El otro día mil y pico ovejas atravesaban, a pata, Valladolid. Derecho tenían porque la Cañada Real se llama así por algo, aunque la patente no está muy actualizada, y tuvo que ir la policía a protegerlas de los coches, que son los colonos de su antiguo territorio. Ellas pasaron muy ufanas, sabedoras de que la ley les protege… mientras no se les cruce un todoterreno.
Conozco la sensación de la oveja, porque soy peatona. Esa
sensación de estar con mi atajo de compañeras, esperando mansas que un coche
pase apurando el parpadeo naranja, para lanzarnos como locas al otro lado del
paseo Zorrilla. El tiempo del peatón en verde es breve, y las compañeras más
mayores a veces se quedan en la mediana, a verlas venir. Digo compañeras porque
dos de cada tres, o más, de las que andamos por ahí somos mujeres. Como en el
autobús. Buena parte de los hombres, en cuanto superan los veinte años y hasta
pasados los setenta, se ve que son reacios a lo de someterse a la espera de la
parada y a compartir el espacio con la mujeres y niños, como en los botes de
salvamento.
La mayor parte de los peatones ocupamos con modestia el
espacio público, que es el de todos. Cruzamos con cuidado, porque, aunque
seamos mayoría, la lucha contra el tráfico es desigual, y un solo coche puede
arrasar a nuestra manada. Y a más años, más modestia. Con 1000 metros a la
redonda de casa, si la acera está despejada de la invasión de terrazas, tienes
suficiente.
Pero esas son las cosas de los barrios, que no hacen tanto
ruido. Porque el 90 por ciento del debate público sobre movilidad se concentra
solo en una parte, el centro. El otro día escuché al alcalde que había que
respetar a todos, que cada uno se mueva como quiera. Suena bien, aunque no sé
en qué lugar quedamos las ovejas sin motorizar, que igual no podemos elegir
movernos de otra forma. Los que quieren patente de corso, dicen que sin coche
la gente no compra en el centro. Pero también cierran tiendas en los centros
comerciales. Y aunque internet es el enemigo de todos, Amazon replica que vende
menos.
Los hábitos y los tiempos cambian, y hasta los más
empecinados en meter el coche hasta el atrio de La Antigua saben que es así.
Por eso se concentran en ganar una pequeña batalla, eliminar carriles bici.
Igual alguno no está bien puesto, no soy experta, pero sorprende que los
ciclistas se hayan convertido en la presa a batir. En los cincuenta, para dejar
sitio a los coches, tiraron un par de iglesias y teatros. No creo que ahora
lleguen a tanto. Puede haber atorrantes que reivindiquen la libertad de su tubo
de escape, pero, aunque ruidosos, son muy pocos.
Al final, de lo que se trata es de que el centro no sea un
cascarón vacío, que es el mayor peligro. No es solo cosa de Valladolid, que va
salvando los bártulos, porque todavía queda bastante vivienda real, y no solo
pisos turísticos y locales alquilados a precios locos, muchísimo más altos que
los salarios de los que en ellos trabajan. El peligro es que los vallisoletanos
sientan que nada se les ha perdido por el centro, y se replieguen a los barrios
donde tuvieron que trasladarse para poder pagar su casa. Ir o no en coche da
igual si no tienes ninguna razón para ir. Por eso hoy no pienso, como pensaba
hace años, que la Plaza Mayor solo esté bonita cuando está monda y lironda, en
todo su esplendor arquitectónico, pero básicamente vacía. Me gusta que esté
ocupada, sea con los andamios para ver procesiones, casetas de ferias, el
tiovivo navideño, conciertos de músicas varias y hasta el mastodonte del pádel.
Que cada cual se sirva lo que quiera, que para eso el coso es de todos los
pucelanos. En la plaza cabemos muchos, miles. En coche apenas un centenar.
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