miércoles, 14 de septiembre de 2011

Hasta que sale el primer toro

La vergüenza, para los vecinos, es que los reventas y sus familias pasen la noche en los alrededores de la plaza de toros, para ser los primeros en comprar las entradas. Que pasen la noche y que hablen, que griten, que lo enguarren todo y no les dejen dormir. Para los criticados, los gitanos que se decían a la tarea, la vergüenza es que haya algunos que quieran sumarse a su negocio, “cuando nosotros llevamos cincuenta años haciendo cola”. “Nosotros” son abuelos, padres, nietos, también biznietos, chavalines de doce años que ya llevan el pelo engominado y polos de marca con los cuellos levantados.

La vergüenza, para el grupo que protesta a un lado del paseo de Zorrilla tras un cordón policial, mientras el coso va absorbiendo a la muchedumbre, es lo que va a ocurrir dentro. “Los que estáis ahí: ¿habéis pensado alguna vez que a los toros les duele? ¿habéis pensado alguna vez…?”, grita un chico por el megáfono. La mayoría ni les mira (“¿quién son esos, los indignados?”, dice una señora; “qué brasas, te ponen verde y encima hay que protegerles”, resopla un chaval). Un hombre mayor se encara con ellos y le para los pies uno de los agentes: “¿Cree usted que vale la pena? Anda, vaya a disfrutar de la corrida”.

A medida que se acerca la hora cotiza al alza el puro y el murmullo es tan fuerte que ni se oyen las protestas, ni se ve la pancarta de otro grupo que pide firmas para que los toros sean declarados bien de interés cultural. Llegan familias ultrapijas de padre y madre pijos y vástagos igualmente pijos, con chaquetas azul marino, camisas celestes y rosas, pantalones claros y mocasines. Los hombres lucen pintureros como patrones de barco, las mujeres son de tacones, rompe y rasga, y me imagino que semejantes parejas tendrán en sus dormitorios broncas con muletazos y vuelta al ruedo. También da color el famoseo local, el empresariado y los políticos, invitados a la barrera, y las pandas de niños pera, "los cayetanos", como les llaman por ahí. Pero el grueso de la marea son matrimonios de mediana edad, venidos de los barrios o de los pueblos de alrededor, para los que las fiestas de Valladolid son ese par de horas de toros.

Un veinteañero suda hablando por el móvil. “Jolín, comprar las entradas, para que luego no vengas”. Cuelga el teléfono y se queda con las manos en los bolsillos, mirando al suelo. Se acerca vacilante a un grupo de jubilados y les intenta vender las entradas. Le aconsejan que se las ofrezca a los reventas, pero al chico eso le da miedo, sólo quiere que le paguen lo que valen. “Es un pardillo”, masculla un señor.

A pocos metros, un hombre desmadejado y pinta de banderillero retirado, o tal vez sólo monosabio de reemplazo, va directo a por su entrada. Escudriña la primera que le ofrecen, como si no viera o no comprendiera bien dónde está el asiento en cuestión. Niega con la cabeza, y en un minuto le rodean media docena de reventas, que le ofrecen su mercancía. Se decide por una, y un billete de cincuenta está ya en el bolsillo del vendedor. A los cinco minutos, el hombre vuelve, alborotado, diciendo algo así como que la entrada “está chungalí”, y preguntando por el gachó que se la vendió. Nuevo remolino de tíos, sobrinos y primos y, no sé bien con qué apaño, el hombre entra por fin en la plaza, donde el primer toro acaba de salir. Los reventas dan las últimas carreras intentando colocar las entradas que les quedan para la corrida de hoy y, de paso, vender algunas también para la de mañana, que presume mejor, porque el matador de hoy defraudará. “Este –sentencia uno, que parece que sabe – es un torero aparente. Va de estrella, y ya se ha visto que no es nada… Es un torero aparente, aparente, sólo apariencia…”.

Se oye un quejido de la muchedumbre, luego silencio total en los tendidos y, por último, un aplauso que remonta, y arranca la música. Ya está todo el pescado vendido, y el “Tío”, al que acudían los reventas jóvenes y nerviosos cuando no sabían cómo resolver algo, abandona las inmediaciones de la plaza. Es elegante, como saben serlo los gitanos, con ese aire de saber lo que se tiene entre manos y preocuparles el resto del mundo un bledo. Como si fuera el único que conservara la calma mientras todos los demás giramos en un carrusel.