martes, 14 de mayo de 2013

La fábrica de chocolate

Don Miguel de Uña y Anta emigró de su tierra, Cerecinos de Campos (Zamora), y se trasladó a Valladolid. En 1860 abrió un almacén de coloniales, con tostadero de café y planta de envasado de sal y, con el tiempo, como reza una publicación de la Cámara de Comercio pucelana, llegó a ser “uno de los mayores contribuyentes de la ciudad”, lo que sin duda es el mayor compromiso y orgullo que un buen empresario puede ostentar. Hacia 1900, ya incorporados al negocio sus tres hijos, se fue centrando en la fabricación de chocolates, primero en una planta en la plaza de Cantarranas y, a partir de 1952, en las instalaciones de la avenida de Burgos. Por entonces esa arteria de salida de la capital era casi campo; cuando, tras las navidades de 2004, se elaboró la última partida de bombones, la fábrica estaba en pleno polígono, sumergida entre concesionarios de coches y talleres. Se comentó entonces que en su lugar iban a construir viviendas, pero hoy, año 2013 de la era de la crisis económica, sobre las cerradas puertas de la factoría sigue reinando el elegante logotipo chocolatero: “Uña”.

El primer sabor que conocí de Valladolid fue el de las lenguas de gato que creaban en este lugar maravilloso, dispuestas en formación dentro de cajas con gatitos mimosos dibujados. Un lugar en el que se creaban lenguas de gato, paraguas y reyes magos de chocolate, vestidos con elegantes papeles plateados y coronitas de cartón de San Cayetano, no podía ser una fábrica cualquiera, al igual que el chocolate no es un alimento más. Si no, la casa de la bruja de Hansel y Gretel hubiera sido de patata o de jamón serrano, que también se comen. Pero es que el chocolate se eleva un escalón más, supera la pirámide alimentaria y pasa a otra dimensión. Eso lo saben los niños, y también los adultos, por eso en Uña inventaron el bombón cortado, un bombón ejecutivo, que no desentonaba en las mesas de negociación de directivos encorbatados. Leo que en 1993 Uña tenía cuatrocientos anillos de envoltura distintos, para atender los pedidos de diferentes empresas. Agromán, por ejemplo, la famosa constructora, envolvía los bombones de avellana, trufa, almendra, café y naranja con nombres como “encofrado”; “adoquín”, “panderete”, “paleta” o “tabicón”.

Me cuentan que en Uña había unos trabajadores tan concienzudos y entregados a su misión chocolatera como los Oompa Loompas de Willy Wonka, el asombroso dueño de la fábrica de chocolate imaginada por Roalh Dahl. Muchos de esos empleados, mujeres en su mayoría, en un equipo que se triplicaba desde el verano hasta el momento cumbre de demanda, la Navidad, habían entrado con dieciséis años y conocían cada detalle de la alquimia del cacao, desde su tostado hasta su puesta de largo y brillante envoltorio.

El mundo es grande, lo sé, y una compañía más grande se merendó a Uña, y en algún sitio al norte del país se siguen haciendo bombones cortados bajo la misma marca. A mí no me preguntaron, pero me hubiera opuesto. Cada ciudad se merece pan, trabajo y cobijo para sus gentes, pero para que sean capaces de soñar necesitan unas onzas de chocolate. Hoy también hay cientos de “Charlies”, el protagonista del libro de Doahl, resignados a tomar patatas y repollo para el almuerzo, y sopa de repollo para la cena. Y como aquel niño, necesitan crecer con la posibilidad, pequeñísima pero posibilidad al fin, de encontrar dentro de una chocolatina un billete dorado que les permita, al menos durante los minutos que la mordisquean, hacer una excursión a un mundo mejor.

Nota: Gracias a dos amables ex empleadas de la fábrica he conocido alguno de los datos que incluyo, y también he podido fotografiar estas etiquetas tan bonitas.