jueves, 18 de agosto de 2011

Elogio del andrajo


Me dice mi confidente: “con la chatarra hoy se gana dinero”. En tiempos de crisis lo único verdadero son las materias primas: el oro, el trigo, el cobre. La basura, que no es materia prima carnal, sino prima de segunda o tercera generación, de pronto interesa. Después de varios años buscando el contenedor para llevar el papel usado de la oficina, ahora vienen a buscarlo todas las semanas. En el súper de abajo tiran a las nueve de la noche las existencias pasadas de fecha, y a las nueve y cuarto ya hay una familia junto a los contendores, seleccionando lo que merece la pena. El otro día protestaban los chatarreros porque en Hacienda querían que cotizaran por lo que ganan cada vez que un tipo dice: “llévense lo que quieran, el asunto es que quede limpio”. Los inspectores quieren que se sepa qué hay de oro en lo que no reluce. Cuando vivíamos en el reino de Midas, poco importaba una chatarra aquí y otra allá; pero esos tiempos se acabaron, y ahora no hay ninguno más pobre que nosotros, mientras no demuestre lo contrario.

Hago la limpieza anual. Tiro conservas caducadas, botes medio terminados, revistas, ropas y zapatos muy viejos, juguetes rotos, algún adorno inútil que me molesta; lo que se quedó pequeño y puede servir irá a la parroquia del barrio. Ahora te cogen todo en cualquier parte, porque hay cola para los repartos cada semana. Cuando levanto la tapa del contenedor me entra un sudor frío, y temo que en esas bolsas haya algo de valor de lo que me arrepentiré desprenderme. Algo que me podría alimentar o abrigar cuando esta crisis acabe con todos nosotros y nos arroje a vivir debajo de un puente, dejando de ser respetables ciudadanos que tiran basura a ser ciudadanos, también respetables, que rebuscan en la basura.

Junto a la plaza mayor de Valladolid, en los sótanos de San Benito, sala municipal de exposiciones fotográficas, se expone la obra de un moldavo ya fallecido, Miroslav Tichý. Su biografía dice que tenía un privilegiado ojo fotográfico. Por lo demás, era un tipo raro que iba permanentemente cubierto por un abrigo viejo de su padre, que preparaba sus cámaras con latas, gomas elásticas y porquerías varias que rescataba de la basura y que utilizaba unas gafas reconstruidas con cinta de celo. Cada día, durante años, Tichý gastaba tres rollos de película, sin mirar por el visor y un poco al tun tun. Bueno, no tanto, porque casi siempre los fotografiados eran los cuerpos de mujeres, jóvenes y guapas, a las que el reportero no incomodaba porque no creían que con semejante facha y tales cámaras pudiera de verdad hacer fotos. Veo el trabajo del artista, le escucho filosofar en un documental que proyectan junto a la exposición. Un par de chicas perroflautas escuchan atentas las palabras de Miroslav, apóstol del no consumo, entrevistado en su taller chatarrero.

A la vuelta miro de otra manera el carro del indigente del barrio, que aparca siempre en la misma acera. En estos días de verano la carga que lleva ha doblado su volumen, seguramente gracias a gente que, como yo, ha tirado trastos a la basura. Duerme por ahí, en algún sotechado, y por la mañana lía el petate y lo rodea de decenas de bolsas de plástico con cachivaches cubiertas por una lona sujeta con cuerdas, unos cuantos palos de fregona y un par de paraguas.

Entro en el súper a comprar cuatro cosas. La cajera me despierta: “¿Necesita una bolsita o lleva una?”. De nuevo me toca comprarla, y embolso la comida a toda prisa, sintiéndome culpable. Por atentar contra el medioambiente, por olvidadiza, por manirrota. Por todo, en general. Me pregunto si la cajera me daría la absolución.





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