lunes, 31 de mayo de 2010

Miles de modestas libretas de ahorro

La primera libreta de ahorro que tuve era de color verde musgo, y tenía impresa una hucha dorada con forma de Acueducto. Recuerdo sólo dos imposiciones: la de apertura, y otra de 6.000 pesetas, que llegaron con la Comunión. “Son las tal y tal, en el carillón del reloj de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Segovia”, escuchabas en EAJ64, en medio de las peticiones del oyente. Y así crecimos, convencidos de que era tarea piadosa juntar pesetas en esas huchas color ámbar que repartía la caja, y que además el reloj de su sede central marcaba el tiempo de todos los segovianos.

Luego llegó la libreta granate, los chachicajeros, las tarjetas, las baterías de cocina para incentivar los plazos fijos, las promociones de viviendas y, en fin, todo lo demás. Pero yo me he resistido a abandonar a mi Caja. En los años que llevo en Valladolid, siempre he encontrado reconfortante acercarme a la sucursal de Duque de la Victoria, a la vuelta de la Plaza Mayor, aguardar la cola preguntándome si los otros clientes serían como yo segovianos fuera de órbita, y entretenerme mirando folletos con fotos evocadoras de la tierra. Sólo por sacar la tarjeta con el acueducto o la catedral y observar a las cajeras del súper mirándote una milésima de segundo más de lo normal por tan chauvinista credencial me ha merecido la pena seguir en mi Caja. Bueno, y también porque sus empleados siempre me han parecido bastante majetes.

Todo el proceso de las fusiones de las cajas ha resultado bastante irritante, porque es imposible leer las informaciones que citan a Segovia como si nada tuvieran que ver contigo. ¿Es mejor o peor esta última carta, la del oso verde de Madrid, que “H” y “B”? Me faltan datos para averiguarlo y, vistos los bandazos de los últimos meses, me pregunto si alguien puede responder a esa pregunta con precisión, aunque se agradecería que al menos lo intentaran.

Yo, si fuera Herrera o López, también me enfadaría si la gente de mi partido, la gente que he querido o más bien permitido que lo represente en los consejos de las cajas, me ignora. No sé si son cacicadas y si les han prometido a estos díscolos un palco bien ventilado en el hipódromo de la Zarzuela: son los partidos los que tienen que resolver sus incongruencias. A mí, si fuera Herrera o López, lo que de verdad me preocuparía es que la mayor parte de los ciudadanos de Segovia –y de Ávila, y de otras provincias que no han tenido la oportunidad de quebrar las reglas– no logren creerse que lo que sea mejor para Castilla y León, o más bien lo que creen mejor los responsables de los principales partidos de la región, pueda ser lo mejor para ellos. Eso sí que me quitaría el sueño: que en este proceso se haya desgastado más el ya delgadísimo sentimiento regional y que a miles de ciudadanos con modestas libreta de ahorro hayan sentido ganas de meter su dinero debajo del colchón.


viernes, 21 de mayo de 2010

Cambio vallisoletanos por japoneses

Hace unas semanas han instalado en la calle de Santiago, arteria peatonal de la ciudad, una caseta en la que se muestra una maqueta y varias imágenes de lo que quiere ser “Talleres del Pinar”, un proyecto muy ambicioso que el Ayuntamiento tiene para el Pinar de Antequera. Explicar a los segovianos que ese pinar, al sur de la capital, precisamente por donde más ha crecido la ciudad (el Paseo Zorrilla va ya por los trescientos y pico números), es un lugar clásico de esparcimiento para los vallisoletanos; algo así como la Fuencisla o el Parral para los de Segovia.

Lo primero que van a inaugurar, dentro de unos días, es un parque de aventuras para niños. Pero el tema va mucho más allá, de hecho se ha presentado como “el primer parque de industrias culturales de Europa”. En la maqueta que se muestra hay espacio para esas industrias, salas de exposiciones, anfiteatro e incluso una especie de vivero para artistas en ciernes, con apartamentos incluidos. Pero no es el proyecto en sí lo que me ha llamado la atención, sino los paneles, en los que se imagina cómo será el día a día concluido este espacio ideal de creación. En esta simulación, todos los que aparecen son japoneses. Supongo que a los arquitectos que han diseñado el tema les parecía que quedaba más futurista un Hiro Yamamoto cualquiera que un Pepe Pérez, pero a mí me ha parecido una idea a considerar: mandar 30.000 vallisoletanos, más o menos el 10 por ciento de la población, a Japón, e importar otros tantos nipones. Eso sí que sería creatividad.

Pero ahí no acaba la cosa. Voy al centro cívico, que también es municipal, y, en lugar de bodegones y macramés, me encuentro con caligrafía japonesa por todas las paredes. Como no creo en las coincidencias, me inclino por la teoría conspirativa. La invasión se acerca, lo que no sé es si cuajará antes o después de las próximas elecciones. Y lo peor de todo es que tendremos que aprender de una vez a comer con palillos.



jueves, 20 de mayo de 2010

Cita en el Lucense

Si alguien viene de fuera y quiere saber qué se puede hacer en Valladolid en sólo un vistazo, basta con que se acerque al Lucense. El Lucense era un restaurante clásico en la ciudad, que ocupaba una esquina privilegiada del Paseo Zorrilla, justo enfrente de la Plaza de Toros. Hotel también, en las habitaciones de los pisos de arriba se alojaban los toreros que venían a las ferias, y en sus mesas se citaba la afición taurina de la ciudad. Tenía una barra mínima, básicamente destinada al servicio, y para acceder al comedor había que cruzar unas cortinas pesadas y tupidas. Yo comí un par de veces en el Lucense, atendido por camareros incrustados en el paisaje del establecimiento, camareros que sólo repartían la carta en casos de extrema necesidad, porque consideraban parte de su trabajo averiguar qué había que poner en la mesa de cada cliente para que se fuera satisfecho.

Un día cerró y entonces comenzaron las especulaciones sobre el uso de esa golosa esquina, para la que alguien propuso un edificio de ocho alturas, posibilidad que por entonces fue rechazada. Y ahí se quedó el Lucense, un bello esqueleto cada vez más maltrecho, apuntalado desde hace tiempo por unas cuantas vigas. Tampoco diría yo que está abandonado, porque se ha convertido en la agenda más precisa de los conciertos, conferencias, exposiciones y demás inventos que se programan cada semana en Valladolid. El Lucense, con traje de carteles, sigue siendo útil.


martes, 18 de mayo de 2010

Valladolid F.C.

Me regañan los de Valladolid porque no me solidarizo con el Pucela. He de decir que en las últimas semanas a pesar de mi naturaleza antideportiva me emocionó que algunos vecinos colgaran de sus ventanas la bandera blanquivioleta, en lugar de la colada. La llegada de Clemente, -no de Silvia, sino del de Bilbao- encendió las esperanzas, cuando ya la cosa iba en caída libre. Aunque no conozco ni un solo nombre de la plantilla, comprendí que poco había que hacer cuando, la semana pasada, escuché por la radio a los aficionados, admitiendo que “sólo los fallos de los otros pueden librarnos del descenso”. Cuando tu única carta es que el otro pierda, la suerte está echada.

Lo siento por los aficionados, porque seguro que viendo partidos de Segunda se pasa todavía más frío en el estadio Zorrilla, y además las gradas estarán más vacías. Lo siento porque hay muchos millones de forofos que sólo saben situar en el mapa las ciudades que tienen algún equipo reconocido, con lo cual Castilla y León queda condenada, un año más, a ser un gigantesco solar. Bueno, al menos el Quesos Entrepinares ganó en Segovia la copa del Rey, pero de rugby, salvo que juegan con una pelota con forma de melón, todavía tengo menos conocimientos que de fútbol.

viernes, 14 de mayo de 2010

Un tipo normal

Pongamos que, como Camps, un ciudadano normal se siente como Juan Sin Miedo. Es decir, como un tipo que sólo tiene miedo de su propia sombra. Al fin y al cabo, la sombra de una persona honrada no puede ser más desasosegante que de la de cualquier político, sea honrado o de los otros. Vino el otoño pasado, pintado de crisis y de gripe A, y el tipo normal se preparó para sortear el tema, aunque los tiros se escuchaban lejanos. Después le dijeron que en su país se habían hecho mucho peor las cosas, y comenzó a sentirse culpable, porque tenía una hipoteca y pagaba de vez en cuando con visa. Más tarde aseguraron que la cosa no remontaba porque Europa no era competitiva, y nuestro amigo comprendió que definitivamente era responsable de todo lo que ocurría, porque la razón de la crisis no estaba en los bonos basura americanos de los que hablaba Leopoldo Abadía, sino en la vida corriente y moliente que todos llevaban, con sus médicos de cabecera, sus coberturas de desempleo y sus pensiones de viudedad.

En cierto sentido, fue un alivio que por fin el presidente del Gobierno hablara y encomendara la penitencia: esto y lo otro. Ahora ya sabía qué hacer. En realidad ya lo estaba haciendo, porque desde hace algunos meses le da pudor pagar a plazos o hacer compras grandes. Sale a la calle, compra el periódico, echa la Primitiva. En la cola del supermercado, observa la compra de los que van delante, una pareja joven con un niño. Llevan cuatro botellas enormes de refresco, arroz, pasta, pan de molde, un pollo, tomate frito, una malla de naranjas, yogures, doce latas de cerveza y pañales. En el último momento, la mujer agarra un par de velas con olor a canela, un capricho que cuela entre la comida. El tipo se pregunta si la pareja tendrá trabajo, se pregunta si, cuando crezca, ese niño vivirá mejor que sus padres.

Aturdido, nuestro tipo normal embolsa su compra, y repara en el cliente que le sigue, un señor muy mayor que lleva pan, sopa de sobre, dos latas de comida para gatos y seis bolsas de perritos calientes. “Le faltan 36 salchichas para rellenar los perritos”, le comenta, sonriente, el cajero. “No, no, si los bollos son para los pájaros, es que les gustan más que el pan”, responde el señor, que se va caminando muy despacio, apoyado en el paraguas. Y el tipo normal sale detrás, observando la cojera del anciano de la tribu que conoció los tiempos en los que había hambre y no crisis. Y el tipo normal acelera el paso, respira fuerte y vuelve a sentir sólo miedo de su sombra, de su sombra normal, de la de todos los días.


lunes, 10 de mayo de 2010

La Vera Cruz, al tacto

Estuve buscando algo segoviano en las casetas de la Feria del Libro, que cerró este domingo. Lo que más me llamó la atención fueron una par de láminas de un libro que tenían en la caseta de la ONCE, con el fin de acercar a los videntes la lectura en braille. Una mostraba la Vera Cruz y otra, el castillo de Coca. He conocido a grandes lectores ciegos, aunque normalmente prefieran los audio-libros al tacto, entre otras cosas porque una novela en braille ocupa varios volúmenes. A muchos les encanta pasear por el laberinto de ruidos que mece la ciudad. Tienen sus zonas favoritas, sienten el calor del sol o la sombra de los árboles, el frescor por la cercanía del río o el barullo de voces de clientes que aguardan turno en un mercado. Es importante que estos vecinos tengan su espacio en la Feria del Libro: las palabras son siempre valiosas, pero aún más para ellos.

sábado, 1 de mayo de 2010

Los regalos de las madres

Hablaba el otro día por teléfono con una señora mayor que vivía en un pueblo berciano muy pequeño, a pocos kilómetros de Galicia. Como ocurre a veces, una conversación trivial derivó en lo imprescindible: la vida, el trabajo, los hijos. Ella había tenido dos, dos buenos chicos que con nueve años marcharon a estudiar a un internado. Los primeros cursos regresaban al pueblo en Navidades y en las vacaciones de verano; los últimos años, hasta los 18, sólo en verano. Hoy trabajan y viven, junto a sus seis nietos, en ciudades de Galicia y Cataluña. Ninguna palabra de reproche a la lejanía de sus vástagos; al contrario, la mujer estaba agradecida “a los frailes que les sacaron para adelante”, aunque eso significara necesariamente sacarles también de su casa y de sus caricias.

Recordaba esta mujer que, cuando podía, metía en una caja lo que recogía en el huerto, o un pollo, o embutidos de la matanza que cada año abastecía la despensa, junto a unas ampollas de vitaminas “que me costaban 300 pesetas”, y mandaba el paquete al internado, para sus hijos. Eso me contaba, y también que ella lo único que esperaba es seguir como estaba, “ir tirando tranquilina” y que si un día pasaba por allí fuera a probar sus empanadillas, que le salían muy ricas. Al final, se disculpaba, “porque ya dice mi marido que hablo mucho y aburro, pero es que paso mucho tiempo sola y cuando puedo, parloteo”.

Me quedé pensando en ese paquete, envuelto en papel de estraza y atado con un cordón bien tieso, y deseé que muchas veces hubiera sido abierto por las manos de sus hijos. Un paquete que a veces olía a embutido y otras a manzanas de reineta, repleto de puñados de castañas y caramelos. Me pregunté si las vitaminas habrían logrado fortalecerles frente a frío y los interminables catarros. Y si a través del correo su madre conseguiría enviarles también un par de ángeles, que batieran las alas sobre sus frentes, en los episodios de fiebre superados en solitario.

Yo creo que la labor de las madres es esa, pelear con infinitos miedos y preparar infinitos paquetes rebosantes de remedios que curen o procuren ahuyentar todos los males que rondan a los hijos. Paquetes con cosas insignificantes que de pronto cobran una gran importancia, porque provienen del amor. Con el amor a los hijos, crece a la vez una fe poderosa, porque necesitas creer que podrás seguir enviándoles esos regalos por toda la eternidad, estén donde estén.


PD. Incluyo una canción obvia, pero muy bonita. La madre de Urrutia debió quedarse la mar de satisfecha con este regalo.