Una mujer ha colocado un buen montón de ajos y una balanza doméstica sobre una mesa de camping. A cada rato, grita: “aprovechaos hoy del ajo, chicas”. Este descarado eslogan intimida a las posibles clientas, que aprietan el paso, sin mirar apenas la blanca mercancía. A pocos pasos, un par de camiones muestran un damero de cajas de bollos, galletas y tortas cubiertas de azúcar. Encurtidos, cortezas y gominolas; botones, cintas y lanas; zapatos y zapatillas que si vas a casa y no te valen los puedes cambiar al jueves siguiente; mostradores de bragas supertalla y de minitangas imposibles; vestidos-bata para señoras y camisetas modernillas, todo se agolpa en el pasillo que rodea la elipse de la Plaza Mayor.
Hay expectación en los puestos más revueltos, cubiertos con prendas de ropa o quizás retales de tela, quién sabe, todo a un euro. Junto al ayuntamiento cuelgan pellejos de conejo y de zorro de segunda mano para economías modestas que consideran que sin pieles no hay domingo bueno, batas de cola para amantes del flamenco y una pila de bermudas que un hombre vende a cinco euros, y que además asegura que “tienen música”.
Tebeos arrugados, números antiguos del “Burda”, cintas de casete y elepés a un euro, y cosas extravagantes como un reposaguitarras, un aparato para hacer estiramientos o un cencerro dan el “toque rastro” muy del gusto del visitante accidental. Los hay muy tontos que cada jueves pasan por la Plaza como si no se enteraran de lo que allí está ocurriendo, atravesando los puestos en plan egipcio. Pero los que estamos en el ajo y en los ajos nos damos cuenta de que miran de reojo, y que para disimular hacen como si se interesaran por algún libro usado, que puede ser un incunable o bien una castaña, según.
Aunque lo anteriormente descrito pudiera indicar lo contrario, en esencia el mercado de los jueves alimenta a esa gente del montón que, en plan Numancia, sobrevive en el casco viejo de la ciudad. Gente que, en las cocinas de los pisos normales, no en viviendas de lujo rehabilitadas, cuece verduras y legumbres olla exprés y tiene la manía de reponer cada semana las piezas de su frutero.
Sólo por unas horas, la plaza deja de ser ese precioso decorado al que –no le queda otra– está condenada y los vecinos se amotinan para exigir lo suyo. ¡Ciruelas claudias de Ávila! ¡Melones como la miel! ¡Aceitunas barranqueras! ¡Patatas pequeñas para ensaladilla! ¡Calabacines de la provincia! Y las gentes llenan los carros y las bolsas, a veces con tantos kilos que los más viejos del lugar tienen que pararse un rato para tomar aire, antes de escurrirse por las callejuelas y dejar la Plaza plácidamente ordenadita, hasta el jueves siguiente.
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