lunes, 30 de abril de 2018

El zurrón de las emergencias


Gilbert Legrand. Mayo 2017, Segovia
Es normal empezar leyendo la Cenicienta y sus teorías sobre príncipes que encuentran estrellas apartando el hollín que las recubre. Pero con los años compruebas que el cuento que encierra las claves de la existencia es el del hijo llamado el tonto. Un título políticamente incorrecto que narraba la historia de un pobre chaval por el que nadie daba un duro, empezando por su padre, que ni siquiera le prestó un caballo para que fuera a cortejar a la princesa porque pensaba que no tenía ninguna posibilidad. Pero al final fue el torpe (no sabemos si guapo o feo, Andersen no da detalles al respecto) el que se la ligó, dejando pasmados a sus dos hermanos listos. El pequeño no se sabía como ellos la enciclopedia latina ni las leyes gremiales, pero era curioso, y en el trayecto fue agarrando cada cosa que encontraba: que si un pájaro muerto, que si un zueco viejo, que si un puñado de barro... Ese botín estrafalario le permitió responder a las desconcertantes preguntas de la princesa, cosa que sus hermanos, envarados por el aburrimiento y el protocolo, no lograron.

Digo que la vida se parece más a la del hijo tonto porque avanza tal que así, de forma imprevista. Es de lo más corriente que en vez de viajar sobre el caballo planeado te toque apañarte con una cabra, y aún así, el camino va a tener su interés, e incluso puede que venzas alguna batalla, aunque no emparientes con la aristocracia, que a la postre tanto da.

Las lecciones del hijo tonto no son que hay que ser lo más tonto posible y dilapidar tu tiempo en la sala de apuestas, no. La primera es la imprevisibilidad de la existencia, y la resistencia como mejor arma para afrontarla; la segunda, que conviene tener en el zurrón un poco de todo, porque nunca se sabe qué necesitarás. Sí, está bien llevar estudios, todos los que sean posibles; dinero y contactos, claro, ojalá estuvieran repartidos y no por vía hereditaria; pero sobre todo hay que contar con la mente despejada del buen aprendiz.

Pues si era así en tiempos de Andersen, en los que el hijo del herrero era herrero y ventero si el padre ponía vinos, ahora que todo cambia tan rápido lo es aún más. Resultan ya pintorescas esas reuniones de empresarios hablando desde hace quince años de lo necesaria que es la digitalización, cuando la realidad nos pasó a todos ya por encima. Se quejan de que los jóvenes que salen de las universidades no reciben la formación que necesitan para enderezar sus negocios, cuando el principal problema es que Castilla no es Silicon Valley, y que muchos de ellos prefieren esperar a que escampe sin moverse demasiado, a ver si llega un ‘pitoniso’ que les permita ganar dinero haciendo lo mismo que sus abuelos.

Al final no se trata de tener un especialista para “estoquehoynofunciona”, sino de un equipo capaz de resolver “hoyesestoymañanalootro”. El sistema educativo no puede preparar a la persona idónea para solucionar un único problema que surgirá dentro de 15 días, pero muy bien puede -y lo hace- formar a quienes comprendan cómo solucionar problemas, sea en 2022 y hasta en 2042. Se trata de números, de palabras, de ideas: eso no cambia tanto ni precisa de quinientas asignaturas específicas y módulos peregrinos y seguramente pasajeros de emprendimiento y liderazgo. Por eso las empresas, el mercado, con su voracidad y urgencia, tienen que entrometerse lo menos posible en ese invernadero de plantitas que es el aprendizaje, dejarle que se nutra y avance a su ritmo, para que las mentes de los alumnos salgan lo más despejadas posibles. Porque el camino es muy largo y azaroso, a veces serán reyes y las más vasallos, y es seguro que van a necesitar preparar un zurrón con herramientas de todo tipo, incluso la osadía de inventar algunas nuevas.




domingo, 22 de abril de 2018

La prueba de Gombrich

Cuando E.H. Gombrich terminó los estudios de doctorado, confirmó que no podía ganarse la vida. Ya contaba con ello, porque en los años treinta en Viena había mucho paro, y más, cómo no, en profesiones intelectuales. Después de recorrer sin éxito otros caminos, alguien le ofreció traducir del inglés una historia del mundo para niños. El libro original le pareció tan horrendo que decidió escribirlo él mismo, con ayuda de una buena enciclopedia que tenía en casa. Y lo hizo, a capítulo por día, cuajando un divertido libro que pueden leer los adolescentes, y también los que no lo somos. Gombrich después se convirtió en uno de los más famosos historiadores de arte del mundo, pero siempre fue fiel al espíritu con el que escribió aquel primer y modesto libro: “todo puede expresarse en un lenguaje sencillo que un niño pueda entender”.

Pues bien, en esa historia que Ernesto escribió de una atacada, se recoge la anécdota de un viejo monje budista. El sabio se pregunta por qué todo el mundo está de acuerdo en que es ridículo y penoso que alguien diga de sí mismo: “Soy la persona más lista, más fuerte, más valiente y más dotada del mundo”, pero que, si en vez de decir “soy” dice “somos” y afirma que “nosotros” somos las personas más listas, más fuertes, más valientes y mejor dotadas del mundo, se le aplaude con entusiasmo en su patria y se le llama patriota. “Se puede sentir mucho apego por la patria sin necesidad de afirmar que en el resto del mundo solo vive una chusma inferior”, decía Gombrich.

Él sabía de los monstruos que despertaba exaltar esos sentimientos de orgullo y a la vez de desprecio al resto: observaba con preocupación en esos días el despegue de Hitler. Gombrich, de ascendencia judía, dejó su tierra natal y marchó a Londres antes de que los nazis ocuparan el poder.

Más allá de totalitarismos horrendos, el “nosotros” somos los mejores, y todos nuestras desdichas son culpa de los “otros”, es una cantinela que nunca deja de estar de moda. Porque a lo mejor no hablamos de patria, pero sí de provincia, de pueblo, de ciudad, de partido político, de profesiones, de mujeres y hombres, de jóvenes y mayores, y hasta de colegios, peñas y equipos de fútbol. La ideología por delante de las ideas. Las firmas y los lazos para demostrar que somos buenos ciudadanos, en lugar de directamente serlo, en nuestros actos cotidianos.

Nunca se ha hablado más que ahora de que uno tiene que estar orgulloso de lo que es: orgulloso de ser de un lugar, de tu trabajo, de ser madre, de ser joven o de ser viejo; hasta algunos dicen que están orgullosos de los errores que han cometido y que no cambiarían una coma de su ejemplar existencia. Yo no acabo de entender por qué tengo que estar más orgullosa de ser castellana que de Murcia, de ser mujer y no hombre, o de haber elegido el periodismo en vez de otra carrera, aún sabiendo de antemano que el trabajo iba a escasear. ¿De verdad soy mucho más maja por ser segoviana que una que nació en Valladolid? Sí, claro que suena estúpido, como le advertía aquel monje a Gombrich. Orgullo de vivir en este mundo, y tener consciencia de ello, como cualquier ser humano, eso sí que tengo. Lo demás, paparruchas. Nada íntimo e importante necesita campañas y voceros; no hay pueblos elegidos porque todos estamos perdidos por igual en esta confusión. Gombrich, que amaba el arte por encima de todas las cosas, se negaba a escribir con mayúscula la palabra, “porque arte con mayúscula tiene por esencia ser un fantasma y un ídolo”. Sí, mejor vivir en un mundo de minúsculas. Si acaso conservemos las del nombre de cada cual, sin cargo ni nada.


*Sobre la vida de Gombrich: Lo que nos cuentan las imágenes, conversación con el periodista deDidier Eribon. Publicado en Elba.