lunes, 31 de julio de 2023

Funcionarios que funcionan

El mismo funcionario serio que te pide que pases la yema del índice por la pantalla para renovar el carné, antes de abrir las puertas al público, riega media docena de tiestos. Muchas oficinas son fecundos invernaderos donde avanzan plácidas cintas, ficus, potos y alguna planta del dinero, que ya se sabe que trae suerte. Es un misterio, pero con frecuencia las plantas prosperan mejor al lado de los archivos definitivos que en las casas.

Habrá algún triste que critique que el funcionario dedique cinco minutos cada tres días a atender a los tiestos. Pero el que se ocupa de que la vida prospere a su alrededor, también se ocupará de ti. El estricto cumplimiento de las obligaciones se le supone -el funcionario funciona- pero en el trabajo hay muchos detalles que valen casi tanto o más que lo obligatorio. Por ejemplo, que el administrado, o paciente, o alumno, perciba que le importa su problema. Eso vale oro.

Leo que en Castilla y León uno de cada trece habitantes trabaja en la administración. Teniendo en cuenta que tenemos también un altísimo porcentaje de jubilados, cuando paseamos por la calle nos cruzamos con muchas personas que o bien trabajan o han trabajado para todos nosotros. Uno de cada cinco empleados tiene una nómina pública, y eso no significa que cuatro de cada cinco trabajemos para pagársela, como replican los tristes. Porque si no hubiera administración -autonómica, local, nacional- tendríamos que pagar de nuestro bolsillo a quien nos atendiera cuando estamos enfermos, al que enseñara a nuestros hijos, a quien potabilizara nuestra agua y recogiera nuestra basura. Y también a una enorme gestoría para que no se pagara más de lo debido, y se cumplieran todas las condiciones pactadas. No digo que no haya puestos relajados, cuyas competencias se resolverían, no en treinta y cinco, sino en quince horas; pero también hay otros muchos desbordados.

Con frecuencia los que arrean con más rabia al funcionario son los mismos que reniegan de pagar impuestos, porque se creen fuertes y eternos, como si el pobre y el débil lo fueran porque les da la gana. Lamento recordarles que los impuestos no se los inventó un comunista. A finales del XVI, Miguel de Cervantes ya recaudaba por cuenta del Tesoro público, aunque aquellos ducados no eran para pensiones, sino para financiar guerras.

Los militares juran bandera, y los funcionarios no abrazan el Estatuto de Autonomía -ni falta que hace-, pero también nos protegen de los vaivenes desconcertantes de estos tiempos. Por eso tienen un trabajo “para toda la vida”, mientras que a otros les sometemos a renovación como mucho cada cuatro años. A veces, los políticos acarician el espejismo de que, cuando alcancen el poder, pondrán todo patas arriba y harán un mundo a su medida. Y no pocas pitadas que se les ocurren acaban siendo paradas por la rectitud de un funcionario que se ciñe a la ley, al que ni siquiera saludan por el pasillo.

En estos días en los que estiramos el verano, sin saber si a la vuelta estarán donde los dejamos el país, las autonomías, y hasta Don Benito y Villanueva de la Serena, sirve de consuelo comprobar que a las ocho abre sin falta el centro de salud, la biblioteca presta libros y hasta viene el cartero con una multa. En resumen, que el equipo funciona, aun sin entrenador.

lunes, 24 de julio de 2023

Cuando fuimos mayores de edad

Cuando por fin baja el sol y abro la ventana para que entre el aire me acuerdo de la pandemia. Muchas tardes hice lo mismo, abrir la ventana y observar el césped que nadie pisaba, las lilas en marzo, las rosas en mayo, las hortensias en julio. Creo que nunca he limpiado más los cristales. Eran la puerta al mundo entero. Al oxígeno, al césped, a las urracas; también a los otros, que miraban como yo a través de sus ventanas. La estupefacción y desolación de aquellos días todavía nos quema, y hemos cerrado, no sé si en falso, aquella etapa.

Por entonces tuve bastante relación con Verónica Casado. Quiero decir yo con ella, no ella conmigo, porque nunca nos han presentado. Tengo muy presente su expresión, sus collares gigantescos, sus ojos graves y su voz nerviosa, casi siempre dando malas noticias, que eran las que tocaba dar en ese momento, para seguir vivos hoy, como si nada hubiera pasado.

En esos largos meses sin duda fue la mujer de Valladolid más conocida, en Castilla y León y posiblemente en toda la España confinada. Se fue de mala manera, leí que dolida tras comprobar lo que muchas veces es y no debería ser la política. Lo sentí, porque apreciaba mucho sus intervenciones, y confiaba en que, si ella lo pedía, sería por algo. Recuerdo que por entonces ya se vaticinaba que todos los responsables de los gobiernos de la pandemia pagarían su factura en las urnas. Venían problemas, y encima nos decían cosas que no queríamos escuchar. No nos prometían nada, ni siquiera se atrevían a aventurar cuándo acabaría todo. Y lo más increíble, colocaban sobre cada uno de los ciudadanos la responsabilidad de gobernarnos a nosotros mismos, para mantenernos con vida y no hacer daño a todos los demás.

El fin de las mascarillas no ha sido tema de campaña, quizás porque no interesaba recordar esa etapa en la que nos pusimos de acuerdo en algo. La certeza de que tu vida depende en buena parte de tus decisiones es dolorosa. Hay algunos que no lo soportan, y se anestesian en vena, rebuznando en Twitter, golpeando cacerolas o, como en los atascos, tocando la bocina, como niños con rabieta. Sin embargo, yo echo de menos cuando los políticos -poco tiempo, es verdad- nos hablaron como si fuéramos mayores de edad.

Esta mañana también abriremos las ventanas para atrapar el aire, antes de que el asfalto hierva. A diferencia de entonces, ahora podemos salir, sentarnos a la sombra de un árbol, felicitarnos o desesperarnos por lo que vendrá, que siempre es reversible, porque la democracia se encarga de ello. El otro día hice una encuesta, una sola, sobre lo que habíamos aprendido con el coronavirus. Pregunté a un taxista, porque de lo que pasa en la calle saben mucho. A parte de alguna secuela física, me dijo que ahora se sentía más fuerte. Que la pandemia no nos había hecho inmortales, sino resistentes, venga lo que venga.





lunes, 17 de julio de 2023

Mi reino por un trastero


Cual vaquero en el desierto de Arizona, en las tórridas tardes del verano solo tienes dos alternativas: o sudar en el sofá, o lanzarte de expedición al trastero, a poner orden de una vez. El trastero posee un microclima, así que no cuentes con ser el único al que se le haya ocurrido. En lontananza, se ven un par de cuartos con luz, y algún vecino, en bermudas y chanclas. No hay saludos: lo que ocurre en el trastero, se queda en el trastero. Sospechas que alguno guarda botellas de vino, porque de vez en cuando llega un olorcillo al pasillo, pero nadie te invita a echar un vistazo. El único momento en el que un trastero está en estado de revista es nada más aterrizar en la casa. Vacío, pensarás en la cantidad de cosas que cabrán ahí. No te engañes: se quedará pequeño, y pronto.

De vez en cuando sale en el periódico el caso de un vecino denunciado por acumular trastos. El síndrome de Diógenes, lo llaman, aunque el griego presumía de que acabaría sus días sin más equipaje que una capa, una alforja y un cuenco. “Nada bajo el sol dejaré”, decía. Era pobre, pero qué ligero debía andar, porque la mayoría parecemos escarabajos peloteros, arrastrando una bola gigantesca de objetos que, bien sabemos, no nos llevaremos a ninguna parte. Puede que el motivo principal de viajar sea demostrarte a ti mismo que puedes sobrevivir con lo que cabe en una maleta; incluso hay quien la pierde, y pasa tan fresco la quincena, con dos camisetas y una muda.

Cosas y cosas se acumulan en todas las casas, aunque en las de postín instalen amplios armarios blancos, y en las pobres apilen sus modestas pertenencias tras una cortina. En tiempos de los bisabuelos, en un par de baúles se guardaba todo el ajuar de una familia, y hasta cabía el manteo, que solo se usaba el día de la Virgen. En los pisos de ‘Cuéntame’ no había trasteros, y, si algo no cabía en casa, sencillamente, no se tenía. Ahora, en Valladolid proliferan los locales reconvertidos en trasteros en alquiler o compra, con vigilancia 24 horas, y, al paso que vamos, precisaremos de un almacén para apilar todos los residuos de nuestra existencia, clasificados por décadas.

Parece absurdo, pero, a la vez, hay algo que te remueve por dentro, y que te impulsa a guardar. El trastero viene a ser el purgatorio del objeto, que, antes o después, pasará de trasto a basura. Lo retienes por nostalgia hacia cosas sin valor que para ti son piezas de un museo personal y emocionante, y también intransferible, porque solo tú lo entiendes. A veces, por avaricia, por si vale algo en el futuro y te hace rico, ¿no hay un millonario al que llaman “el chatarrero”? Y, sobre todo, se guarda mucho “por si acaso”. Como Felipe, el de Mafalda, que se guarda una tuerca oxidada, diciendo: “todo sirve para algo”. Pero ella le replica: “pero nada sirve para todo".

lunes, 10 de julio de 2023

Campaña en mangas de camisa


Militar en un partido es como la ropa de entretiempo: la compras para quedar elegante y acaba apartada en el armario, porque unos días da frío y otros agobia. Es de esperar que los candidatos del 23J no tengan dudas sobre su militancia, aunque ellos también van a salir cada mañana con la americana planchada, y van a volver por la noche hechos un guiñapo. Se prevé una intensa lucha de camisas: camisas blancas, azul claro, verde militar… tanto encima como debajo del escenario. La reticencia a la camisa de manga corta hará que prolifere la camisa arremangada, como si no pudiera sospecharse que a mediados de julio vaya a hacer un calor de infarto. El polo puede encajar, con más o menos banderas según el auditorio, pero la camiseta es un riesgo que solo puede asumir uno de los cuatro partidos principales. Como siempre, las mujeres estamos exentas de la disciplina, aunque poder elegir multiplica los riesgos. Chalecos no se esperan, aunque pueden ser útiles para guardar el móvil y, en su caso, ocultar el sudor que recorrerá las espaldas. Sudores fríos, las más de las veces.

Los políticos arremangados recuerdan a las cuadrillas de gallegos que en verano venían a segar Castilla. Iban a destajo, y empezaban de noche, para tener la mies recogida antes de que el sol abrasara. Aquella era una lucha limpia, entre el cuerpo y la hoz. Ahora, los candidatos van advertidos de que ganan más por el desprecio que genere sus contrincantes, que por la ilusión que ellos mismos despierten. Cuatro años de gobierno no es broma, pero ¿quién se lee un programa? Los lemas de los cuatro partidos -Adelante, es por ti, lo que importa, es el momento- son la nada con gaseosa, porque los dos reales son “contra el sanchismo” y “contra la ultraderecha”. Como en el baloncesto, confían en encestar de rebote, porque hoy, más que partidarios, lo que abundan son los detractores. Para los equipos de campaña manejar el odio será solo una estrategia, pero la calle está irrespirable, y hay algunos que, antes de saludar, se aseguran primero de a quién votas.

Contaba Gila que él mantuvo siempre su ideología, pero que la guerra le había arrancado cualquier atisbo de militancia. Recordaba una noche en la que, perdido, se topó con unos cuantos soldados, sentados alrededor de una hoguera, y les preguntó dónde estaba el Quinto Regimiento, que era el suyo. Ellos, tranquilamente, le señalaron hacia el otro lado del camino: “Nosotros somos nacionales, tu regimiento está por allí”. Como en esos monólogos de Gila, en algún momento conviene levantar el teléfono: “¿Está el enemigo? Que se ponga”. Porque, lleve camisa, polo o camiseta, es nuestro vecino, cuñado o compañero. Incluso, nuestro amigo.

lunes, 3 de julio de 2023

Nadie canta por la calle


A finales de los setenta ya habían pasado casi diez años desde la separación de los Beatles y había punks en Londres, pero aquí las peticiones del oyente de radio iban por otro lado. Lo petaban canciones como Dos cruces, de Antonio Molina, o La novia, aquella historia de la chica que besaba al cónyuge en el altar y pensando en otro. Siempre se oía a alguna vecina por el patio, acompañando a voz en grito las cuitas de los protagonistas de estos dramas de tres minutos, alternados por otras historias más luminosas. Una vecina era de la Dúrcal y sus rancheras, y la otra de los himnos poderosos de la Jurado. Esa era la banda sonora de las primeras horas del día, con las ventanas abiertas para expulsar los malos rollos de las noches. Aquel rato era un rato divino de soledad, con el marido fuera, y con las mujeres, reinas y a la vez esclavas de su casa, canturreando con la bayeta.

Ya no oigo cantar por el patio. Puede que mi vecindario sea más soso, necesitaría datos del INE para asegurarlo. Lo cierto es que, si vas por la calle y te cruzas con un hombre cantando, arqueas la ceja de ‘a ver qué pasa’. Incluso si va silbando. Las ciudades rugen como nunca, pero nadie canta. Cantar se ha convertido en una cosa muy especializada, no algo que surge espontáneamente para acompañar la faena. Porque antes era así. Había un par de albañiles recubriendo de cemento el empedrado y uno de los dos era el mask singer de Raphael. Casi todo el mundo cantaba, con gallos o sin ellos. Solo para espantar al mal del día.

No sé cuándo comenzó a profesionalizarse tanto el asunto. Justo en estos tiempos, en los que, como decía mi padre, ya no sabe cantar ningún artista. “Menudo cantante”, era su comentario, cuando asomaban por la televisión Sabina o Bosé. Casi todos podemos recitar como ellos, pero solo nos atrevemos en la ducha, cuando hay otro ruido que nos encubre. Es raro que alguien oiga la grabación de su voz y no se espeluzne, como de las fotos, en las que todos nos vemos fatal. Quizás lo que los indios temían no era que las fotografías les robaran su espíritu, sino someterse al juicio ajeno, sobre todo cuando tienes el peor juez en ti mismo.

Hace poco fui a escuchar a un coro, un milagro que logra que cincuenta personas normales, vestidas con una simple camiseta negra, creen música emocionante. El director aseguró que es el miedo el que deja mudas las gargantas, que todos sabemos cantar, pero lo abandonamos antes de tiempo. Pensé que me hablaba a mí, porque, desde que una monja me echó del coro escolar, no canto ni el cumpleaños feliz. Qué cosa más inútil es la vergüenza.