciones al margen. Cuerpos de gente que fue, de la que muchas veces no consta ni el nombre. Puede que alguien, con el tiempo, se pregunte qué habrá sido de ellos. Y ya.
Nuestro hombre falleció de una hemorragia meníngea a las 4 de la madrugada del 21 de noviembre de 1916, en la casa destinada a la hospitalidad para pobres de Cerezo de Abajo, donde fue sepultado. Alguien añadió en la partida de defunción que era natural de Canalejas, Valladolid, que tenía 78 años y que se llamaba Marcos: los datos que daba El Adelantado en la pequeña crónica que se publicó.
No era difícil morirse en 1916. Entre hambres y epidemias, la esperanza de vida rondaba los 45 años; superar la niñez era una hazaña, y llegar a viejo, siendo pobre, una pesadilla. Faltaban unos pocos años para que se aprobara el sistema de pensiones, y muchos más para que se generalizara. ¿De dónde venía Marcos, adónde iba ese otoño casi invierno cuando la muerte llegó? Puede que viniera de Madrid, de buscarse la vida allí, la ventaja del pobre es que puede trasladar su miseria a cualquier sitio. Cerezo fue durante mucho tiempo cruce de caminos, paso obligado para los que iban de la capital al norte de España. Dejando atrás Somosierra, atravesando encinares y robledales, Marcos estaba a pocas jornadas de su casa, setenta kilómetros más o menos. Por entonces Canalejas estaba creciendo, triplicaba los 300 vecinos de hoy. Algún familiar le quedaría allí, o al menos seguiría en pie la ermita del Olmar. Algo que tuviera que ver con uno. Con suerte algo que se pudiera comer.
Pero no. A setenta kilómetros de su casa se murió un pordiosero, que tenía 78 años, esperanzas, un origen y un nombre, Marcos, que alguien se tomó la molestia de registrar sobre un papel. Este es un centenario pobre, muy pobre, que no atraerá turistas ni traerá bellos discursos. Solo unas pocas palabras.

Nota: Gracias a Mar Peñas, del Archivo Episcopal, por recuperar la partida de defunción de Marcos. Gracias también a Araceli de la Torre, desde Canalejas de Peñafiel. Y gracias a Guillermo Herrero por rescatar cada día del archivo de El Adelantado las noticias de nuestro pasado.


lunes, 9 de enero de 2017

El cuento de Carasucia

Busca un cuento para regalar a su nieto. Es un hombre alto y corpulento, setenta y tantos años, ojos claros y manos grandes, con un tabardo mostaza, poco abrigado para un día como éste. Entra en todas las tiendas que muestran libros en el escaparate. Esta es una más: “¿tiene Carasucia?” Es un cuento que leí de niño”. La dependienta niega con la cabeza, ese título no le suena. El hombre mira por encima la pila de libros, pero no los toca, solo da las gracias y se marcha. A pocos metros hay una juguetería grande, hoy rebosante de gente. Hay miles de juegos, libros gruesos con dibujos preciosos; historias de príncipes, princesas y duendecillos, cuentos de superación, en las que en apenas veinte páginas los problemas –sea la soledad, el egoísmo, el miedo, la timidez o el chupete– se disuelven y todo es por un segundo perfecto e igual.
Carasucia cuenta la historia de un niño bueno e inteligente, y en eso se parece a los protagonistas de tantos cuentos, pero en este caso extraño el protagonista tiene a gala no asearse demasiado. Cabría pensar con esas premisas que la historia discurrirá por aquí y por allá, para al final alcanzar que nuestro héroe logre su objetivo: tener la cara limpia y perfumada. Pues no. Pese a su cara sucia, que no se lava porque no está entre sus prioridades, estaba “el niño más listo y trabajador que pudiera imaginarse”. Carasucia, que no tiene otro nombre, porque así le llaman sus propios padres, era capaz de hazañas imposibles para los adultos, como convencer a los pajarillos para que no picotearan en el sembrado, animar al burro a que cargara la paja sobre el lomo o calmar a un perrillo que muerde con saña los pantalones de su padre. Y todo ello lo logra con ligereza, con palabras suaves que casi hipnotizan a los bichos. “Ja, ja, ja, con que Carasucia! ¡Como si fuera algo malo! Cuántos niños habrá que se laven tres y hasta cuatro veces al día y no sirven para nada”, se reconforta nuestro amigo.
Todavía más sorprendente es que los papás de Carasucia, un cuento que se hizo popular en los años cincuenta, y que fue emitido por el cuadro de actores de Radio Madrid, no le daban una colleja, ni les importaba demasiado que su hijo fuera por ahí luciendo berretes. Solo se ponen serios cuando llega la hora de los deberes: “a aprender la aritmética, apoblemarte, apoblemarte, para que te hagas un hombre de provecho”, le dice la madre.
Gracias a Internet, porque en papel tampoco yo encontré el cuento, conozco a este héroe que no era ejemplar, ni encerraba príncipe ni triunfador alguno dentro. Esta es la historia que escuchó y no olvidó el hombre de la tienda cuando era niño, y que ahora quisiera leer a su nieto. “No basta en este mundo tener la cara limpia, amiguitos, si el alma y la inteligencia no lo están también”. Buen consejo.