jueves, 20 de enero de 2011

El árbol caído

Un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer. Pero ¿qué es lo que tiene que hacer? Estás conversando, y tu interlocutor asiente con la cabeza a tus argumentos. Luego, empieza a hablar, y caes en la cuenta de que ha entendido lo que le has dicho totalmente al revés. Tampoco le sacas de su error, mejor sigamos de acuerdo. Esa es la habilidad de un líder: lograr que los demás recorran el camino que él quiere pensando que lo eligen ellos mismos. Que su mensaje sea lo suficientemente potente y a la vez impersonal para que se sumen a él muchos.

Me preguntaba qué tendrían en común los centenares de personas que hacían cola en Valladolid para que Mario Conde les firmara su último libro. Hombres mayores, de mediana edad, algunos jóvenes, pero no de camisa rosa y pelo engominado. Mujeres de sesenta, de cuarenta, apretando contra el regazo las 800 páginas del libro, en cuya portada aparece Conde muy joven, apoyado en el timón de uno de sus amados veleros. Silenciosos y pacientes, apenas elevan un poco la barbilla para comprobar que, por fin, llega, acompañado de su fiel escolta. No es muy alto, tampoco bajo, de cuerpo delgado y fibroso, como el junco que sabe doblarse para no ser segado por el vendaval. Tiene la piel morena y tirante de las personas que pasan mucho tiempo al aire libre, y está esmeradamente peinado para atrás, con algún rizo suelto en la nuca. Traje oscuro con rayas finas, camisa clara con gemelos azul cobalto, corbata, zapatos ingleses de hebilla y un abrigo largo que entregan a una dependienta para que no estorbe. Lleva un reloj deportivo de esfera grande y una alianza sencilla, y de su cuello cuelga un cordoncillo rojo con unas gafas que de vez en cuando se coloca para ver algún detalle. Estrecha las manos de los organizadores, y toma asiento.

Uno por uno, los admiradores se van acercando a la mesa. MC, como se llamaba aquella revista que fundó, siglas que hoy encabezan su foro de opinión en internet, Fundación Civil, mira un segundo el rostro de cada persona que llega, abre el libro correspondiente e inicia la dedicatoria. El ex banquero, el ex abogado del Estado, el ex candidato centrista, es diestro, y dibuja con su pluma una caligrafía legible, amplia y ligeramente caprichosa. Sin levantar la vista, escucha atento lo que, a trompicones, le cuentan sus admiradores, que suele revelar el secreto vínculo que les une con el autor. Así, no hay dedicatoria repetida. Los que tan serios estuvieron en la cola, sonríen como colegiales tras despedirse de Conde y, unos pasos más allá, ya solos, leen cosas como “Para fulanito, de parte de menganito, cuento con él para seguir llevando el gato al agua”, o “Para zutanito, con afecto, y que siga trabajando por España”.

Un señor mayor, del brazo de su señora, se abre paso entre la cola y murmura con sorna: “Anda, si éste ya ha salido de la cárcel”. La gente le oye, pero no hay réplicas. Preocupa más que llega la hora de que el protagonista se marche a dar una conferencia y que todavía haya muchos libros sin firmar. En esta hora y media, Conde se ha tomado un café y una coca-cola y aunque parece inalterable –como las máscaras clásicas, su faz refleja la seriedad o la sonrisa, sin más matices– sus piernas se cruzan y descruzan con más frecuencia, preparando la marcha.

En pocos minutos comenzará a hablar, y desplegará sus argumentos, a camino entre la economía y el espíritu, como se titula uno de sus libros. Contará sus experiencias, dejará entrever, como el ilusionista, que conoce algún hecho oculto que confirma sus teorías. Aportará frases convincentes, entre el aforismo y la tautología, frases como “Las personas no son sus palabras; ni siquiera sus actos: son su conducta”. Extraña reflexión que en parte explica que afirme que sus condenas no significaron su arrepentimiento. Porque un banquero también es un hombre, y tiene que hacer lo que tiene que hacer.

Un señor repasa la dedicatoria que el listísimo gallego ha rubricado sobre un ejemplar de “Memorias de un preso”: “Para mi amigo, al que tanto le hizo sufrir la lectura de este libro”. “Es que – me explica el señor– cuando uno ha pasado por lo mismo, lo pasas muy mal leyendo su historia”. Este hombre se siente igual a MC, no por banquero, ni por preso, ni siquiera por masón. Se siente un tipo noqueado que ha salido a flote.


lunes, 3 de enero de 2011

Regalos nada monos

A mí regalar me gusta, aunque comprendo que para mucha gente resulte una pesadilla, en la que solo se sumergen cuando la convención o la rutina les empuja a ello. Hay dos mandamientos para elegir un buen regalo: primero, ponerse en el lugar del otro, lo que obliga a eliminar de un plumazo todos nuestros gustos personales, por muy prácticos, refinados o modernos que resulten. Segundo: esta prohibidísimo regalar cosas “monas”. Lo mono es enemigo de lo personal: desconfíe de la dependienta que le aconseja que se lleve algo “mono”. Probablemente signifique que no vale para nada y que no lo usará nunca.

Si usted tiene dinero, compre sin rubor, en Reyes, en rebajas. Es bueno para la economía, y seguro que su despilfarro hará más felices a sus familiares que su tacañería, por mucho que la intente camuflar de virtud, aprovechando estos tiempos de crisis. Si no le sobra demasiado, no compre demasiado. La imaginación puede ayudarle, y yo voy a darle algunos consejos. Los que vienen en las revistas no me parecen demasiado útiles (relojes de 300 euros, catiuscas de 100, camisetas de 95, orejeras de visón…) así que he rastreado las mejores tiendas de Valladolid en busca de buenos regalos.

En cualquier casa los cocineros y cocineras recibirán con entusiasmo algún artilugio de los cientos que ofrece la ferretería de Juan Villanueva, en la Plaza Mayor. Cortador de patatas en tirabuzones, pinchos para comprobar pasteles, recogemigas, molde de gominolas y pastas, cortador-decorador de canapés, botijos o un corvillo de vendimiar son sólo algunas de las ideas que el escaparate del establecimiento ofrece, además del placer de poder comprar el número exacto de tornillos o brocas que se precisan, y no de cincuenta en cincuenta, como suelen venderte en las grandes superficies.

Seguro que las madres y tías de la familia sabrán apreciar en lo que vale un buen juego de agujas, compradas en alguna buena mercería, como la que hay en la calle Falla, en la barriada del Cuatro de Marzo. Isabel le contará que las mejores son las alemanas, que se deslizan suavemente por la tela, y no a trompicones. Como cuestan menos de tres euros, puede acompañarlas de unos bellos botones y un par de coquetas bobinas.

Si su cuñado es un apasionado de las tradiciones, no deje de visitar Lobejón, en la calle Santuario, una tienda repleta de cajoneras en la que se amontonan objetos útiles de todas las épocas. Curtidos, hules, arpilleras, cuerdas para saltar, felpudos, alfombras de piel de vaca, sacude colchones, bolsos de eskay, “filis” para las suelas de los zapatos, cucharas de madera pulidas y brillantes, pamelas y sombreros de paja y unas preciosas alpargatas de esparto para ir a la fiesta de la siega hacen de este establecimiento una parada obligatoria para el visitante curioso.

Para el resto de familiares y amigos a los que todavía falte su regalo, vaya a Severo Fraile, en la esquina de la Plaza de España con Teresa Gil. Cuando entre, antes de decidir si hace cola a la derecha o a la izquierda –es una tienda como las de antes, con mostrador y dependientes con bata–, disfrute del olor a ultramarinos, una mezcla de caramelo, especias, embutido, café, quina y bacalao en salazón. Allí nunca faltan clientes que saben valorar las legumbres, frutos secos y tofes solano al peso; los enormes botes de melocotón en almíbar, chicharro en escabeche, miel, achicoria o cacao; los mantecados, pastas y hojaldres; el azafrán en rama y el anís estrellado. También venden semillas y abono para huerta, toda clase de velas y alpiste y cañamones para canarios, prácticamente todo lo que puede necesitar un ser humano sensato para llevar una vida moderadamente feliz, bien alimentada y bien iluminada.

Y si, después de estas visitas, todavía le queda un hueco en el carro, siga hacia delante por la calle Teresa Gil y acérquese a las monjas Calderonas, a comprar medio kilo de bizcochos de soletilla. Y la mañana de Reyes, levántese el primero y prepare chocolate.