miércoles, 24 de agosto de 2011

La lagartija segoviana

Ahora que he vuelto al trabajo y está nublado no echo de menos los pináculos góticos de la Catedral, sino los muros de piedra con lagartija. Respeto a las lagartijas tanto como atizo sin misericordia a moscas y mosquitos, a pesar de ser todos ellos seres vivos del mismo planeta. La lagartija es vecina del casco viejo de Segovia, de calles sin portales ni numeración, de esas travesías humildes y silenciosas que desprecian perros cagones y gentes meonas. Constato que la especie se da bien en la calle de la Rosa, en el callejón de Hércules y, en general, en todo el muro que rodea la huerta de las Dominicas, y también gusta de los bloques de granito que sujetan los atrios románicos. Por su cercanía a las iglesias podríamos decir que es un reptil de tipo espiritual, aunque donde reflexiona a gusto es afuera de los templos, tendido al sol, como un yogui rendido a la belleza del mundo. Pero no es la lagartija superlativa, al contrario, le interesa la vida y acoge cada pequeña novedad con excitación. Tan curiosa es que cuando pasa un gigante humano el temor a ser aplastada es inferior al deseo de vigilarle, y aun huyendo al primer hueco disponible, en la oscuridad sigue asomando su cabeza de almendra para no perder comba.

Como casi no quedan niños en el centro, podría pensarse que la población de lagartijas vive hoy una etapa feliz, aunque no existe ninguna estadística que lo demuestre. Lo cierto es que es un bicho bastante feo que se ha adaptado a vivir la vida como viene, y cuando pierde la cola en vez de lamentarse de su sauria existencia logra que le crezca una nueva, tal vez no tan bonita, pero sí muy útil. Prueba de su adaptabilidad es que hay una muy astuta que vive en el cajero de San Facundo –en tiempos de Caja Segovia y hoy de Bankia–, y que entra y sale por debajo del portón sin que se entere de nada el señor Rato.

Me gustaría saber a qué familia pertenece la lagartija segoviana, pero la prosa faunística me confunde. Por lo que leo, podría ser una lagartija ibérica, o tal vez roquera, o puede que colirroja. Como no se está quieta, es difícil diferenciar si mide 180 milímetros o se aproxima a los 230, si sus escamas son acaso, normalmente o a veces pardogrises, aceitunadas, pajizas o más bien claroscuras. Pone también en los libros que puede vivir hasta cinco años. Ahora entiendo por qué una lagartija me miraba el otro día tan fijamente: mi cara le sonaba de algo.

jueves, 18 de agosto de 2011

Elogio del andrajo


Me dice mi confidente: “con la chatarra hoy se gana dinero”. En tiempos de crisis lo único verdadero son las materias primas: el oro, el trigo, el cobre. La basura, que no es materia prima carnal, sino prima de segunda o tercera generación, de pronto interesa. Después de varios años buscando el contenedor para llevar el papel usado de la oficina, ahora vienen a buscarlo todas las semanas. En el súper de abajo tiran a las nueve de la noche las existencias pasadas de fecha, y a las nueve y cuarto ya hay una familia junto a los contendores, seleccionando lo que merece la pena. El otro día protestaban los chatarreros porque en Hacienda querían que cotizaran por lo que ganan cada vez que un tipo dice: “llévense lo que quieran, el asunto es que quede limpio”. Los inspectores quieren que se sepa qué hay de oro en lo que no reluce. Cuando vivíamos en el reino de Midas, poco importaba una chatarra aquí y otra allá; pero esos tiempos se acabaron, y ahora no hay ninguno más pobre que nosotros, mientras no demuestre lo contrario.

Hago la limpieza anual. Tiro conservas caducadas, botes medio terminados, revistas, ropas y zapatos muy viejos, juguetes rotos, algún adorno inútil que me molesta; lo que se quedó pequeño y puede servir irá a la parroquia del barrio. Ahora te cogen todo en cualquier parte, porque hay cola para los repartos cada semana. Cuando levanto la tapa del contenedor me entra un sudor frío, y temo que en esas bolsas haya algo de valor de lo que me arrepentiré desprenderme. Algo que me podría alimentar o abrigar cuando esta crisis acabe con todos nosotros y nos arroje a vivir debajo de un puente, dejando de ser respetables ciudadanos que tiran basura a ser ciudadanos, también respetables, que rebuscan en la basura.

Junto a la plaza mayor de Valladolid, en los sótanos de San Benito, sala municipal de exposiciones fotográficas, se expone la obra de un moldavo ya fallecido, Miroslav Tichý. Su biografía dice que tenía un privilegiado ojo fotográfico. Por lo demás, era un tipo raro que iba permanentemente cubierto por un abrigo viejo de su padre, que preparaba sus cámaras con latas, gomas elásticas y porquerías varias que rescataba de la basura y que utilizaba unas gafas reconstruidas con cinta de celo. Cada día, durante años, Tichý gastaba tres rollos de película, sin mirar por el visor y un poco al tun tun. Bueno, no tanto, porque casi siempre los fotografiados eran los cuerpos de mujeres, jóvenes y guapas, a las que el reportero no incomodaba porque no creían que con semejante facha y tales cámaras pudiera de verdad hacer fotos. Veo el trabajo del artista, le escucho filosofar en un documental que proyectan junto a la exposición. Un par de chicas perroflautas escuchan atentas las palabras de Miroslav, apóstol del no consumo, entrevistado en su taller chatarrero.

A la vuelta miro de otra manera el carro del indigente del barrio, que aparca siempre en la misma acera. En estos días de verano la carga que lleva ha doblado su volumen, seguramente gracias a gente que, como yo, ha tirado trastos a la basura. Duerme por ahí, en algún sotechado, y por la mañana lía el petate y lo rodea de decenas de bolsas de plástico con cachivaches cubiertas por una lona sujeta con cuerdas, unos cuantos palos de fregona y un par de paraguas.

Entro en el súper a comprar cuatro cosas. La cajera me despierta: “¿Necesita una bolsita o lleva una?”. De nuevo me toca comprarla, y embolso la comida a toda prisa, sintiéndome culpable. Por atentar contra el medioambiente, por olvidadiza, por manirrota. Por todo, en general. Me pregunto si la cajera me daría la absolución.