sábado, 6 de enero de 2018

Una luz pequeña

El otro día estuve buscando la Navidad por la Calle Real. Escuché a un turista hablando por el móvil: "Yo estoy en la plaza de la bola azul. ¿Tú subes desde la plaza de la bola roja?". Una bola, un triángulo o un cubo bien gordo e iluminado está de moda, y no sólo en Segovia. La Navidad se ha convertido en la época con más vatios del año, e incluso hay ventanas cubiertas por ristras de bombillas espasmódicas, tan encantadoras que los mismos que las ponen bajan la persiana para no verlas.
Sigo sin asumir la desaparición del patio de Artes Gráficas. Me dan tentaciones de derribar la puerta cerrada para entrar en ese patio vegetal y silencioso, iluminado por el ventanuco repleto de figuritas, cajas de pinturas y espumillón. Se acabó para siempre, como los tiempos en los que los Reyes Magos de la Posguerra traían a los niños una naranja.
No veo la gracia a este homenaje al señor Iberdrola en que se han convertido las calles. Y nada más lejos de la iconografía navideña: solo en la oscuridad se puede apreciar la luz; solo comprendiendo la escasez, la desolación y la necesidad, anelar la abundancia no es vulgar acumulación. Las grandes historias de la Navidad recogen este mensaje. Desde el pequeño y desvalido Tim Cratchit de Cuento de Navidad, pasando por el abnegado George Bailey, que reniega de su hermosa vida en Qué bello es vivir, el Chencho perdido por Pepe Isbert en La Gran Familia, y culminando, por supuesto, en el niño de Belén, nacido en un pesebre entre pajas. Estos relatos no terminan con una lluvia de millones y una traca de fuegos artificiales. Sabes que seguirán con sus vidas cargadas de problemas, pero acariciadas por una nueva esperanza. Una pequeña luz que da sentido al resto.
Los padecimientos del pasado no son los de hoy, pero sufrimos igual. Dice un amigo que solo hay dos circunstancias en las que el ser humano no se siente vacío, y que para nada son deseables: cuando hay hambre y cuando hay guerra. Yo creo que hay una tercera, que es el estado alienígena: rodeado de luces, música a todo meter y abrazado a una botella. Así no se siente el vacío, al menos hasta la mañana siguiente.
La despistada y fulgurante decoración de las ciudades va paralela a esa Navidad blandita en la que los pobres, los huérfanos y el sufrimiento están al otro lado de la frontera. Pero qué va, que va, esa mentira es más gorda que el cuento del cascanueces que se transformó en un príncipe. Todo lo malo y todo lo bueno amanece cada día aquí, con nosotros. Y que los niños sepan que tampoco es verdad que los Reyes Magos son los padres: no conozco ningún adulto que no se acune cada noche con la mágica esperanza de que mañana las cosas vayan un poco mejor.


La estrella de los Reyes Magos. Rembrandt.