miércoles, 2 de febrero de 2011

Palomas sin oficio

El día 5 de junio de 1901, a las 5 de la mañana, con cielos despejados, 22 palomas mensajeras fueron soltadas en Valladolid con destino a su lugar de origen, Barcelona. Un día después, a las 6:52 minutos, llegó la primera paloma a la capital catalana, y en las siguientes horas le siguieron diez más; un buen balance, puesto que el temporal había acompañado a las aves en su viaje desde que atravesaban los cielos de Soria. Hoy, al lado de una de las puertas de entrada al Campo Grande, el palomar del Club Colombófilo de Castilla sigue habitado. Algunas vecinas se asoman al balconcillo, mueven a un lado y a otro la cabeza y miran, con sus ojos de alfiler, a todas partes y a ninguna. De pronto hay un ruido dentro, se alborotan y las que estaban fuera se meten dentro, y las que estaban dentro salen fuera.

Son palomas sin pedigrí, sin oficio ni beneficio conocido, palomas que están en este palacete colombófilo como podrían estar buscando cobijo entre las piedras del puente Mayor, en los aleros de cualquier campanario o amargando la colada tendida en un patio de vecinos. Pasó el día de la Paz, y ya ni siquiera se cuenta con ellas para hacer sueltas simbólicas, porque como los conejos, que son plaga en el barrio de Parquesol, se reproducen sin consultar a nadie, no visitan al veterinario y cagan indisciplinadamente. Si será la cosa que hace apenas un año hasta el Ejército degradó, tras muchos años en situación de reserva, al escuadrón palomero, que ya no tiene competencia alguna en materia de transmisiones. Ellas, que fueron mensajeras sin sueldo en la guerra de las Galias, en el desembarco de Normandía y hasta en la guerra de Irak. Hoy, si salen en el periódico no es por recibir medallas militares, sino porque a una bandada le dio por ir a picotear un maizal cercano a Villanubla y hacía peligrar la seguridad de los aviones, o porque hay una cuadrilla de control de plagas atrapando varios centenares para exiliarlos a algún palomar industrial.

Ahora que los días crecen, las tardes de los martes y de los sábados un grupo de aficionados sueltan a sus palomos en celo para que compitan por los favores de una única hembra. Esos palomos de Valladolid, bautizados, federados y adiestrados con tesón, si te descuidas arrancan el vuelo y se van de golfería, uniéndose a cualquier panda de bravías vulgares. A los tres o cuatro días los pródigos regresan a su palomar, hechos una pena, con infecciones y hambre, porque estas palomas selectas no saben buscarse la comida por sí mismas.

Las callejeras saben latín. Hay pan duro de sobra, en el Valladolid Norte y en el Valladolid Sur. Si el viento viene frío pueden acurrucarse en las casas viejas abandonadas o en las urbanizaciones todavía no habitadas que se reparten por toda la ciudad. Lo único que les motiva es comerse hasta la última miga, y viven entregadas a sus placeres, ajenas a la vanidad y al reconocimiento. Sólo valoran su libertad de acción, aunque eso signifique dejar atrás algún dedo de sus patas.

No sabemos si debemos mandar al trastero a la limpísima paloma con la ramita de olivo en el pico, y de paso también al palomar de barro que ha servido de regalo para los invitados a tantas bodas de la Tierra de Campos. Y lo peor es que no sabemos si alentar a los niños cuando la naturaleza ordena a su mano que alimenten a las palomas, o bien tratar de impedírselo. “Cariño, queremos que las palomitas se mueran”. Poco pedagógico. Mejor: “Vale, dales gusanitos, pero diles que se esmeren en el control de la natalidad”.