jueves, 17 de octubre de 2019

Vida y obra


Hay una frase que compañeros de profesión gustan de citar de Kapuściński, el famoso corresponsal de guerra: “no se puede ser buen periodista si no se es buena persona”. Sería fantástico que fuera tan fácil identificar a las buenas personas, que serían las que hacen bien su trabajo; o, por el contrario, saber que el autor de un mal trabajo es necesariamente una mala persona, en el periodismo o cualquier otra profesión. Pero no parece que sea tan fácil, sobre todo por esa libertad de juicio, y de perjuicio, de la que gozamos los humanos. Así, el tenido por bueno para uno, para otro es una verdadera calamidad, ya sea un tendero, un cirujano o el presidente de un país. Por muchas alabanzas o críticas, nada quedará probado en torno a lo que somos, más allá de lo que se trasluzca a través de nuestros actos, y en su caso de si cumplimos o no la ley, que para eso está, para que no nos tiente el gusto de decidir a cada momento qué es lo bueno o lo malo, según nos rasquen el lomo. Nuestra puntería para identificar a los buenos y los malos empeora cuanto más atrás echamos la vista, pero da igual, la veda está abierta, y al ritmo que vamos pronto dejaremos pingando hasta a Cervantes, y habrá quien empiece a pedir purgas de las bibliotecas, seguramente el que menos las utilice.

En una revista de los cincuenta, leí hace tiempo un artículo de un periodista italiano que visitaba Yásnaia Poliana, la villa en la que vivió León Tolstói, como dicen los manuales “el más grande novelista ruso”. Atendía a las visitas su hijo, Sergio, ya sesentón, reconvertido en guía de la que había sido mansión de su aristócrata familia, antes de la revolución rusa. “León Tolstói fue un gran artista que conoció y escribió los males de la sociedad capitalista, aunque por el ambiente corrompido en que nació careciese de la fuerza necesaria para luchar contra aquellos males, aportando remedios adecuados”, se podía leer en una inscripción, por la que se perdonaba la vida del Tolstói aristócrata, a cambio de que el régimen pudiera adoptar como ruso al Tolstói escritor.

El guía mostró las estancias de la casa al periodista: el sillón bajo en el que escribía, “porque era muy miope”; el cuarto donde terminó Anna Karénina; la fotografía de su mujer, con traje de novia; la escribanía en la que ella, desde que amanecía hasta la noche, trasladaba de su puño y letra los manuscritos del escritor… “Nuestra madre se esforzaba por repartir sus deberes entre los hijos necesitados de sus cuidados y el marido, ocupado en cosas eternas”, comentaba, para disculpar que Tolstói vivía más o menos en otro mundo, durmiendo solo y no permitiendo que nadie le acompañase a la mesa.

Tolstói murió a los 82 años de una neumonía, en una estación de tren. Dice Wikipedia que se había ido de casa porque quería renunciar a sus propiedades a favor de los pobres, que suena muy bien, a lo que su mujer se negó, algo que también se entiende, porque tuvieron 13 hijos, pese a que ella no quería y los médicos se lo desaconsejaban. Sofía quería quedarse con los bienes terrenales, y León con la posteridad, más allá de los pasajeros compromisos con la supervivencia de su prole.

Sí, a los ojos de hoy, Tolstói, como tantos otros, sería un machista irredento. Pacifista, iluminado, anarquista, quién sabe; para su hijo, el hombre ausente que escribía en el sillón bajo. Para el resto, ahí está su prosa, como un torrente.