martes, 21 de septiembre de 2010

La memoria es rosa

Un amigo me pregunta qué es el rosa-valladolid. Por lo visto Sánchez-Ferlosio describe en su Alfanhuí una nube de color rosa-valladolid, y me imagino el tono ñoño del algodón de azúcar y de los calcetines con borla de los niños pijos. Pero como prejuicios me sobran, me acuerdo del Plan Bolonia y me pliego a preguntar a alguien que de verdad puede saber la respuesta, Celso Almuiña, historiador y apasionado del periodismo. Resulta que en tiempos, la “rubia”, una planta que en Valladolid dio nombre a todo un barrio y en Segovia a una plaza, era la base del pigmento con el que se coloreaban las fachadas de la plaza mayor pucelana. El color venía a ser carmesí, pero el paso de las estaciones acabó dando a los muros un tono granate desvaído, un rojo rosado, un no se sabe qué que alguien terminó por llamar “rosa-valladolid”, un color que no era un color, sino un color más el desgaste del tiempo. Cuando se restauró la plaza se intentó recuperar la tonalidad primitiva, pero los resistentes pantones actuales no entienden de pátinas, y hoy por hoy la plaza no es “rosa-valladolid” sino granate, y punto. Es lo que tienen las restauraciones, que quedan bonitas y son posiblemente necesarias, pero su objetivo es recrear una foto fija, y pierden en su camino la huella del paso del tiempo.

A mí el rosa-valladolid no me trae a la cabeza a Ferlosio, sino a Umbral, y su tristísimo libro “Mortal y rosa”. Umbral, aun habiendo vivido más años en Valladolid que Rosa Chacel –otra rosa–, no tiene que yo sepa ni busto ni escultura de cuerpo entero en la ciudad, aunque sí una calle en los arrabales. Tampoco era simpático su amigo Delibes, adustos en esta tierra lo somos, pero Umbral resultaba demasiado incómodo y arisco para el gusto popular. Tal vez con el tiempo el estallido efímero del rojo se vuelva suave rosa, la memoria colectiva se esponje y este periodista brutal, que fue parido en Madrid para que no diera que hablar en el vecindario el alumbramiento de una madre soltera, cuente con su estatua de bronce. Estatua que, por otra parte, me atrevo a asegurar que a él le parecería una solemne chorrada.


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