lunes, 3 de julio de 2023

Nadie canta por la calle


A finales de los setenta ya habían pasado casi diez años desde la separación de los Beatles y había punks en Londres, pero aquí las peticiones del oyente de radio iban por otro lado. Lo petaban canciones como Dos cruces, de Antonio Molina, o La novia, aquella historia de la chica que besaba al cónyuge en el altar y pensando en otro. Siempre se oía a alguna vecina por el patio, acompañando a voz en grito las cuitas de los protagonistas de estos dramas de tres minutos, alternados por otras historias más luminosas. Una vecina era de la Dúrcal y sus rancheras, y la otra de los himnos poderosos de la Jurado. Esa era la banda sonora de las primeras horas del día, con las ventanas abiertas para expulsar los malos rollos de las noches. Aquel rato era un rato divino de soledad, con el marido fuera, y con las mujeres, reinas y a la vez esclavas de su casa, canturreando con la bayeta.

Ya no oigo cantar por el patio. Puede que mi vecindario sea más soso, necesitaría datos del INE para asegurarlo. Lo cierto es que, si vas por la calle y te cruzas con un hombre cantando, arqueas la ceja de ‘a ver qué pasa’. Incluso si va silbando. Las ciudades rugen como nunca, pero nadie canta. Cantar se ha convertido en una cosa muy especializada, no algo que surge espontáneamente para acompañar la faena. Porque antes era así. Había un par de albañiles recubriendo de cemento el empedrado y uno de los dos era el mask singer de Raphael. Casi todo el mundo cantaba, con gallos o sin ellos. Solo para espantar al mal del día.

No sé cuándo comenzó a profesionalizarse tanto el asunto. Justo en estos tiempos, en los que, como decía mi padre, ya no sabe cantar ningún artista. “Menudo cantante”, era su comentario, cuando asomaban por la televisión Sabina o Bosé. Casi todos podemos recitar como ellos, pero solo nos atrevemos en la ducha, cuando hay otro ruido que nos encubre. Es raro que alguien oiga la grabación de su voz y no se espeluzne, como de las fotos, en las que todos nos vemos fatal. Quizás lo que los indios temían no era que las fotografías les robaran su espíritu, sino someterse al juicio ajeno, sobre todo cuando tienes el peor juez en ti mismo.

Hace poco fui a escuchar a un coro, un milagro que logra que cincuenta personas normales, vestidas con una simple camiseta negra, creen música emocionante. El director aseguró que es el miedo el que deja mudas las gargantas, que todos sabemos cantar, pero lo abandonamos antes de tiempo. Pensé que me hablaba a mí, porque, desde que una monja me echó del coro escolar, no canto ni el cumpleaños feliz. Qué cosa más inútil es la vergüenza.

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