domingo, 18 de diciembre de 2011

Por cien monedas de oro

Sin ser de mis cuentos predilectos, hay un momento del flautista de Hamelín que me viene a la cabeza con frecuencia. Es cuando el alcalde del pueblo, una vez los ratones han desaparecido arrastrados por la dulce melodía del instrumento, se niega a pagar al artista. “¿Cien monedas por tocar un poco la flauta? Nada de eso”, brama rotundo el edil. Como es un cuento, el flautista tiene una fenomenal y un tanto cruel forma de hacer cumplir el contrato, llevarse a todos los niños del pueblo, aunque al final todo se resuelven felizmente.

La moraleja, como ahora se subraya en esas incómodas ediciones que dan instrucciones a los padres para interpretar a sus hijos lo leído, parecía que era que uno debía de cumplir con la palabra dada. Hoy, sin embargo, cuando leo el cuento a mis hijos pienso en esa frase de desprecio del alcalde hacia el encantador poder del artista, que sabe embaucar y hacer olvidar todo lo demás a quienes le escuchan, sólo “tocando un poco la flauta”, esa minucia que no merece valor ni respeto.

Podría hablar de los derechos de autor, pero no veo cómo convencer de que la autoría vale algo a los que no están previamente convencidos. Hablaré de mi flautista de Hamelín, un chaval sin nombre de pila, como muchos personajes de los cuentos porque ¿a quién le importa cómo se llamaba Caperucita, o cómo bautizaron sus padres a Cenicienta? Sin embargo, mi flautista sí tiene una cara concreta: la que le dibujó María Pascual, una artista catalana que ha muerto a los 78 años este mes de diciembre, sin reverencias ni homenajes.

Me he puesto a buscar en las estanterías de casa libros suyos y, sumando los de Valladolid y los de Segovia, estoy por asegurar que es la autora que más se repite. Todos esos libros que ilustró, de cuentos de Perrault, de Grimm, de Wilde, fábulas de La Fontaine, leyendas de diferentes países, historias de Enid Blyton… le pertenecen sin haber escrito una sola línea. Entiendo la belleza de las ilustraciones de Doré, pero mi caperucita, la que creció conmigo, era una niña de mejillas lozanas, flequillo rubio y vestido azul celeste, porque así se la imaginó María Pascual.

No sé si se hizo rica con su prolífico trabajo, no abandonado durante años, porque han seguido saliendo ediciones de cuentos con sus dibujos. También guardo su colección de recortables, Las muñecas alegres, comprados los domingos en el kiosco que durante muchos años tuvo la estación de Renfe. Sólo una cosa podría reprocharle: que había más protagonistas rubias buenas que morenas buenas, algo que tal vez explique el alto porcentaje de rubias teñidas en la edad adulta… Ella misma, en las ediciones de los años ochenta de Toray, su sello de siempre, aparece en una fotografía con el pelo rubio, aunque cortito, nada que ver con las melenas maravillosas de sus heroínas. “Afectuosa para con los niños, amigable y sencilla en su conversación, siempre abierta el diálogo humano, siempre joven en sus ideas y su presencia. Esta admirable mujer, de breve melena rubia, que viste con moderna y discreta elegancia, es María Pascual”, se dice en el prólogo. Ella nos mira desde su mesa de trabajo, junto a sus botes con rotuladores y pinceles, con el flexo que la iluminaba mientras perfilaba hadas y princesas. Qué menos que cien monedas de oro merecía por su trabajo.



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