Aunque no falten los rulos en el todo a cien, en los salones modernos están recluidos en un rincón, junto al secador de pie. Lo que se lleva es la tonalidad, el efecto, las capas, la nutrición, el volumen, y los trocitos de papel albal para los reflejos, que ya no se llaman mechas. Como todas lucimos igualmente horribles, ninguna se ríe de la compañera. Nos enfrascamos en lecturas de calado, como la entrevista a una estreñida de “una de las familias más antiguas” de Italia, que muestra su casa, con imponentes cuadros, magníficas porcelanas y frescos en bajorrelieve, y que, desagradecida ella, afirma que “la sencillez y la vida informal son más mi tipo”. Comentado también es el artículo “afrontar las navidades sin kilos de más”, porque tres son los temas predilectos de la peluquería: los hijos (ese se comenta de pasada, porque aquí somos mujeres, no mamás), las dietas y los dolores. Por ejemplo, a la señora de al lado, que iba a ir a urgencias pero había mucha cola y cambió al médico por el peine, le aconsejan que lo mejor para el dolor de barriga es una patata cocida machacada con aceite y limón.
Ya no me acuerdo de lo que hablaban las chicas que iban juntas al servicio de los bares (yo debía ser poco chica, porque iba sola), pero en la peluquería sólo hablan de hombres o las recién emparejadas, o las que están hasta la peineta. En general no es un trending topic, y su interés queda muy por debajo de cualquier receta o truco para camuflar las ojeras. Las señoras mayores, que acuden un día fijo –el lunes o el viernes o sábado, para aguantar la semana–, vacunadas de cualquier romanticismo, son las que mejor se entregan a la disciplina del arreglo, porque conocen sus inmediatos beneficios.
Debajo de la toalla, con el babi azul, se me ocurre que sin el adorno del pelo y la ropa una podría ser una mujer o cualquier otra cosa: un vendedor de seguros, sin ir más lejos. Pero cuando salimos del laboratorio todo cambia. La estirada que estaba a mi lado, que con el turbante se parecía tanto a “Rebeca”, se ha plantado unos tirabuzones rubios a lo Farrah Fawcett y ha elegido el morado para las uñas. Antes de pagar, se echa una miradilla triunfal en el espejo, y la peluquera le comenta que vaya melenón que se le está poniendo, que “ya se sabe que la cana engorda el cabello”.
Mientras barren los pelos de tres clientas, viene el padre del niño y atraviesa el gineceo a toda pastilla, como si pudiera perder la virilidad con una rociada de Elnett. Pues a lo mejor era lo que le hacía falta: un buen golpe de laca puede ser definitivo para la autoestima.
Postada: la foto es de un cartel muy bonito de una peluquería de Valladolid, pero que conste que nada tiene que ver con la historia que cuento.

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