miércoles, 22 de septiembre de 2010

Una anciana señora

De entre todas las canciones irritantes, hay una que desde adolescente me ha parecido especialmente humillante: “Más sexy”, de un grupo rockero resistente y con expresivo nombre, Coz. En ella, los autores aconsejaban a las mujeres cómo podían ser eso, más “sexis”: “Muñequita ponte tacón, hazme un guiño para empezar, pruébate una talla menor…”. En fin, esas cosillas que en 1980 sonaban un poco neandertales y prestas a erradicar. Por entonces parecía que estaba enterrada para no volver la época de las fajas, el cruzado mágico, los tacones y sus juanetes, todos esos elementos de tortura que habían llevado a las mujeres de los sesenta a quemar sujetadores.

Sin embargo, hoy, treinta años después, he de admitir que Coz ha triunfado. Annie Hall, con sus camisas y chalecos masculinos, hoy no tendría ninguna posibilidad de ser un referente estético. Las chicas, desde que toman conciencia que lo son, que es incluso antes de que se familiaricen con las raíces cuadradas, dejan que el pelo les crezca como un par de cortinas que sus manos –de uñas trabajosamente pintadas– apartan cada tres minutos para ver algo de lo que ocurre por el mundo. Si una adolescente quiere realmente ser exclusiva, no necesita recurrir a tatuarse el nombre en chino o a ponerse un pendiente en el ombligo: basta con que lleve el pelo corto, que es toda una proeza.

Hoy las chicas son cien por cien chicas, con todos sus accesorios y puesta en escena. Y dado que los treinta años de antes son los cuarenta de ahora, y los cincuenta, los cuarenta, y los sesenta los cincuenta, como nos aseguran señoras estupendas en las portadas de las revistas, la carrera para estar buena o por lo menos, mona, es de larga distancia. Ya no vale con “parecer” esbelta y lampiña: la faja y la cuchilla permitían el simulacro, pero hoy la transformación ha de ser profunda, hay que eliminar de raíz pelos y barriguillas. Eso es lo “natural”, individuas que paren con 40 años y a las tres semanas están fenomenal, porque duermen bien y beben mogollón de vasos de agua. Pensándolo bien, quedarse dormida durante siglos y que te despierte el beso del príncipe encantador parece más posible que cumplir con los nuevos reglamentos.

De esta carrera del glamour y la elegancia no queda exenta ninguna, aunque tenga responsabilidades personales y profesionales agudas, incluidas carteras ministeriales. El mensaje claro y liliputiense de las listas de bien vestidas está claro: parecer joven, estar delgada, ser deseable, en resumen, lo de Coz. ¡Más sexy! Como ni con veinte años me parecía a Kate Moss, la única opción que veo sensata es perseguir un modelo de mujer que no defraude y, sobre todo, que sea posible alcanzar. Y yo lo tengo: llegar ser una anciana y respetable señora. A eso, si Dios quiere, podré llegar, con peajes soportables. Una especie de miss Marple de barrio, vestida con un poderoso traje de chevió y zapatos de cordón y tacón gordo. Una mujer que sorba una taza de té cada vez que le inquiete un recuerdo.


martes, 21 de septiembre de 2010

La memoria es rosa

Un amigo me pregunta qué es el rosa-valladolid. Por lo visto Sánchez-Ferlosio describe en su Alfanhuí una nube de color rosa-valladolid, y me imagino el tono ñoño del algodón de azúcar y de los calcetines con borla de los niños pijos. Pero como prejuicios me sobran, me acuerdo del Plan Bolonia y me pliego a preguntar a alguien que de verdad puede saber la respuesta, Celso Almuiña, historiador y apasionado del periodismo. Resulta que en tiempos, la “rubia”, una planta que en Valladolid dio nombre a todo un barrio y en Segovia a una plaza, era la base del pigmento con el que se coloreaban las fachadas de la plaza mayor pucelana. El color venía a ser carmesí, pero el paso de las estaciones acabó dando a los muros un tono granate desvaído, un rojo rosado, un no se sabe qué que alguien terminó por llamar “rosa-valladolid”, un color que no era un color, sino un color más el desgaste del tiempo. Cuando se restauró la plaza se intentó recuperar la tonalidad primitiva, pero los resistentes pantones actuales no entienden de pátinas, y hoy por hoy la plaza no es “rosa-valladolid” sino granate, y punto. Es lo que tienen las restauraciones, que quedan bonitas y son posiblemente necesarias, pero su objetivo es recrear una foto fija, y pierden en su camino la huella del paso del tiempo.

A mí el rosa-valladolid no me trae a la cabeza a Ferlosio, sino a Umbral, y su tristísimo libro “Mortal y rosa”. Umbral, aun habiendo vivido más años en Valladolid que Rosa Chacel –otra rosa–, no tiene que yo sepa ni busto ni escultura de cuerpo entero en la ciudad, aunque sí una calle en los arrabales. Tampoco era simpático su amigo Delibes, adustos en esta tierra lo somos, pero Umbral resultaba demasiado incómodo y arisco para el gusto popular. Tal vez con el tiempo el estallido efímero del rojo se vuelva suave rosa, la memoria colectiva se esponje y este periodista brutal, que fue parido en Madrid para que no diera que hablar en el vecindario el alumbramiento de una madre soltera, cuente con su estatua de bronce. Estatua que, por otra parte, me atrevo a asegurar que a él le parecería una solemne chorrada.


lunes, 13 de septiembre de 2010

Estación Esperanza


Es muy normal sentirse raro. A mí, sin ir más lejos, me basta con empezar a leer un programa de fiestas para sentirme rarísima, porque a medida que van avanzando las páginas me dan más y más ganas de huir lo más lejos posible, a ver si con suerte no oigo ni el primer petardo. Pero vamos, no es un parecer exclusivo, porque lo mismo he escuchado de boca de un taxista, del carnicero, de un matrimonio agarrado del brazo y de un par de chicas que charlaban junto a la puerta de casa. Todos ellos habrán sentido alivio, como yo, al comprobar que los barrenderos han trabajado a fondo y la ciudad ha vuelto a su ser modestamente gris.

Salvemos algo: la estación de Ariza. Cada año, por las fiestas de la Virgen de San Lorenzo, abre al público la antigua estación de Ariza, que comunicaba Valladolid, Burgos y Soria con la vecina Aragón. La línea fue cerrada a los viajeros en 1985, y a las mercancías en 1994. Hoy permanece el edificio de piedra blanca, como un pequeño juguete olvidado en unos terrenos que poco a poco están siendo tomados por torres de viviendas y oficinas, porque antes este espacio era solo el extrarradio y ahora se llama Ciudad de la Comunicación.

Desde hace unos años la estación es la sede de la Asociación Vallisoletana de Amigos del Ferrocarril, que cada septiembre muestran sus delicadas maquetas de antiguas estaciones, en las que se conviven sin problemas las viejas locomotoras con el rayo blanco del AVE. También te dejan montar en un tren como los de antes, de asientos corridos de skay granate, con ceniceros plateados y ventanas por única ventilación. La más grande de las maquetas muestra el conocido como “tren burra”, no se sabe si por su torpe velocidad o porque arrolló a algún pobre animal, que en tiempos tuvo dos estaciones en pleno centro de la ciudad.

Contaba uno de los aficionados –que por cierto, ni son todos mayores, ni hay apenas trabajadores de Renfe entre ellos– que el desarrollo de Valladolid se sustentó sobre tres patas: el canal de Castilla, el tren, y el coche, bueno, la FASA. Las tres tenían que ver con el transporte, y las tres han concluido o transformado su ciclo. Es una buena explicación de la historia de ese Valladolid industrial, de burgueses espabilados y barrios con conciencia obrera, que existía antes de los ciclones autonómicos.

Siendo hermosa la tarea de estos aficionados a los trenes, que se agrupan jueves y domingos para restaurar materiales sin obtener beneficio alguno, lo más hermoso de Ariza es su verdadero y sentimental nombre: La Esperanza. Claro que si preguntaras a los que viven en ella (la estación está todavía habitada), lo más bonito de todo sería sin duda la huerta que la rodea.