sábado, 24 de diciembre de 2011

El niño que duerme

En diciembre y también en marzo, julio y octubre, los vallisoletanos pueden visitar su famoso belén napolitano. Durante todo el año hay grupos de colegiales que se acercan a verlo al palacio de Villena, justo al lado del Museo Nacional de Escultura. Pero sólo hay atascos entre Navidad y Reyes, cuando las familias hacen cola para visitarlo, en un circuito que comprende también el belén del Palacio de Pimentel, sede de la Diputación, el de la parroquia de las Angustias, y el de la sala de las Francesas.

Eso quiere decir que puedes acercarte casi cualquier tarde del año, quedarte sentada en el banco que hay enfrente de la vitrina y estudiar detenidamente la composición. Son decenas de figuras que recrean escenas más próximas a Oliver Twist que a la Judea de hace veintiún siglos, llenas de detalles y ornamentos, artificios que deberían ser aún más chocantes para los que las contemplaron en el siglo XIX, donde una naranja era casi tan extraordinaria como una perla. Pero hasta el belén de un todo a cien encierra un misterio dentro, y cuando te das la vuelta las figuras tienen vida propia y se ponen a bailar.

Junto al monumental, verdaderamente, belén, en una vitrina se muestra aislado un niño Jesús desnudito, agarrado a un corazón como si fuera a un cojí­n. Contra lo habitual en los nacimientos, en los que el niño suele tener unos inquietantes ojos abiertos, este Jesús está dormido, como un bebé normal. “Id bendiciéndoos los unos a los otros, mientras duermo un poco más”, parece decir, junto a un grupo de ángeles que sujetan su lecho. Bendigámonos, de nuevo, por Navidad.




domingo, 18 de diciembre de 2011

Por cien monedas de oro

Sin ser de mis cuentos predilectos, hay un momento del flautista de Hamelín que me viene a la cabeza con frecuencia. Es cuando el alcalde del pueblo, una vez los ratones han desaparecido arrastrados por la dulce melodía del instrumento, se niega a pagar al artista. “¿Cien monedas por tocar un poco la flauta? Nada de eso”, brama rotundo el edil. Como es un cuento, el flautista tiene una fenomenal y un tanto cruel forma de hacer cumplir el contrato, llevarse a todos los niños del pueblo, aunque al final todo se resuelven felizmente.

La moraleja, como ahora se subraya en esas incómodas ediciones que dan instrucciones a los padres para interpretar a sus hijos lo leído, parecía que era que uno debía de cumplir con la palabra dada. Hoy, sin embargo, cuando leo el cuento a mis hijos pienso en esa frase de desprecio del alcalde hacia el encantador poder del artista, que sabe embaucar y hacer olvidar todo lo demás a quienes le escuchan, sólo “tocando un poco la flauta”, esa minucia que no merece valor ni respeto.

Podría hablar de los derechos de autor, pero no veo cómo convencer de que la autoría vale algo a los que no están previamente convencidos. Hablaré de mi flautista de Hamelín, un chaval sin nombre de pila, como muchos personajes de los cuentos porque ¿a quién le importa cómo se llamaba Caperucita, o cómo bautizaron sus padres a Cenicienta? Sin embargo, mi flautista sí tiene una cara concreta: la que le dibujó María Pascual, una artista catalana que ha muerto a los 78 años este mes de diciembre, sin reverencias ni homenajes.

Me he puesto a buscar en las estanterías de casa libros suyos y, sumando los de Valladolid y los de Segovia, estoy por asegurar que es la autora que más se repite. Todos esos libros que ilustró, de cuentos de Perrault, de Grimm, de Wilde, fábulas de La Fontaine, leyendas de diferentes países, historias de Enid Blyton… le pertenecen sin haber escrito una sola línea. Entiendo la belleza de las ilustraciones de Doré, pero mi caperucita, la que creció conmigo, era una niña de mejillas lozanas, flequillo rubio y vestido azul celeste, porque así se la imaginó María Pascual.

No sé si se hizo rica con su prolífico trabajo, no abandonado durante años, porque han seguido saliendo ediciones de cuentos con sus dibujos. También guardo su colección de recortables, Las muñecas alegres, comprados los domingos en el kiosco que durante muchos años tuvo la estación de Renfe. Sólo una cosa podría reprocharle: que había más protagonistas rubias buenas que morenas buenas, algo que tal vez explique el alto porcentaje de rubias teñidas en la edad adulta… Ella misma, en las ediciones de los años ochenta de Toray, su sello de siempre, aparece en una fotografía con el pelo rubio, aunque cortito, nada que ver con las melenas maravillosas de sus heroínas. “Afectuosa para con los niños, amigable y sencilla en su conversación, siempre abierta el diálogo humano, siempre joven en sus ideas y su presencia. Esta admirable mujer, de breve melena rubia, que viste con moderna y discreta elegancia, es María Pascual”, se dice en el prólogo. Ella nos mira desde su mesa de trabajo, junto a sus botes con rotuladores y pinceles, con el flexo que la iluminaba mientras perfilaba hadas y princesas. Qué menos que cien monedas de oro merecía por su trabajo.



lunes, 12 de diciembre de 2011

Los atributos de las mujeres

En este gineceo sólo hay un hombre al que han permitido la entrada. Es un niño de dos o tres años, subido a un taburete con un volante de juguete, al que están cortando el pelo. Sus resoplidos apenas se escuchan, entre el ruido de agua, secadores y conversaciones. En la peluquería cuando dejas el abrigo, dejas la presunción, o al menos es muy difícil mantenerla en bata azul y sin ese escudo protector que es el pelo. Esas chicas seguramente con dolor de piernas, seguramente preocupadas por sus cosas, seguramente hartas de poner las manos bajo el grifo son las que, por un rato, tienen todo el poder. Cuesta abandonarse en el sillón de lavado, que a mí me queda siempre bajo y a otras demasiado alto, y dejarse amasar por dos champunadas con olor a fresa, pero acabas por cerrar los ojos y te dejas llevar; un poco tensa, como si hicieras algo malo.

Aunque no falten los rulos en el todo a cien, en los salones modernos están recluidos en un rincón, junto al secador de pie. Lo que se lleva es la tonalidad, el efecto, las capas, la nutrición, el volumen, y los trocitos de papel albal para los reflejos, que ya no se llaman mechas. Como todas lucimos igualmente horribles, ninguna se ríe de la compañera. Nos enfrascamos en lecturas de calado, como la entrevista a una estreñida de “una de las familias más antiguas” de Italia, que muestra su casa, con imponentes cuadros, magníficas porcelanas y frescos en bajorrelieve, y que, desagradecida ella, afirma que “la sencillez y la vida informal son más mi tipo”. Comentado también es el artículo “afrontar las navidades sin kilos de más”, porque tres son los temas predilectos de la peluquería: los hijos (ese se comenta de pasada, porque aquí somos mujeres, no mamás), las dietas y los dolores. Por ejemplo, a la señora de al lado, que iba a ir a urgencias pero había mucha cola y cambió al médico por el peine, le aconsejan que lo mejor para el dolor de barriga es una patata cocida machacada con aceite y limón.

Ya no me acuerdo de lo que hablaban las chicas que iban juntas al servicio de los bares (yo debía ser poco chica, porque iba sola), pero en la peluquería sólo hablan de hombres o las recién emparejadas, o las que están hasta la peineta. En general no es un trending topic, y su interés queda muy por debajo de cualquier receta o truco para camuflar las ojeras. Las señoras mayores, que acuden un día fijo –el lunes o el viernes o sábado, para aguantar la semana–, vacunadas de cualquier romanticismo, son las que mejor se entregan a la disciplina del arreglo, porque conocen sus inmediatos beneficios.

Debajo de la toalla, con el babi azul, se me ocurre que sin el adorno del pelo y la ropa una podría ser una mujer o cualquier otra cosa: un vendedor de seguros, sin ir más lejos. Pero cuando salimos del laboratorio todo cambia. La estirada que estaba a mi lado, que con el turbante se parecía tanto a “Rebeca”, se ha plantado unos tirabuzones rubios a lo Farrah Fawcett y ha elegido el morado para las uñas. Antes de pagar, se echa una miradilla triunfal en el espejo, y la peluquera le comenta que vaya melenón que se le está poniendo, que “ya se sabe que la cana engorda el cabello”.

Mientras barren los pelos de tres clientas, viene el padre del niño y atraviesa el gineceo a toda pastilla, como si pudiera perder la virilidad con una rociada de Elnett. Pues a lo mejor era lo que le hacía falta: un buen golpe de laca puede ser definitivo para la autoestima.


Postada: la foto es de un cartel muy bonito de una peluquería de Valladolid, pero que conste que nada tiene que ver con la historia que cuento.



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martes, 22 de noviembre de 2011

Delito y lacra

Consultemos el siempre útil diccionario. Veamos qué dice de la palabra “lacra”: “Secuela o señal de una enfermedad o achaque. Vicio físico o moral que marca a quien lo tiene”. Comprendido. Leamos qué es un “delito”: “Culpa, crimen, quebrantamiento de la ley. Acción u omisión voluntaria, castigada por la ley con pena grave”. 
Ahora pregunto: ¿qué es la violencia de género (contra la mujer, contra la novia, contra la madre)? ¿qué es la violencia que se ejerce contra otro más débil? Que sea una secuela o señal de una enfermedad o achaque o un vicio que marca a quien lo tiene, no a quien lo padece ¿tiene algún sentido? De nuevo vuelve el día contra la violencia de género y de nuevo escucho declaraciones huecas hablando de “esta lacra”. Como si fuera una plaga de langosta o una epidemia de gripe, como si nadie fuera responsable de ella. Pues sí que hay culpables, con nombres y apellidos. Culpables de un delito muy grave.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Un vulgar voto cautivo

Antes de comer, hago la compra y veo al candidato, muy elegante con su traje gris y su cara de preocupación. Iba a darle mi apoyo y decirle que yo sí creo que hay políticos decentes, pero se escabulle por la cola rápida con un paquete de pistachos y una barra de pan. Pienso que hoy va a comer muy mal, y también que no tiene tiempo que perder: está en plena campaña de caza de votos. 

Él no lo sabe, pero la señora de la cesta, o sea yo, le voto. Valgo poco, lo que vale mi triste voto cautivo. Porque soy de esa mayoría irrelevante que vota siempre más o menos lo mismo, no sé si por creencia o por costumbre. Podríamos decir que voto en conciencia, porque mi conciencia no me permite votar otra cosa; sólo en casos muy muy extremos, de flagrante delito, podría no votar, pero poco más.

Entiendan que en mi caso la campaña electoral es tiempo muerto. Los “míos” no hablan para mí, hablan para esos ¿un millón, dos millones? de españoles volátiles, ese grupo selecto en los que piensan cuando deciden poner al candidato de perfil o de frente, con jersey rosita o azul, con media sonrisa o mirando al infinito.

Vivo las victorias de mi partido como fracasos, porque nunca me satisfacen del todo. Cuando hablan me parece que lo hacen para esos amores de última hora que pretenden, y cuando gobiernan para no molestar a los que no les votaron. Pero si fracasan no sé por qué vivo la derrota como propia. Sin embargo, salga el resultado que salga, sólo un lelo o un malintencionado podría concluir que España se ha vuelto en un día más de izquierdas o más de derechas por ello. Son esos votos decisivos, que no arrastran el lastre de la pertenencia, los que deciden que hay que cambiar de terreno de juego.

A veces me dan un poco de envidia los requeridos votantes volátiles. ¿Por qué son tan libres y ufanos? ¿será cuestión de genética? Pero también el cautiverio tiene ventajas, como los buenos ratos que pasas criticando los errores del partido “enemigo”. E incluso cuando toca perder, prefieres llorar con tu equipo que bailar la conga en la sede de los de enfrente. Estas y otras incongruencias padecemos el 80 por ciento de los votantes españoles, los del voto cautivo. Y a mucha honra.


miércoles, 9 de noviembre de 2011

Muchos saben que van a pasar frío

El día está oscuro y me levanto pensando que tiene que haber mucha más gente en Valladolid que en Segovia que sabe de antemano que este invierno va a pasar frío. No sólo porque sea más grande la ciudad, sino porque cuando he tenido que buscar piso para alquilar en muchos de los que se ofrecían no había calefacción colectiva. Tenían placas que acumulaban calor por la noche, tenían caldera individual de gasoil, tenían incluso un par de radiadores eléctricos y “dos ventanas por las que da el sol todo el día, no se pasa nada de frío, de verdad”. Como a veces una deduce cosas que luego no son consulto estadísticas, y ahí está: en Segovia ciudad el 44 por ciento de los hogares tiene calefacción colectiva, y en Valladolid, sólo el 27 por ciento.

Pienso un poco más, busco más datos. Por ejemplo, las 33.000 viviendas construidas en esta ciudad en los años sesenta, cuando Valladolid crecía a golpe de migración interna y del desarrollo de la industria del motor. Por entonces se hicieron miles de pisitos de cuatro y cinco plantas en barrios obreros como La Rondilla y Delicias, sin sótanos ni garajes, sin ascensores, sin jardines entre medias –eran los tiempos en los que la “riqueza” era la densidad de población– y sin calefacción, o a lo sumo, con la cocina económica para dar un calentón a la casa y cocinar a la vez.

Seguro que, cuarenta años atrás, estas viviendas les satisficieron a las jóvenes familias de obreros que tenían toda la vida por delante. Pero la arquitectura es un testamento a largo plazo, y en aquellas casas hoy viven esos obreros, pero ya abuelos, o han sido compradas o alquiladas por nuevas familias que no podían pagar pisos nuevos. Las estufas de butano o la cocina bilbaína, como la llaman por aquí, a partir de los noventa fueron siendo sustituidas en muchas por el gas natural. Pero lo de la individualidad ya no hay quien lo modifique y eso, en crisis, significa frío. Frío individual para estas barriadas obreras, para las heladoras y húmedas casas del centro, y también para los cientos de adosados que se construyeron en los tiempos de la “prosperidad” en los alrededores de Valladolid, y que para calentar en condiciones tendrías que gastarte por lo menos el salario mínimo interprofesional cada dos meses.

Además de en parados, ganamos a Europa en el porcentaje de calefacción individual, a pesar de que es menos eficaz y más costosa. Otra vez curioso ¿no? A lo mejor usted escuchó como yo a algún rey de la selva aquello de que “así la pongo y la quito cuando quiero. ¿Por qué va a estar encendida cuando yo estoy trabajando fuera todo el día, para que se calienten los vecinos?”. No era cuestión advertir por entonces a Tarzán que tal vez, sólo tal vez, podría llegar el día en el que él mismo no trabajara, no fuera fuerte, no fuera independiente para entrar y salir cuando le apeteciera.

Yo, así de pronto, lanzo mi demanda electoral: no quiero pantalla LED, ni cafetera de cápsulas, ni un sillón con reposapiés. Quiero que lo que se construya hoy tenga sentido dentro de cuarenta años. Por casi seguro que por entonces nos tocará alguna que otra crisis, y me gustaría que no hubiera que tomar cada día la dolorosa decisión de encender o no encender la caldera.




jueves, 3 de noviembre de 2011

El sobre sorpresa

Hace unas semanas hubo en Valladolid una feria de coleccionismo, y me compré este sobre. Cuando era pequeña los vendían en los puestos de las “carameleras”; me suena que costaban 5 ó 10 pesetas. Bastantes veces caí en la tentación de comprar uno, porque los dibujos de la cubierta eran muy bonitos. El contenido casi siempre me decepcionaba, eran piezas diminutas de plástico monocolor, que en nada se parecían a lo que anunciaba el sobre.

He sentido lo mismo que entonces abriendo esta “sorpresa” frutera, que contenía ocho ¿pimientos? ¿calabacines? y dos cestos desmontados. Observo que me gusta más el sobre sin abrir que abierto. Leo la vuelta: “No tires este sobre. Envía 10 sobre vacíos diferentes y te enviarán un magnífico regalo”. Creo que nunca me había fijado en ese detalle, tal vez porque cuando era niña no valoraba tanto como ahora la belleza del sobre, que seguramente tiraba nada más abrirlo.

Pienso en las cosas que tienen mejor pinta cerradas que abiertas. Claro que también podría cumplirse la ley a la inversa: cosas que parecen peor de lo que en realidad son. Lo segundo me parece más estimulante.







domingo, 23 de octubre de 2011

Aprendiendo de los buzos

El agua dulce es la del vaso, la de la fuente. La del río es otra cosa. Es como mercurio gris crisis. Tan opaca, que cabe preguntarse si allí, en el fondo del Pisuerga, estará la solución que no encontramos por aquí arriba. Busco especialistas en tocar fondo, para remontar del otoño feroz. Busco buzos, hombres rana, cousteaus de la meseta. No es difícil: en las piscinas cubiertas, al atardecer, aparecen grupos vestidos de caucho y aletas, que evolucionan como sombras en el fondo del vaso, mientras los demás hacemos nuestros tontos largos. Son gente inadaptada a su medio, vallisoletanos que en lugar de destripar terrones quieren volverse sardinas y bucear entre los pecios.


Nada nuevo bajo el sol, en realidad. En frente de la playa del Pisuerga, junto a las cuatro piedras que quedan del Palacio de la Ribera, hay una placa que recuerda que fue justo en ese punto de río donde, en 1602, Jerónimo de Ayanz permaneció una hora sumergido a tres metros de profundidad, metido en un artilugio ideado por él mismo. Y dicen que no estuvo más tiempo porque el monarca al que intentaba vender el invento, Felipe III, se aburrió de esperar y le pidió que saliera. No sabemos si Ayanz se hizo rico por su hazaña, pero al menos la presencia real hizo que quedara constancia de este primer buzo de nuestra historia, que en lugar de ver las prístinas aguas de las Islas Galápagos sesteó en el fondo del río Pisuerga.

Perdón. Así dicho puede pensarse que tiene menos mérito bucear en el Pisuerga que junto a tiburones ballena. Que es más fácil recuperar un ladrillo del fondo del río que encontrar una ostra con perla en el Pacífico. Pues no. Un pucelano, por muy submarinista que sea, tiene muy difícil conocer su río por dentro. Sobre todo porque ahí debajo no vería nada o a lo sumo, una niebla marrón. No lo digo por experiencia, me lo han contado. Treinta centímetros, medio metro de visibilidad, como mucho. Los especialistas en salvamento y rescate rastrean el Pisuerga a palpas.

El fondo no tiene nada. Es plano, duro, como con gravilla. Donde estuvo el buzo del siglo XVII la profundidad es de tres o cuatro metros; en el Puente mayor, de dos metros y medio; en el Puente Colgante, de más de diez. En el fondo del río no hay doblones de oro; sólo carros de la compra, colchones y lavadoras, restos de los naufragios de andar por casa.

Pero, sea en el Pisuerga o en el Mar Rojo, una vez que pasas al otro lado reina el silencio, y sólo escuchas las burbujas saliendo de tu regulador. “Tienes una sensación de tranquilidad. Ni subes como un globo, ni te hundes como un plomo: flotas”. Ése es el secreto.


* Gracias a los dos "buzos", los dos Fernandos (el del Grupo de Rescate y Salvamento y el de Kraken submarinismo) que me contaron lo que no sabía. Y gracias por las fotos al GRS de Valladolid.




miércoles, 14 de septiembre de 2011

Hasta que sale el primer toro

La vergüenza, para los vecinos, es que los reventas y sus familias pasen la noche en los alrededores de la plaza de toros, para ser los primeros en comprar las entradas. Que pasen la noche y que hablen, que griten, que lo enguarren todo y no les dejen dormir. Para los criticados, los gitanos que se decían a la tarea, la vergüenza es que haya algunos que quieran sumarse a su negocio, “cuando nosotros llevamos cincuenta años haciendo cola”. “Nosotros” son abuelos, padres, nietos, también biznietos, chavalines de doce años que ya llevan el pelo engominado y polos de marca con los cuellos levantados.

La vergüenza, para el grupo que protesta a un lado del paseo de Zorrilla tras un cordón policial, mientras el coso va absorbiendo a la muchedumbre, es lo que va a ocurrir dentro. “Los que estáis ahí: ¿habéis pensado alguna vez que a los toros les duele? ¿habéis pensado alguna vez…?”, grita un chico por el megáfono. La mayoría ni les mira (“¿quién son esos, los indignados?”, dice una señora; “qué brasas, te ponen verde y encima hay que protegerles”, resopla un chaval). Un hombre mayor se encara con ellos y le para los pies uno de los agentes: “¿Cree usted que vale la pena? Anda, vaya a disfrutar de la corrida”.

A medida que se acerca la hora cotiza al alza el puro y el murmullo es tan fuerte que ni se oyen las protestas, ni se ve la pancarta de otro grupo que pide firmas para que los toros sean declarados bien de interés cultural. Llegan familias ultrapijas de padre y madre pijos y vástagos igualmente pijos, con chaquetas azul marino, camisas celestes y rosas, pantalones claros y mocasines. Los hombres lucen pintureros como patrones de barco, las mujeres son de tacones, rompe y rasga, y me imagino que semejantes parejas tendrán en sus dormitorios broncas con muletazos y vuelta al ruedo. También da color el famoseo local, el empresariado y los políticos, invitados a la barrera, y las pandas de niños pera, "los cayetanos", como les llaman por ahí. Pero el grueso de la marea son matrimonios de mediana edad, venidos de los barrios o de los pueblos de alrededor, para los que las fiestas de Valladolid son ese par de horas de toros.

Un veinteañero suda hablando por el móvil. “Jolín, comprar las entradas, para que luego no vengas”. Cuelga el teléfono y se queda con las manos en los bolsillos, mirando al suelo. Se acerca vacilante a un grupo de jubilados y les intenta vender las entradas. Le aconsejan que se las ofrezca a los reventas, pero al chico eso le da miedo, sólo quiere que le paguen lo que valen. “Es un pardillo”, masculla un señor.

A pocos metros, un hombre desmadejado y pinta de banderillero retirado, o tal vez sólo monosabio de reemplazo, va directo a por su entrada. Escudriña la primera que le ofrecen, como si no viera o no comprendiera bien dónde está el asiento en cuestión. Niega con la cabeza, y en un minuto le rodean media docena de reventas, que le ofrecen su mercancía. Se decide por una, y un billete de cincuenta está ya en el bolsillo del vendedor. A los cinco minutos, el hombre vuelve, alborotado, diciendo algo así como que la entrada “está chungalí”, y preguntando por el gachó que se la vendió. Nuevo remolino de tíos, sobrinos y primos y, no sé bien con qué apaño, el hombre entra por fin en la plaza, donde el primer toro acaba de salir. Los reventas dan las últimas carreras intentando colocar las entradas que les quedan para la corrida de hoy y, de paso, vender algunas también para la de mañana, que presume mejor, porque el matador de hoy defraudará. “Este –sentencia uno, que parece que sabe – es un torero aparente. Va de estrella, y ya se ha visto que no es nada… Es un torero aparente, aparente, sólo apariencia…”.

Se oye un quejido de la muchedumbre, luego silencio total en los tendidos y, por último, un aplauso que remonta, y arranca la música. Ya está todo el pescado vendido, y el “Tío”, al que acudían los reventas jóvenes y nerviosos cuando no sabían cómo resolver algo, abandona las inmediaciones de la plaza. Es elegante, como saben serlo los gitanos, con ese aire de saber lo que se tiene entre manos y preocuparles el resto del mundo un bledo. Como si fuera el único que conservara la calma mientras todos los demás giramos en un carrusel.




miércoles, 24 de agosto de 2011

La lagartija segoviana

Ahora que he vuelto al trabajo y está nublado no echo de menos los pináculos góticos de la Catedral, sino los muros de piedra con lagartija. Respeto a las lagartijas tanto como atizo sin misericordia a moscas y mosquitos, a pesar de ser todos ellos seres vivos del mismo planeta. La lagartija es vecina del casco viejo de Segovia, de calles sin portales ni numeración, de esas travesías humildes y silenciosas que desprecian perros cagones y gentes meonas. Constato que la especie se da bien en la calle de la Rosa, en el callejón de Hércules y, en general, en todo el muro que rodea la huerta de las Dominicas, y también gusta de los bloques de granito que sujetan los atrios románicos. Por su cercanía a las iglesias podríamos decir que es un reptil de tipo espiritual, aunque donde reflexiona a gusto es afuera de los templos, tendido al sol, como un yogui rendido a la belleza del mundo. Pero no es la lagartija superlativa, al contrario, le interesa la vida y acoge cada pequeña novedad con excitación. Tan curiosa es que cuando pasa un gigante humano el temor a ser aplastada es inferior al deseo de vigilarle, y aun huyendo al primer hueco disponible, en la oscuridad sigue asomando su cabeza de almendra para no perder comba.

Como casi no quedan niños en el centro, podría pensarse que la población de lagartijas vive hoy una etapa feliz, aunque no existe ninguna estadística que lo demuestre. Lo cierto es que es un bicho bastante feo que se ha adaptado a vivir la vida como viene, y cuando pierde la cola en vez de lamentarse de su sauria existencia logra que le crezca una nueva, tal vez no tan bonita, pero sí muy útil. Prueba de su adaptabilidad es que hay una muy astuta que vive en el cajero de San Facundo –en tiempos de Caja Segovia y hoy de Bankia–, y que entra y sale por debajo del portón sin que se entere de nada el señor Rato.

Me gustaría saber a qué familia pertenece la lagartija segoviana, pero la prosa faunística me confunde. Por lo que leo, podría ser una lagartija ibérica, o tal vez roquera, o puede que colirroja. Como no se está quieta, es difícil diferenciar si mide 180 milímetros o se aproxima a los 230, si sus escamas son acaso, normalmente o a veces pardogrises, aceitunadas, pajizas o más bien claroscuras. Pone también en los libros que puede vivir hasta cinco años. Ahora entiendo por qué una lagartija me miraba el otro día tan fijamente: mi cara le sonaba de algo.

jueves, 18 de agosto de 2011

Elogio del andrajo


Me dice mi confidente: “con la chatarra hoy se gana dinero”. En tiempos de crisis lo único verdadero son las materias primas: el oro, el trigo, el cobre. La basura, que no es materia prima carnal, sino prima de segunda o tercera generación, de pronto interesa. Después de varios años buscando el contenedor para llevar el papel usado de la oficina, ahora vienen a buscarlo todas las semanas. En el súper de abajo tiran a las nueve de la noche las existencias pasadas de fecha, y a las nueve y cuarto ya hay una familia junto a los contendores, seleccionando lo que merece la pena. El otro día protestaban los chatarreros porque en Hacienda querían que cotizaran por lo que ganan cada vez que un tipo dice: “llévense lo que quieran, el asunto es que quede limpio”. Los inspectores quieren que se sepa qué hay de oro en lo que no reluce. Cuando vivíamos en el reino de Midas, poco importaba una chatarra aquí y otra allá; pero esos tiempos se acabaron, y ahora no hay ninguno más pobre que nosotros, mientras no demuestre lo contrario.

Hago la limpieza anual. Tiro conservas caducadas, botes medio terminados, revistas, ropas y zapatos muy viejos, juguetes rotos, algún adorno inútil que me molesta; lo que se quedó pequeño y puede servir irá a la parroquia del barrio. Ahora te cogen todo en cualquier parte, porque hay cola para los repartos cada semana. Cuando levanto la tapa del contenedor me entra un sudor frío, y temo que en esas bolsas haya algo de valor de lo que me arrepentiré desprenderme. Algo que me podría alimentar o abrigar cuando esta crisis acabe con todos nosotros y nos arroje a vivir debajo de un puente, dejando de ser respetables ciudadanos que tiran basura a ser ciudadanos, también respetables, que rebuscan en la basura.

Junto a la plaza mayor de Valladolid, en los sótanos de San Benito, sala municipal de exposiciones fotográficas, se expone la obra de un moldavo ya fallecido, Miroslav Tichý. Su biografía dice que tenía un privilegiado ojo fotográfico. Por lo demás, era un tipo raro que iba permanentemente cubierto por un abrigo viejo de su padre, que preparaba sus cámaras con latas, gomas elásticas y porquerías varias que rescataba de la basura y que utilizaba unas gafas reconstruidas con cinta de celo. Cada día, durante años, Tichý gastaba tres rollos de película, sin mirar por el visor y un poco al tun tun. Bueno, no tanto, porque casi siempre los fotografiados eran los cuerpos de mujeres, jóvenes y guapas, a las que el reportero no incomodaba porque no creían que con semejante facha y tales cámaras pudiera de verdad hacer fotos. Veo el trabajo del artista, le escucho filosofar en un documental que proyectan junto a la exposición. Un par de chicas perroflautas escuchan atentas las palabras de Miroslav, apóstol del no consumo, entrevistado en su taller chatarrero.

A la vuelta miro de otra manera el carro del indigente del barrio, que aparca siempre en la misma acera. En estos días de verano la carga que lleva ha doblado su volumen, seguramente gracias a gente que, como yo, ha tirado trastos a la basura. Duerme por ahí, en algún sotechado, y por la mañana lía el petate y lo rodea de decenas de bolsas de plástico con cachivaches cubiertas por una lona sujeta con cuerdas, unos cuantos palos de fregona y un par de paraguas.

Entro en el súper a comprar cuatro cosas. La cajera me despierta: “¿Necesita una bolsita o lleva una?”. De nuevo me toca comprarla, y embolso la comida a toda prisa, sintiéndome culpable. Por atentar contra el medioambiente, por olvidadiza, por manirrota. Por todo, en general. Me pregunto si la cajera me daría la absolución.





sábado, 30 de julio de 2011

El mercado de los jueves

mercado de los jueves segovia
Una mujer ha colocado un buen montón de ajos y una balanza doméstica sobre una mesa de camping. A cada rato, grita: “aprovechaos hoy del ajo, chicas”. Este descarado eslogan intimida a las posibles clientas, que aprietan el paso, sin mirar apenas la blanca mercancía. A pocos pasos, un par de camiones muestran un damero de cajas de bollos, galletas y tortas cubiertas de azúcar. Encurtidos, cortezas y gominolas; botones, cintas y lanas; zapatos y zapatillas que si vas a casa y no te valen los puedes cambiar al jueves siguiente; mostradores de bragas supertalla y de minitangas imposibles; vestidos-bata para señoras y camisetas modernillas, todo se agolpa en el pasillo que rodea la elipse de la Plaza Mayor.

Hay expectación en los puestos más revueltos, cubiertos con prendas de ropa o quizás retales de tela, quién sabe, todo a un euro. Junto al ayuntamiento cuelgan pellejos de conejo y de zorro de segunda mano para economías modestas que consideran que sin pieles no hay domingo bueno, batas de cola para amantes del flamenco y una pila de bermudas que un hombre vende a cinco euros, y que además asegura que “tienen música”.

Tebeos arrugados, números antiguos del “Burda”, cintas de casete y elepés a un euro, y cosas extravagantes como un reposaguitarras, un aparato para hacer estiramientos o un cencerro dan el “toque rastro” muy del gusto del visitante accidental. Los hay muy tontos que cada jueves pasan por la Plaza como si no se enteraran de lo que allí está ocurriendo, atravesando los puestos en plan egipcio. Pero los que estamos en el ajo y en los ajos nos damos cuenta de que miran de reojo, y que para disimular hacen como si se interesaran por algún libro usado, que puede ser un incunable o bien una castaña, según.

Aunque lo anteriormente descrito pudiera indicar lo contrario, en esencia el mercado de los jueves alimenta a esa gente del montón que, en plan Numancia, sobrevive en el casco viejo de la ciudad. Gente que, en las cocinas de los pisos normales, no en viviendas de lujo rehabilitadas, cuece verduras y legumbres olla exprés y tiene la manía de reponer cada semana las piezas de su frutero.

Sólo por unas horas, la plaza deja de ser ese precioso decorado al que –no le queda otra– está condenada y los vecinos se amotinan para exigir lo suyo. ¡Ciruelas claudias de Ávila! ¡Melones como la miel! ¡Aceitunas barranqueras! ¡Patatas pequeñas para ensaladilla! ¡Calabacines de la provincia! Y las gentes llenan los carros y las bolsas, a veces con tantos kilos que los más viejos del lugar tienen que pararse un rato para tomar aire, antes de escurrirse por las callejuelas y dejar la Plaza plácidamente ordenadita, hasta el jueves siguiente.




lunes, 25 de julio de 2011

Librerías de barrio

librerías de barrio
Entre los recomendados de la lista de libros que nos pasó la profesora de Literatura para el verano de 1982 estaba “Viento del Este, Viento del Oeste”. Sólo un año antes todavía leía historias de los tres investigadores y unas que editaba Molino para adolescentes que hacían sus primeros pinitos como arqueólogas, publicistas o jinetes mientras descubrían algún que otro misterio. No recuerdo bien el resto de los libros de la lista –me suena de aquella época Juan Salvador Gaviota, Heminway, Delibes, Unamuno, Clarín, tal vez Galdós–, porque el primero que leí fue el de Pearl S. Buck, y me enganchó tanto que dediqué el verano a leer el resto de los que había en la Biblioteca Pública de la misma autora: La buena tierra, Peonía… En todos ellos había mujeres con pies diminutos atrapados en vendas, concubinas celosas e infelices, campesinos pobres y señores ambiciosos, y bebés regordetes vestidos con ropas de color rojo carmín. Como entonces no había Internet, cuando abrí las páginas de “Viento del Este” no sabía ni quién era el autor ni de qué iba la trama, ni siquiera que hablaba sobre China. El volumen de la biblioteca tenía unas cubiertas enteladas de color granate suave, con el título impreso en letras doradas. El otro día busqué el ejemplar en las estanterías de la biblioteca, pero claro, ha pasado demasiado tiempo y ha sido sustituido por una edición de bolsillo con un título en tipografía chinesca que da bastantes pistas sobre su contenido. En una esquina de la portada indica “nosecuántos miles de ejemplares vendidos”, no sé bien si para distinguir o vulgarizar la obra.

En esa fascinación de los doce o trece años por este best seller, y también por los libros de Agatha Christie, leídos y releídos tantas tardes de verano de un tirón, están buena parte de mis preferencias actuales, que yo diría que es una mezcla de las piezas lacadas y el té de las cinco. Por alguna carambola comencé a escuchar Radio 3, y más tarde me hice socia del cine-club de la Uned, y del desaparecido Lumière. Y esos escritores, directores, músicos que admiraba a la vez citaban otros autores que les gustaban, y siguiendo aquellas pistas aprendí a encontrar canciones, imágenes y palabras que me ayudaron a crecer y que, definitivamente, hacen que mi vida sea mejor.

Me fijo siempre en los escaparates de las librerías de barrio. En Valladolid hay muchas: cuanto más grande es la ciudad, menos sentido tiene ir a las calles del centro para aprovisionarse de lo esencial, y tener herramientas para escribir y leer sigue siendo esencial. La mayoría de las papelerías sobrevive, como las mercerías, vendiendo pequeñas cosas, que a veces cuestan unos céntimos: cuadernos, gomas, bolígrafos y cartulinas. También siguen adelante gracias a la venta de libros de texto, si pueden hacer frente a la apisonadora de la competencia de las grandes superficies. Pero aún las más pequeñas cuentan con su selección literaria. Contra los kioscos de las estaciones de tren, que se aprovisionan exclusivamente de esa selección de los libros más vendidos por los que apuestan las grandes editoriales, las pequeñas librerías de barrio hacen sus propias composiciones sobre la literatura necesaria para sus vecinos porque ¿quién conoce mejor que ellos lo que quieren leer los clientes de la zona?

En el enano escaparate de estas tiendas si un libro está es que se ha ganado a pulso su presencia. Si aguanta un Pérez-Reverte, un volumen de anécdotas de la historia, un Javier Marías y un Punset es porque alguien de barrio lo ha comprado y leído, y posiblemente hasta comentado con el librero que le ha gustado. Si permanecen ediciones de clásicos es porque en los colegios cercanos los siguen mandado leer, y tampoco pueden faltar diccionarios, algunos ensayos sobre historia, manuales de salud, cocina y botánica, biografías, un buen surtido de libros para niños que no sean demasiado caros ni demasiado vanguardistas… De pronto aparecen uno o dos volúmenes de alguna editorial minoritaria que el librero sabe que funciona, porque hay un vecino rarito que de vez en cuando cae por ahí. Y puntualmente cada venta es repuesta, una a una, porque en las librerías de barrio no pueden permitirse tener esos tacos de decenas de ejemplares de la misma obra. Aquí se vende best seller (o más bien, “solid” seller), pero al detalle Y así te das cuenta que el best seller no va a comprarlo un rebaño entero, sino la chica que trabaja en la peluquería de al lado, porque el autobús que le lleva hasta Laguna tarda mucho, o el señor que se quedó viudo y ahora pasa mucho tiempo sentado en el parque. Y si leer a Pearl S. Buck te lleva a la literatura underground china, pues vale. Pero si te lleva a leer otro libro de Pearl S. Buck, pues vale también. - See more at: http://www.eladelantado.com/blogsAutorId.asp?id=39&tit=Conexi%F3n%20Campo%20Grande&post=1721#sthash.gNZWKzTm.dpuf

viernes, 15 de julio de 2011

Amores del McDonald’s

Domingo en el McDonald’s. Hace calor y todavía no ha anochecido. En el McAuto, coches de parejas con niños hacen cola para llevarse la bolsa de papel marrón hamburguesero que evitará tener que cocinar la cena antipática del domingo. Dentro, también hay atasco de chicos y chicas de edades entre la adolescencia y la selectividad, que alargan el fin de semana comentando cansinos las aventuras del sábado. Algunos han cuajado en pareja al ritmo de los exámenes finales, y aprovechan la cola para investigar un poco más sobre los besos. Esta noche los príncipes del McDonald’s son un chico y una chica muy guapos, que debe hacer más tiempo que se ennoviaron, porque no hacen ningún esfuerzo por dirigirse la palabra. Devoran sus menús XL y a ojean de vez en cuando la pantalla de sus móviles, y cuando sólo quedan en la bandeja unas hojas de lechuga manchadas en ketchup, se marchan en silencio.

En las mesas aguantan grupos de chicas –las pijas, extrañamente seguras de sí mismas; las raritas y tímidas, sintiéndose fuera de sitio; las que parecen anodinas y les dio por ponerse un piercing a fin de curso y todavía tienen la nariz enrojecida –, casi todas vestidas con pantalones muy cortos y cabellos muy largos. Una se lamenta de las compañeras de clase que tiene, “que son todas unas chonis”, y comenta sus escasas posibilidades de ligue “porque la mitad de los chicos son gais y la otra mitad más tontos que una piedra y no se puede hablar de nada con ellos”.

Un grupo con ellas y ellos comparte hamburguesas de a 1 euro y sopesan cuánto bebió no sé quién la noche anterior, que por cierto tenía 100 euros y no invitó a nadie, y también se preguntan si no se cuál se meterá algo, porque comenzó a hacer musculación hace un año y está ya como el capitán América. Entregados a contar anécdotas, por un momento se olvidan de esos cuerpos que les limitan y persiguen, que parece que no acaban nunca de poner en su sitio, como si dentro de los gigantones en los que se han convertido resistieran acobardados los niños que fueron hace bien poco.

Mientras hablan de si estudiarán ciencias ambientales, nutrición o criminología, según, lo único que realmente les apetece es enamorarse y colgar uno más de los candados que decenas de parejas vallisoletanas enganchan a la valla del puente del Museo de la Ciencia, tirando después la llave sobre el Pisuerga. Ya lo hicieron Salo y Eli, Roberto y Belén, Sara y Dori, Solete y Lunita, Eli y Casper, Cookies y Pimpim, Manuel y André… Nada original, de acuerdo, pero a ellos las promesas de amor eterno les deben de sonar a nuevo. El otro día leí en la puerta de un baño de la piscina una frase bien tierna: “No puedo olvidarme de ti, porque cuando empiezo a olvidarte me olvido de que te tengo que olvidar”. La mismita que decoraba la puerta de otro baño, en el instituto Andrés Laguna, hace casi ¡treinta años!


viernes, 24 de junio de 2011

Turismo pequeño


La primera excursión que los niños de Valladolid hacen con el colegio suele ser al Campo Grande, en la ciudad, y a una granja escuela, en algún pueblo cercano. Cuando ya han pasado por la Santa Espina y los montes Torozos, por Urueña y Medina de Rioseco, están preparados para ir hasta Silos y Covarrubias, si cogen la carretera al norte, o hasta El Henar, Cuéllar, la Granja y Segovia, si tiran hacia el sur.

De Segovia saben bastantes cosas, dado que como mínimo en Primaria tienen que recitar de memorieta cuál es el pico más alto de la región, el nombre de un par de afluentes del Duero en cada provincia y el número de aeropuertos que existe, o sea, cuatro. Conocen la indumentaria típica segoviana, que los lugareños estamos todo el día entre plato de “alubiones” y ración de “cochinito” y, sobre todo, que en la capital se levanta el Acueducto.

Empleo técnicas cualitativas para conocer las opiniones de los escolares vallisoletanos que visitan Segovia y, con un margen de error más menos del 50 por ciento, arriba o abajo, puedo afirmar que lo que más les gusta es el Acueducto “porque es muy grande”. También citan la Boca del Asno, “porque hay caballos sueltos”, y la explanada de la Fuencisla, puntos donde toman un bocadillo austero, al estilo de los tiempos que corren.
Preguntados sobre lo que menos les gusta de Segovia, diplomáticamente contestan que “nada”, aunque pensando un rato se acuerdan de “una señora de una tienda de recuerdos que no nos dejaba tocar nada”. Sobre cómo son los segovianos, concluyeron que “no sé, personas normales, como aquí. Qué pregunta…”.

Aunque no gastan nada en hostelería, un niño admite que agotó los 7 euros que le habían dado en casa en un acueducto de recuerdo bastante grande para él mismo, otro pequeño para sus papás, y 20 céntimos que le dio a una compañera para comprar otro más, y aún le sobró dinero para invertirlo en una peonza. Otra niña de diferente colegio y barrio confirma la predilección por el acueducto de escayola, de un euro a dos y medio, según los tamaños, aunque también compró un boli con unos cerditos y un imán que ponía “I love Segovia” en rojo y blanco.

La satisfacción del turismo pequeño –pese a que Segovia no puede hacer la sombra ni por asomo con el nivel de columpios alucinante de los parques de Valladolid–, se confirma, con datos contantes y sonantes. La última y peliaguda pregunta respondida por los escolares fue qué tiene Valladolid mejor que Segovia: “Que es donde vivo yo, y ya está”, dice una. “Que en Valladolid no hay hierbas venenosas en los castillos”, dice el otro, que había estado en el Riofrío, un sitio “con cuadros de película de miedo, con señoras que te miran fijamente”. Los mismos mismísimos fantasmas que inquietaban a Alfonso XII.



viernes, 10 de junio de 2011

El símbolo en ruinas


El perfil del Cerro de San Cristóbal anuncia al viajero que ha llegado a Valladolid. En una tierra tan llana, una mole de ochocientos y pico metros es sobresaliente, y más cuando está coronada por una enorme antena blanca y roja. Cerca están otros cerros, el del Pico del Águila y la Cuesta Redonda, todos ellos rodeando a la Cistérniga, un municipio que hasta hace quince años tenía unas cuantas calles de casas bajas con señoras sentadas a la puerta, y que ahora está plagado de impersonales urbanizaciones. El camino de subida al cerro es empinado y de hecho es utilizado con frecuencia por los aficionados a la bicicleta para poner a prueba su resistencia. Parte de las laderas están repobladas con cipreses que dan un aire triste y solemne al desvencijado camino, lo que no desanima a muchos vecinos, porque coronar San Cristóbal es el paseo local. El objetivo es llegar arriba, y punto. Las vistas son buenas, aunque no bucólicas: abajo queda una ciudad –no una postal– con sus polígonos, sus barrios, su desorden.

En 1961 allí arriba se juntaron 50.000 personas para inaugurar un monumento en memoria de Onésimo Redondo. Nacido en Valladolid, muerto en la guerra civil en el segoviano municipio de Labajos, fundador de las Jons y “caudillo de Castilla”, como todavía puede leerse en los muros blancos que enmarcan la construcción, está representado en una oscura escultura de más de 3 metros. A su lado hay otros cuatro hombres, un obrero con el mono, un estudiante con un libro, un campesino y un soldado, “en actitud de avanzar sobre el infinito”, como rezaba un periódico de la época. También contaba que el escultor al que se le encargó la obra empleó seis años en dar forma a seis mil kilos de bronce, que se espera que este verano desaparezcan de San Cristóbal, cumpliendo con la Ley de la Memoria Histórica.

El bronce es lo único que no ha emigrado de un monumento que no sé si alguna vez insufló heroísmo en un entorno que hoy sólo inspira desolación. Aguardando el veredicto desde hace años, te reciben la escalinata resquebrajada, el eco de varias generaciones de jóvenes que una noche vinieron aquí a dejar claro con un spray que no eran fascistas, y el replique triste de una flecha del símbolo falangista que está medio suelta y golpea la pared cuando empuja el viento.

Sólo las antenas de transmisión parecen florecer en esta tierra de nadie. A la mayoría de los vecinos de la Cistérniga les preocupan más sus radiaciones que si el monumento cumple su cincuenta aniversario sobre el montículo, o si al fin desaparece. Tampoco les hace demasiado gracia que los fines de semana la explanada se llene de coches con parejas buscando, digamos, intimidad. En la oscuridad de la noche el cuadro de bronce ya no existe, y el cerro es sólo un punto alto que flota sobre las luces de la ciudad.





jueves, 2 de junio de 2011

El poder de la amapola

Las amapolas se levantan antes que yo, y cuando voy camino del trabajo están ya extendidas, a pleno sol. Su vida es muy breve, así que calculo que en las últimas semanas he saludado a varios miles de amapolas diferentes. No voy campo a través, es un solar a cien metros del Paseo de Zorrilla que se quedó sin comprador en los tiempos de la especulación inmobiliaria y que ahora está tomado por el salvajismo de amapolas, cardos y malvas. En esa parcela urbana vallada y sin utilidad si quiera para el aparcamiento de coches o las cacas caninas, hay también manzanillas cabezonas, de esas que se llaman “locas” como a la avena sin grano, y también dientes de León, que de niños llamábamos las “flores del diablo”.

Dentro de unos días, cuando el sol apriete y comience a amarillear la hierba, vendrán unos señores que esparcirán herbicida y segarán la finca, para evitar que la paja de agosto arda. Pero ese fuego en nada altera a las amapolas, que en abril del año que viene volverán a asomar sus capullos, que guardan secretos gallos, gallinas y “capones de la china” (¿alguien no jugó a eso de pequeño?). Tan común como salvaje, la amapola sigue sin visitar un jarrón, con ese tallo desapacible que mancha, y esos pétalos que se quiebran como alas de mariposa.

La amapola ni hila ni teje y, siendo bella, lo que más me llama la atención es que no parece necesitar nada: sólo vive. Como la grama, que inquieta cada año a los jardineros, o las piedras, que parecen crecer en las tierras aunque cada año los agricultores remuevan las parcelas. La amapola resiste y no sólo eso, es que se chulea, ondeando en medio del asfalto o en donde sea.

Leo: “Existe una voluntad de trabajar, pero no tanto de vivir”. Sigo leyendo: “No puedo afirmar que ningún gran desastre vaya a sobrevenirnos jamás, pero sí afirmo que el miedo a las cosas que podrían sobrevenirnos es un mal mayor que las cosas en sí, y sería mucho mejor ir por la vida sin temor, y tropezar con algún desastre, que ir por la vida de puntillas… porque hay algo brillante, cálido, universal”. Lo decía ese señor, Bertrand Russell, en 1924, y lo leo en la web de DDOOSS. Una vez al mes recibo en el correo electrónico el boletín de este colectivo pequeñito, la “Asociación de amigos del arte y la cultura de Valladolid”, y me fío de ellos porque ni les conozco, ni salen en los periódicos todos los días, ni tienen festival, ni feria, ni premio alguno. Se dedican a recoger buenos artículos, entrevistas, relatos, poesías, vídeos y música y enviártelos, sin cobrártelos y sin que ni siquiera les des las gracias. Que las díscolas malas hierbas no nos falten.



jueves, 12 de mayo de 2011

Lo que los "faseros" comparten

En la fábrica de la antigua Fasa, hoy Renault, no hay cafetería. De diez a diez y cuarto de la mañana, y de seis a seis y cuarto en el turno de tarde, es la hora del bocadillo, que los trabajadores acompañan con un café o refresco de máquina. Suman cerca de cinco mil empleados, cifra que está muy lejos de los más de 20.000 que llegó a tener a finales de los sesenta. Hoy sólo se mantienen los tres turnos de producción en motores, donde la planta de Valladolid sigue siendo puntera: el 42 por ciento de los vehículos Renault del mundo llevan dentro uno de ellos.

En la explanada de la fábrica, junto a la salida de la autovía de Valladolid a Segovia, relucen como un espejismo los vehículos terminados. Hay Clios, y también Modus, el modelo que los vallisoletanos mencionan en voz baja, porque no se vendió como se esperaba. Está en el horno el pequeño twizy, el coche eléctrico, junto al que gustan fotografiarse los políticos cuando visitan ferias de novedades. Si funcionara, tal vez subiría el ritmo en montajes, que hoy precisa de un solo turno, y habría más contrataciones. “Tal como están las cosas, la mayor reivindicación que se puede hacer es seguir trabajando”, comenta un sindicalista.

Nadie dijo que ser “fasero” estuviera exento de problemas, ni ahora, ni en el pasado. Seguro que trabajó de firme el señor Contreras, el empleado identificado con el número 1 de la empresa, que ejercía de cajero, o la número 2, que era limpiadora, y tampoco será fácil completar la jornada para el número treintaitantos mil, por el que deben ir ahora. Gregorio, empleado número 1.953, se acuerda de las cadenas atestadas y del agobio cuando a uno se le pasaba la “fase”. Del prematuro envejecimiento de compañeros que no pudieron, como él, progresar a puestos menos repetitivos. Habla del “poblado de Fasa”, viviendas construidas al final de la carreta de Madrid, que fueron ocupadas por muchos trabajadores. De la piscina y pistas deportivas del Pinar de Antequera, del equipo de fútbol de la empresa, que llegó a tercera división. Luego llegó el primer gran plan de ajuste de plantillas, que le llevó a la jubilación prematura, y a la asociación que hoy preside, Ex Fa, de ex trabajadores de la firma. ¿Lo mejor? El dinero: “seguro que en Fasa nadie se quedó sin cobrar”, dice.

El obrero más modesto de la fábrica ganaba más que técnicos cualificados de otros talleres, así que no es difícil entender que en esos años de crecimiento llegasen a Valladolid trabajadores de muchas partes, de la provincia de Segovia incluida. “Hubo que hacer un trabajo enorme, porque la psicología individual del campesinado no tiene nada que ver con la industrial, que exige que se comparta todo para que las cosas funcionen. Pasaron de la casita molinera al patio de vecinos, por así decirlo”, explica un directivo, ya jubilado, de la firma. Todos esos miles de personas terminaron por tener mucho en común, y protagonizaron en 1974 la primera gran huelga de Valladolid, por entonces ilegal, seguida por 8.000 de los 11.000 asalariados que había en aquel momento.

Compartían también, y comparten, que la inmensa mayoría conducen un Renault. Primero porque no daría buena imagen que apostaran por otra marca; segundo, porque de verdad confían en lo que han fabricado sus manos, que es nada menos que un coche. Cada uno recita los automóviles que les tocó en su época: el Dauphine rojo Montijo; el “coche de las viudas”, el inestable Gordini; los “R”, el R-7, R-9, R-19 y R-8 … Y cómo no, el 4x4 –cuatro puertas, cuatro cilindros, cuatro plazas– del que el 12 de agosto de 1953 salieron de fábrica las primeras doce unidades, yendo la primera unidad, matriculada en Madrid, a manos de doña María Victoria Agruña.

Unos pocos años después, en 1956, salía de la Dagsa segoviana un meritorio vehículo. Corre por ahí el rumor de que la Fasa pudiera haberse instalado en Segovia, pero que las fuerzas vivas del momento boicotearon la operación para evitar que creciera un movimiento obrero sólido que supiera cómo reclamar sus derechos. Es una bonita historia, tan bonita que me consta que circula también, pero cambiando la provincia protagonista, en Salamanca y en Zamora, al menos. El coronel Jiménez Alfaro, el visionario militar que imaginó una fábrica de automóviles en Valladolid, en esa patria de destripaterrones, como criticaron algunos en la época, no tenía ni idea de pasados los años iba a existir el estado de las autonomías y los tira y afloja provinciales para interpretar la historia. Sencillamente, su madre vivía en la ciudad y le pareció que era un buen sitio para alojar a Fabricación de Automóviles SA. Y tenía razón, este hombre.













miércoles, 20 de abril de 2011

Canción nueva para Villalar

Otro año que no voy a Villalar. Sé que debería ir, aunque sólo fuera por humana curiosidad, pero como es fiesta al final siempre intento escaparme a Segovia. No es que no abrigue en mi interior un poco de sentimiento regional, al contrario, quiero a la región en general, con sus incongruencias y debilidades, y quiero en particular a Ávila, Burgos, León, Palencia, Salamanca, Soria, Valladolid y Zamora, y a Segovia, claro está. Conozco a gente de todas esas provincias, he estado en pueblos de cada una de ellas e incluso en las nueve he comido y tomado café en feliz sobremesa. Pero no me veo ni con el pañuelo al cuello y ni empinando la bota de vino. No es nada personal contra el folklore popular, es que ni me van las procesiones, ni las peñas, ni las jotas. Si veo un montón de gente, mi instinto natural es irme lo más lejos posible.

Leo la programación musical para los que acudan a la campa. Están los clásicos, como el Mester o Candeal, y también los macarras, como Resaca Comunera o Los Kolegas de tu Vieja. Me pregunto, en aras a la globalización y el entendimiento de los pueblos, si no sería buena cosa que nuestro Mester o los Celtas Cortos, pongamos por ejemplo, tocaran en San Jordi, y que nos mandaran para aquí, también por ejemplo, a algún grupo catalán, como Manel, que además son muy buenos. Eso sí que me animaría a ir a Villalar, escuchar algo nuevo, que lo de que los de esta región somos muy austeros y muy sufridos ya me lo sé.

sábado, 16 de abril de 2011

Saludos muy cotizados

Desconfío de los refranes y los lugares comunes. Lo de “Fachadolid”. Lo de que los vallisoletanos son más secos que un higo. “¿Eg que no lo son? ¿Y que me dices de Aznar?” me replica alguno de mis ex compañeros de estudios, que piensa que el tiempo lo marca el reloj de la Puerta del Sol. “Que no –le explico– que Aznar es madrileño, y le gustaba tan poco Valladolid que dice un periodista amigo mío que se iba a desayunar al Corte Inglés, para sentirse más cerca de la Castellana. Zapatero es el que nació en Valladolid”. “Pues el alcalde ese que tenéis, ese no me digas que no es de pura cepa Valladolid”, replica.

Nada que hacer. A pesar de mis esfuerzos, ahí están los vallisoletanos, con la etiqueta de bordes olímpicos. Pregunto en el bar de abajo y están de acuerdo con su penitencia. Incluso creo que sienten cierto alivio al reconocer que son secos y que no merece la pena hacer ningún esfuerzo para modificar su idiosincrasia. Un canario emigrado, envuelto en una bufanda, justifica con voz suave la antipatía pucelana por el clima severo y en el escaso movimiento de gente. “En todo caso –sentencia alguien– en el trato mejor la escasez que la abundancia, que los andaluces son unos pesaos”.

Veo la antítesis, el ying y el yang: a un lado, un vallisoletano, el seco; al otro, un andaluz, el salao. Voy a la Casa de Andalucía y me como una tostada 5 sabores, con paté, tomate, membrillo, mermelada y queso. No sé si son más simpáticos, pero de pronto me siento mucho mejor. José, el sevillano presidente de la casa, no hace demasiado caso de los tópicos. El año pasado estuvo en Pedrajas de San Esteban y se encontró con decenas de parejas –ellas de flamencas, ellos de corto– yendo a caballo a una romería, y me recuerda que Valladolid es una de las ciudades del país con más afición a las sevillanas y a las rumbas. Lo que sí que reconoce es que si quieres que un vallisoletano hable, lo más seguro es que tengas que empezar tú.

Menos mal, creí que a él no le había pasado eso de saludar una o dos veces al entrar en un comercio o cruzarte con alguien en un portal y pensar que te habías quedado sin voz, al no escuchar ninguna respuesta. Oí hace tiempo que el vallisoletano es un tipo que cuando te avista tira deprisa una piedra detrás de ti para que te des la vuelta y pueda aprovechar para irse corriendo y ahorrarse el “hola”. Que el saludo sea tan costoso en esta ciudad, tras un análisis sosegado, estimo que puede deberse a: uno, que los vallisoletanos piensen que no hay que saludar a otro ser humano si no se ha sido convenientemente presentado; dos, que los vallisoletanos piensen que hay que guardar energías para los tiempos de escasez. Hay una razón tres, la timidez, pero no la considero una costumbre colectiva.

Me entero por internet que un antropólogo, Luis Díaz Viana, escribió hace tiempo una obrita titulada “Del carácter vallisoletano”, que intento localizar, sin éxito. Él, que es un vallisoletano simpático, que saluda e incluso contesta al teléfono, me cuenta que no cree en los caracteres colectivos, pero sí en normas de comportamiento comúnmente aceptadas en un sitio que chirrían en otro. Hablamos de ese vallisoletano austero y arrogante, de la burguesía capitalina, segura de sí misma y más bien hosca que, durante muchos años, controló el comercio de una ciudad de estructura social cerrada. Y hablamos de los sustos que esa forma castellana de expresión, con frecuencia más ruda que directa, da a los hablantes latinoamericanos, muchos hoy vecinos nuestros.

Vale, Segovia tampoco es Río de Janeiro, y que levante el dedo quien no se haya quedado mirando un escaparate de la Calle Real para no tener que saludar por tercera vez en un día a la misma persona. Pero, ¿en qué otra ciudad basta con saludar y charlar medio simpáticamente para que te digan “a que tú no eres de Valladolid”? Sólo un dato: dos de cada tres socios de la Casa de Andalucía no son andaluces, sino vallisoletanos que han pedido asilo político.

domingo, 27 de marzo de 2011

Elegir colegio


Estos días los colegios de Valladolid organizan visitas y atienden a los padres que pueden estar interesados en matricular a sus hijitos al curso que viene. Antes las familias llevaban a su vástago al maestro y le decían: “a ver qué puede usted hacer con este cencerro”. Ahora, los padres somos más bien roussonianos, pensamos que nuestro niño tiene toda clase virtudes extraordinarias y que el sistema escolar le cercenará sus potencialidades innatas. Empiezas a repasar la lista de centros escolares, buscando la clave que determine tu elección. Principales: centros en los que hay que pagar mucho (en Valladolid hay apenas un par de privados cien por cien) y centros en los que en principio no hay que pagar nada o sólo un poco (los públicos y los concertados). Otra diferencia, colegios católicos (los concertados, mayoritariamente de órdenes religiosas, además de dos centros del Opus Dei) y los laicos (los públicos, y también los privados). La última consideración, las instalaciones, bastante mejor cuando no mucho mejor dotadas en los colegios concertados y privados.

Los centros privados tienen la ventaja de ser los únicos verdaderamente bilingües de Valladolid, y bilingüe quiere decir que la primera vez que el niño oiga hablar de ecuaciones será en inglés o en francés, es decir, que toda la materia se impartirá en otro idioma. Tampoco se nos escapa que si puedes pagar un privado tienes la garantía de que los compañeros de tu hijo son todos hijos de otra gente que también puede pagar un privado. Y eso ya es un club bastante exclusivo.

El resto de colegios, que son la inmensa mayoría, los pagamos entre todos con nuestros impuestos, y en teoría puede ir cualquiera. Los más demandados en Valladolid son el Lourdes, la Salle, San Agustín… todos concertados. No creo que obedezca esa preferencia al compromiso religioso de los padres, aunque pueda ser así en algunos casos. Ni creo que se deba a que consideren que la educación es mejor: hay una obviedad, y es que el profesorado de la pública ha superado las oposiciones que validan sus conocimientos y refuerzan sus derechos y, en general, está mejor pagado. Lo que no quiere decir que no haya excelentes –y también pésimos, pero muchos menos– profesores en cualquier tipo de centro, claro está.

Otro argumento es el del porcentaje de inmigrantes, que es mayor en los colegios públicos, a pesar de que deberían ser asumidos de forma homogénea por todos los centros que pagamos entre todos, públicos y concertados. Los inmigrantes llaman menos a las puertas de los concertados, porque aunque en principio son gratuitos temen no poder asumir costes derivados de uniformes, cuotas voluntarias o actividades paralelas que se programen.

Algo que me sorprende es que la demanda de concertados sea mayor que la de los públicos aun en zonas donde no existe un porcentaje significativo de inmigración que pudiera tambalear el ritmo de aprendizaje de la clase. Puede parecer caprichoso pagar un médico privado cuando puedes estar perfectamente atendido en el Sacyl, pero en la educación esto pasa muy a menudo. Desde luego la educación pública tiene un problema de marketing tremendo (algo que en general ocurre con los bienes públicos), cosa que no sucede con la concertada: basta con pasearse por la espartana fiesta del cole de un público, frente a los festejos con pañuelos multicolores, superactividades e incluso himnos que refuerzan el sentimiento de pertenencia en los coles concertados.

Los padres de ahora dejan a los niños que lloren y se levanten solos cuando empiezan a andar y se caen al suelo, pero a la hora de elegir colegio muchos prefieren que estudien entre iguales con polos de la misma marca o, en su caso, entre otros más ricos que ellos, para que crezcan como flores de invernadero. Quieren que estudien inglés, francés o incluso chino e hindú, por si acaso tuvieran que emigrar, pero no a buscar trabajo en cualquier parte, como la mayoría de los que vienen a nuestro país, sino en plan diplomático o similar.

Lo comprendo, yo también soy madre y me da miedo el frío del invierno y el calor del verano. Pero el frío y el calor están en todas partes, y en el botellón participan con el mismo entusiasmo los adolescentes de los concertados y los de los institutos públicos. Mientras intentamos que nuestros hijos crezcan en un mundo sin esquinas, un mundo que no existe y del que sin duda seríamos expulsados nosotros mismos, por desobedientes, incrédulos y revoltosos, ellos van dejando de ser nuestros hijos para ser hijos de su tiempo.

En un colegio público de esos de ladrillo rojo que se construyeron en los años treinta en Valladolid, en los últimos meses mis hijos han aprendido que hay compañeros que no han podido llevar a tiempo el material escolar que el cole pedía, porque en sus casas no tenían dinero; supieron que hay padres en el paro y niños que solicitaron una beca para asistir al comedor todos los días; dijeron adiós a compañeros que nacieron aquí de padres inmigrantes que perdieron su trabajo, y les han contado que en sus países de origen les han puesto en cursos inferiores, porque sólo saben hablar español; hay niños a los que un día les recoge su padre y otro, su madre, y tienen dos casas, y hay otros que viven con la abuela, porque el padre siempre está viajando. Tienen compañeros que dicen que Dios no existe, y otros que van a la iglesia evangélica; tienen colegas que están todo el rato moviéndose, y otros que han repetido y que, aunque lo intenten, no terminan de comprender los enunciados de los problemas. Así es la vida, hijos, y hay que esforzarse, en cualquier circunstancia.