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miércoles, 2 de diciembre de 2009

Mujeres al café

Hace unos días leía un estudio encargado por la Diputación de Valladolid sobre las mujeres rurales. De todos los datos que ofrecía, el que más me llamó la atención es que un 12 por ciento de las féminas afirmaban que no podían ir al bar solas. Era la primera vez que veía escrito algo que sabe cualquiera que haya estado en un pueblo, y no sólo de Valladolid. En nuestros pueblos, y me refiero a los pueblos pequeños –por debajo de mil habitantes, que son casi todos–, las mujeres van poco al bar. De hecho, los bares no están pensados para ellas: en muchos apenas hay un par de mesas, reservadas para la partida (masculina) de la tarde, y en algunos, ni mesas, porque la barra es más rápida y soporta mejor los chatos.

Virginia Wolf quería que las mujeres conquistaran una habitación propia, algo que, teniendo en cuenta la media de metros cuadrados de nuestro país, obligaría a meter la bañera en la cocina. A mí me basta con conquistar mi derecho a barra, cuando por la mañana me inyecto el café con porra, que es de la resurrección de cada día. Bueno, también necesito mi derecho a mesa, cuando alguna tarde (tan pocas) quedo con las amigas para arreglar sus vidas y que ellas arreglen un poco la mía, o la pongan patas arriba, depende.

En Valladolid es fácil encontrar a primera hora a mujeres mayores organizando mentalmente su día –la compra, el médico, la gimnasia, el paseo– delante del café con leche y las tostadas del bar de debajo de su casa. Eso les obliga a peinarse, a vestirse, a comunicarse con los demás, a estar en el mundo: sabias obligaciones. A mí las señoras jubiladas haciendo su plan me encanta, y es la prueba de que los tiempos están cambiando, y sin remisión, como decía Loquillo.

Detrás del derecho a café está, bien lo sabe el FMI, el salario, o al menos la clara percepción de que nadie puede fiscalizar lo que gastas. Esto es totalmente revolucionario, y como todas las revoluciones, contagioso. Cuantas más mujeres trabajando, más cafés; cuantas más jubiladas que trabajaron, más cafés; cuantas más mujeres toman café solas, más mujeres –trabajadoras o no– se animan a hacerlo. Y cuantos más cafés con amigas, menos soledad y menos trabajo para los psiquiatras. Alguien tenía que salir perjudicado.