jueves, 17 de agosto de 2017

Ciudad de camareros

Chico y chica están fumando un cigarrillo, sentados en la escalera del portalón. Pantalones y camisas negras a la espera de la hora de las cenas en el restaurante donde trabajan, que está a la vuelta. Unos minutos para dar una tregua al cuerpo que, disciplinado y ágil, recorre durante horas las mesas. Son muy jóvenes. Hablan de no sé quién, que trabaja ahora lejos, en un sitio de playa.
El comedor de al lado lo atienden dos camareros de mediana edad, eficientes y rápidos. Expertos en economizar movimientos y palabras. Curados de espanto de cualquier capricho de los clientes. Camareros de toda la vida, casi invisibles, que no suspiran aunque las piernas protesten y la espalda pida descanso.
Los que atienden las terrazas no son desde luego los del verano pasado, ni tampoco los del anterior. Ellos tampoco me conocen, ni lo harán: apenas cruzamos la mirada, porque están inmersos en la pantalla del móvil, donde apuntan el pedido. Es normal porque aquí, en la Plaza, repite poco la clientela, la mayoría son turistas que van y vienen, que a ratos sudan y a ratos se quedan fríos y se envuelven con lo que pillan. “¿Y así hace por aquí en agosto? Pues cualquiera viene a Segovia en enero...”. En fin, esas conversaciones.
Los clientes no repiten, los camareros no duran. La clientela protesta por los precios y los pinchos, cuando lo que tenía que exigir son camareros de larga duración y dueños al pie del cañón. El buen dueño de hostelería es el mayor pringado de todo el equipo, el que más suda. Si no es otra cosa, puede que necesaria, pero muy diferente: un rentista, un accionista.

Cuando pienso en Segovia no pienso en Trajano ni en futbolistas famosos despiezando cochinillos con el plato: pienso en camareros. Oigo con frecuencia a los portavoces de los hosteleros, pero no sé qué piensan los camareros. No tengo claro si al gremio de los camareros le va bien que se llenen los comedores al 75 o al 99 por ciento. ¿Les pagan más, les hacen fijos, son entonces más libres y más dueños de su trabajo?
Me ponen un café que me salva la vida, pero no conozco sus nombres. Y cada vez menos. Antes no eran de mi barrio, ahora muchos ni siquiera han nacido aquí. Menudos sobresaltos deben llevarse cuando les damos órdenes con este áspero castellano nuestro, pero aguantan. En las cocinas hay manos de muchos países exprimiendo nuestro zumo, sazonando nuestro asado. Alquilan los pisos que dejan los estudiantes. En los jardines con columpios sin amortizar de la vieja Segovia, los hijos de la cocinera pasan las horas, despreocupados. A la hora de la siesta hay silencio; al caer la tarde, vuelta al tajo.
Las callejuelas huelen a cordero, a orégano, a curry. Los contenedores, a vino. Son las traseras de las cocinas, el otro lado del trampantojo del centro histórico. Lo que no ven los turistas que, al caer la tarde, ya arrastran los pies, el estómago y el cansancio hacia su coche.

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