Chico y chica están fumando un cigarrillo, sentados en la escalera del
portalón. Pantalones y camisas negras a la espera de la hora de las
cenas en el restaurante donde trabajan, que está a la vuelta. Unos
minutos para dar una tregua al cuerpo que, disciplinado y ágil, recorre
durante horas las mesas. Son muy jóvenes. Hablan de no sé quién, que
trabaja ahora lejos, en un sitio de playa.
El comedor de al lado lo atienden dos camareros de mediana edad,
eficientes y rápidos. Expertos en economizar movimientos y palabras.
Curados de espanto de cualquier capricho de los clientes. Camareros de
toda la vida, casi invisibles, que no suspiran aunque las piernas
protesten y la espalda pida descanso.
Los que atienden las terrazas no son desde luego los del verano pasado,
ni tampoco los del anterior. Ellos tampoco me conocen, ni lo harán:
apenas cruzamos la mirada, porque están inmersos en la pantalla del
móvil, donde apuntan el pedido. Es normal porque aquí, en la Plaza,
repite poco la clientela, la mayoría son turistas que van y vienen, que
a ratos sudan y a ratos se quedan fríos y se envuelven con lo que
pillan. “¿Y así hace por aquí en agosto? Pues cualquiera viene a Segovia
en enero...”. En fin, esas conversaciones.
Los clientes no repiten, los camareros no duran. La clientela protesta
por los precios y los pinchos, cuando lo que tenía que exigir son
camareros de larga duración y dueños al pie del cañón. El buen dueño de
hostelería es el mayor pringado de todo el equipo, el que más suda. Si
no es otra cosa, puede que necesaria, pero muy diferente: un rentista,
un accionista.
Cuando pienso en Segovia no pienso en Trajano ni en futbolistas famosos
despiezando cochinillos con el plato: pienso en camareros. Oigo con
frecuencia a los portavoces de los hosteleros, pero no sé qué piensan
los camareros. No tengo claro si al gremio de los camareros le va bien
que se llenen los comedores al 75 o al 99 por ciento. ¿Les pagan más,
les hacen fijos, son entonces más libres y más dueños de su trabajo?
Me ponen un café que me salva la vida, pero no conozco sus nombres. Y
cada vez menos. Antes no eran de mi barrio, ahora muchos ni siquiera han
nacido aquí. Menudos sobresaltos deben llevarse cuando les damos
órdenes con este áspero castellano nuestro, pero aguantan. En las
cocinas hay manos de muchos países exprimiendo nuestro zumo, sazonando
nuestro asado. Alquilan los pisos que dejan los estudiantes. En los
jardines con columpios sin amortizar de la vieja Segovia, los hijos de
la cocinera pasan las horas, despreocupados. A la hora de la siesta hay
silencio; al caer la tarde, vuelta al tajo.
Las callejuelas huelen a cordero, a orégano, a curry. Los contenedores,
a vino. Son las traseras de las cocinas, el otro lado del trampantojo
del centro histórico. Lo que no ven los turistas que, al caer la tarde,
ya arrastran los pies, el estómago y el cansancio hacia su coche.
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