sábado, 30 de octubre de 2010

Zorrilla en su jardín

He decidido congraciarme con José Zorrilla, por equilibrio medioambiental. En Valladolid la sombra de este hombre está por todas partes: el Paseo Zorrilla, el Instituto Zorrilla, la Plaza de Zorrilla con la estatua de Zorrilla, el estadio Zorrilla e incluso la mascota del equipo de fútbol, un zorro de peluche al que por razones obvias le transformaron en varón, el Zorrillo.Considerando que cuando en ésta y en otras muchas ciudades comenzaron a hablar de urbanismo y a tomarse en serio que las calles eran algo más que un camino pedregoso para vaciar orinales y pasear a la burra, no es raro que para nombrarlas recurrieran al nombre del poeta que tuvieran más a mano, y Zorrilla en el XIX llegó a ser muy famoso. Pero no es por la omnipresencia vallisoletana por lo que tenía manía a don José, sino por haber pasado a la historia como autor de don Juan Tenorio. El mito de don Juan nunca me ha fascinado, ni el don Juan crápula y condenado ni el redimido a última hora por sus remordimientos, aunque, con los años, tiendo a disculpar mejor los pecados de la pasión que los de la codicia.

Llegando los Santos, el escritor reaparece en cuerpo y alma. En lo corpóreo, una vez más representan su don Juan en el maravillosamente remodelado Teatro Zorrilla, en la Plaza Mayor. En lo evanescente, son días de encaminarte hasta el Cementerio del Carmen y visitar el Panteón de los Vallisoletanos Ilustres, donde está su lápida, junto a la de Rosa Chacel y Miguel Delibes. También puedes pedirle a un taxista bien informado que te lleve hasta su casa (si no sabe dónde está, cosa frecuente, basta con que le digas que te acerque a la cercana Comisaría de San Pablo), ubicada en una escondida y silenciosa calle peatonal. Las estancias visitadas son pequeñas, con una decoración suntuosa comparada con la humilde casa donde vivió Machado en la calle Desamparados. Pero el brillo romántico puede llevar a engaño: Zorrilla era de buena familia, aunque nunca fue amado ni aceptado por su padre y, pese a los reconocimientos, casi siempre estuvo arruinado. En la casa está el escritorio y la silla que le acompañaban en todos sus viajes –­decía que no le salía una frase sin su mobiliario–, el espejo con palangana en el que se arreglaba su barba, su cama y su descalzadora, un mueble a recuperar porque quitarse los zapatos es momento solemne para cualquiera que entra en su casa. Hay pájaros disecados, retratos, su máscara mortuoria, una cocinita y también el clave de su segunda esposa, Juana, treinta años menor que Zorrilla, que era conocido por su tendencia a ensimismarse por el género femenino, aunque cosechando menos éxitos que don Juan.

Sabiéndolo pobre, maniático, inseguro y enamoradizo, me congracio por fin con el más nombrado de los vallisoletanos al repasar sus poemas y sentirle consternado por el éxito de su criatura, un éxito que le perseguía aún cuando se sentía morir, y que finalmente justificaba, argumentado que don Juan era como todos los españoles: “Tiene que es diestro y zurdo,/ que no cree en Dios y le invoca,/ que lleva el alma en la boca,/ y que es lógico y absurdo”. Así escribía ese Zorrilla –el de la calle, el del estadio–, y mientras al otro lado de la calle la gente sigue haciendo cola para renovar su carné de identidad, puedes sentarte en un banco y observar cómo cae el otoño en su jardín.







domingo, 24 de octubre de 2010

Buscando a San Frutos

Hace un par de semanas me puse a buscar a San Frutos por Valladolid. Pensé que tal vez su imagen se venerara en alguna parroquia de pueblo, así que cogí el teléfono y llamé al departamento correspondiente, es decir, al Arzobispado. Me pasaron con un sacerdote que conocía bien la iconografía provincial. “Pues no… en el área de Peñafiel, nada, seguro, y en el resto, pues tampoco. Es que es un santo muy local”, me dijo. Descartada la inexistencia de una imagen de San Frutos que se venerara en Valladolid, consideré la posibilidad de que al menos pudiera venderse una talla, una medalla o al menos una estampa con el bondadoso vecino del Duratón. De nuevo al teléfono, esta vez con el Santuario Nacional de la Gran Promesa, una tienda de artículos religiosos que está precisamente en la calle Santuario. “No, no tenemos nada. Lo mejor es que preguntara a alguna librería de Segovia”, me sugirió la amable dependienta.

San Frutos se me resistía. Probé en internet, pero no aparecía ningún vínculo entre el Santo y Valladolid; incluso lo intenté en inglés, poniendo en búsquedas “Saint Fruits”. Nada, detrás de San Frutos aparecía una y otra vez Segovia, como conceptos indisolubles. Pensé que la única manera de encontrar a San Frutos en Valladolid era buscando a la vez a Segovia. ¿Dónde? Obvio, en el Centro Segoviano. Se puso un señor muy majete, que atiende el restaurante y que es de Cuéllar. “¿Que si tienen en el centro alguna imagen de San Frutos? De Santa Águeda sí, pero de San Frutos no me suena. Vamos, que no lo sé. De hostelería y restaurantes pregúnteme lo que sea, que de eso sé un rato… A lo mejor el presidente del Centro Segoviano puede contestarle”. Eso hago. Llamo a José Luis Bellido, natural de Ortigosa de Pestaño, hijo de ferroviario, que emigró con su familia a Valladolid, y aquí se quedó. Vive en el barrio obrero de Las Delicias, “el más segoviano de Valladolid, porque cuando llegó el boom de los años del desarrollo vinieron muchas familias segovianas a trabajar aquí”. José Luis, que es presidente del Centro desde hace muchos años, tiene que conocer la respuesta a mi pregunta: ¿Hay un San Frutos en Valladolid? Me asegura que no hay, que de hecho él mismo intentó sin éxito que se comprara una imagen. “Es un santo tan poco común que resultaba muy caro hacer una escultura, y además es que ni siquiera hay imágenes que copiar, salvo la de la Catedral y una muy deteriorada que hay en la ermita”, dice.

Hablando del ausente San Frutos, me entero de que, gracias al Centro Segoviano, en Valladolid la Virgen de la Fuencisla tiene su propia capilla (el triduo es precisamente estos días, coincidiendo con San Frutos), en San Felipe Neri, una iglesia de la céntrica y peatonal Teresa Gil. ¡Quince años en Valladolid y ahora me entero de que hay una imagen de la Fuencisla! Voy a conocerla. La iglesia está abierta y tranquila, apenas un par de mujeres están sentadas en los bancos, esperando la siguiente misa. Sí, en la capilla más cercana al altar, allí está la Fuencisla, vestida de azul celeste. Una parroquiana se me acerca y me pregunta que para qué estoy haciendo fotos. “Pues mire, para contar a mis paisanos de Segovia que aquí en Valladolid también está la patrona de Segovia. ¿No cree que es bueno que la gente lo sepa?”, le digo, buscando su aprobación. Me mira un momento y se da la vuelta, contestando: “Pues no sé si será bueno… o malo”. Encuentro esta contestación de un existencialismo muy vallisoletano, y me bato en retirada. Pero contenta. Me gusta que haya una Fuencisla en pleno centro de Pucela. Y tampoco me parece mal que San Frutos sea un desconocido. Así tiene a sus devotos segovianos mejor atendidos.


martes, 19 de octubre de 2010

Parking arqueológico

Este verano hicieron un boquete en el suelo de la calle que veo desde la ventana del trabajo. No es la primera vez que abren, remueven y vuelven a cerrar el mismo sitio. Lo que me sorprende como segoviana es la velocidad a la que lo hacen (en un par de días está listo), porque en Valladolid no es normal que metas el taladro y aparezca un cráneo medieval y un pedazo de botijo romano tardío, que obligan al personal a ponerse meticuloso, vigilado por arqueólogos municipales, periodistas y curiosos sin oficio ni beneficio.

La excepción ha surgido en los alrededores de la iglesia de La Antigua, donde empezaron a excavar hace tres años para hacer un aparcamiento subterráneo. Allí se han topado con restos de un palacete del siglo XV y también de asentamientos anteriores, incluido un hipocaustum, un sistema de calefacción de esos listos, los romanos, que se largaron dejando el imperio sin recoger, y todavía estamos ordenando las piezas. Por cierto, ¿qué dicen los periódicos en Roma cuando instalando las líneas de ADSL se encuentran con material de este tipo? No creo que venda mucho titular allí: “Encontrados restos romanos”.

Otra cosa interesante para un segoviano es comprobar, a base de pedruscos, que Valladolid no nació con la llegada de Cervantes o para aplaudir a la Santa Inquisición. Porque hay que admitir que los segovianos albergamos la ilusión de que la antigüedad nació entre el Eresma y el Clamores, y que Madrid y Valladolid no son más que suburbios crecidos a base de soberbia. Pues no, también estuvieron en Pucela los celtas (todavía queda un grupo de estos aborígenes, liderado por un cantante calvo) y los omnipresentes romanos. Si van al museo provincial, en Fabio Nelly, pueden ver un busto de un señor romano de un pueblo de Valladolid, concretamente de Medina de Rioseco, que para mí es como el Adán de la zona, porque he visto a mucha gente por el Paseo Zorrilla que se le parece.

Del yacimiento de La Antigua, lo que más me ha sorprendido es la solución “sostenible” que le han dado al problema de compatibilizar la construcción del aparcamiento y la conservación de estos pedazos de historia. La idea es que cuando dejes el coche puedas de paso echar un vistazo a los restos del patio renacentista, que dejarán descubiertos, protegidos por un cristal. Suena bastante raro unir arqueología y tubos de escape, pero supongo los expertos saben más que yo. Queda por saber si se podrá visitar la excavación sin pagar el correspondiente ticket.



miércoles, 13 de octubre de 2010

Museos con bicho dentro

Mis restos arqueológicos favoritos son esos que asoman entre las penumbras del fondo del mar, semienterrados en la arena y cubiertos de algas y corales. Rescatados y subidos a la superficie, el fantástico hallazgo suele quedarse en una ánfora rota, o en un torso de centurión sin cabeza que sólo si hay suerte ocuparán su propio espacio en un museo medianamente visitado, por escolares y jubilados y por gente como yo, a la que ir de museos es un plan seguro para una tarde tonta cualquiera.

A mi los museos me gustan con “bicho dentro”, es decir, con cosas. No es que infravalore las interpretaciones históricas, pero los paneles con largas explicaciones no son lo mío: para leer, prefiero estar sentada en mi casa. Tampoco me entusiasman las presentaciones multimedia, tan de moda en los últimos tiempos, que convierten a los jóvenes museos en vacíos platós de televisión, en los que supuestamente te van a teletransportar al pasado. Veo el busto de la Dama de Elche y me inquieta su mirada, pero no creo que me sintiera más entusiasmada ni mi entendimiento del pasado fuera más profundo por sentir sobre mis orejas el peso de sus rodetes.

Me gusta atravesar las salas de los museos a mi bola, parándome en una minucia y eludiendo las piezas claves, si así me parece. En Valladolid los turistas son casi imperceptibles, los grupos programados escasean, así que la libertad para deambular por la mayoría de las salas es total. Sé que el Museo de Escultura es fantástico, aunque el que he visitado más veces ha sido el Museo Oriental, gestionado por los padres Agustinos Filipinos, a los que ahora mismo sobornaría a cambio de uno solo de sus cuencos de porcelana china. Sin embargo, mi preferido es el Museo Pedagógico de Ciencias Naturales, en la Plaza de España, que ocupa unas salas dentro del colegio público García Quintana. A diario lo pueblan grupos de colegio, pero el sábado por la mañana puede ir cualquiera, gracias a la voluntad de un grupo de profesores de ciencias que abren las puertas y mantienen la enorme colección de fósiles, minerales, animales disecados, perlas, esqueletos, un cráneo reducido por los jíbaros y rarezas de todo tipo que acumuló y donó a la Universidad un vallisoletano ya fallecido, Jesús Mª Hernando Cordovilla, al que le doy las gracias desde la estación Tierra.

Las vitrinas están aprovechadas al centímetro, con orden primoroso, para que nada quede sin mostrar. No hay paneles informativos ni proyecciones, sólo unas pequeñas tarjetas identificativas para no perderse del todo: perderse un poco ya se sabe que es conveniente, y más cuando una va en plan aventurero. Seguro que les iría bien un patrocinador, pero al no tener más remedio que conservar armarios, puertas y suelos de antaño, yendo a lo esencial y renunciando a modernos envoltorios, te sientes como si estuvieras en el laboratorio de Darwin. De todos los bichos, mi preferida es una pareja de osos perezosos, esos sabios con cara de guasa y poderosas garras, que debían estar durmiendo la siesta en la selva amazónica cuando les cazó –ya es mala pata– un Willy Fog a sueldo para acabar en una estantería de Valladolid.

A la salida puedes hacerte una foto en la preciosa escalera del García Quintana, con sus azulejos azules y amarillos, azulejos hermosísimos que también hay en el Museo Provincial, y en el Palacio de Santa Cruz, y en el Ayuntamiento, y en el Palacio de Pimentel, y en la cocina de la Casa Cervantes… Y como afortunadamente no hay museo virtual del azulejo, no hay otro remedio que recorrer todos esos lugares para contemplarlos como es debido.




miércoles, 6 de octubre de 2010

Todos quieren su "Billy"

El otro día fueron todos –y cuando digo todos me refiero a políticos de izquierda y derecha, los consabidos protagonistas de nuestra pequeña historia–, a ver cómo enterraban en el polígono de Arroyo de la Encomiendala primera piedra de Ikea. Si venía o no venía la macroempresa sueca ha ocupado cientos de páginas y minutos de radio y televisión en los medios locales. Las posturas: los que piensan que favorece el crecimiento económico de Valladolid y los que temen por el futuro del pequeño comercio. Este debate se repite una y otra vez en las ciudades (en Valladolid ha habido otro idéntico referido al futuro Decathlon, y en Segovia se vivió una situación similar con la apertura de Eroski). El tiempo tiene un veredicto implacable: ganan los grandes. ¿Motivo? Al final a todos, o casi a todos, nos gusta comprar en las grandes superficies. No juzgo si es o no justo, sólo constato.

Como no puedo ofrecer la fórmula magistral para que las vitales tiendas de barrio permanezcan, me centro en el modelo Ikea. Pocos segovianos de entre 30 y 50 años no se habrán acercado a San Sebastián de los Reyes y habrán cargado como mínimo con dos o tres paquetazos de móntelo-usted-mismo. Y es que encima les ha gustado hacer ese esfuerzo, como le pasa a la gente que se mete a sabiendas en medio de un atasco y luego lo cuenta en plan olímpico.

Hay un tópico que circula por ahí con el que no puedo estar más en desacuerdo: que la gente de ahora es blanda y no sabe defenderse de los vaivenes de la vida, como por lo visto sí sabía hacer la gente de antes. La gente de ahora camina a más velocidad (creo que en una ciudad mediana como Valladolid la media está en unos 70 metros por minuto, en Madrid supera los cien metros, mientras que en un pueblo no supera los 40 metros por minuto), procesa muchísima información y tiene que cumplir con un montón de objetivos cada día. Montar un mueble es uno; despacharse la gasolina es otro; servirse la compra en el supermercado uno más; contestar absurdos mensajes del móvil, otro; gestionarse su propia cita con el médico entendiéndose con un contestador, uno de los más peliagudos… Bueno, que no sabremos partir leña o hacer fuego con un chisquero, pero cosas complejas desde luego que hacemos.

Observo de nuevo la fotografía de los políticos de la región mirando esa primera piedra de Ikea, y no me cuesta imaginarme a Óscar López e incluso a Tomás Villanueva dedicando la tarde del sábado a montar su propia estantería “Billy”. Lo que no se ve bien en la foto es cómo es la primera piedra en cuestión: supongo que encajable, como la pieza de un Lego, porque estos suecos lo tienen todo previsto.



La foto: Tres manojos de lápices de Ikea que ofrecía a cambio de tazos un niño en el mercadillo del colegio, prueba concluyente de que los vallisoletanos ya son buenos clientes de la firma.

martes, 5 de octubre de 2010

Buscando empleo

En Valladolid hay, como en Sevilla, una calle que se llama Trabajo. Está al otro lado de la vía –que hasta que no se soterre, es una muralla de hierro que aleja al Valladolid más obrero del resto–, en el barrio de Delicias, cuna del movimiento vecinal y reivindicativo de la ciudad. Si fuera una avenida con árboles simétricos, bancos y papeleras, tal vez hubiera sitio para los 3.362 nuevos parados que en septiembre se han sumado a las listas en esta provincia. Pero no, la calle del Trabajo es pequeñita, con el espacio justo para que se manejen los vecinos habituales.

Ya sé que hay quien se apunta en las listas de demanda de empleo como marinero o paracaidista con la esperanza de que no le llamen jamás. Pero otros muchos no son así. Contestan con toda la sinceridad posible a las preguntas sobre qué trabajos estaban capacitados para hacer, y no creo que sea tan fácil para un ingeniero de caminos ser un buen fontanero, como tampoco un excelente comercial podría contribuir a levantar un puente. Eso que dicen de que “hay que ponerse a trabajar en lo que sea” no será imposible, pero tampoco fácil. ¿O es que a usted no le cuesta ser quien no es?

Leo con atención los currículos que nos llegan. Son personas con buenas trayectorias, algunas brillantes. La mayoría ha tenido que buscarse pequeños trabajos para completar los estudios, conocen idiomas, han hecho prácticas. Hay quien te cuenta que en su tiempo libre le gusta el campo, o que es voluntario, o que hace deporte. No hay nada raro en sus historias, sólo que de pronto, desde un mes cualquiera, se dieron de alta en la oficina de empleo.

Hablo sólo de trabajo, un trabajo que les permita ser útiles y crecer. A eso tenemos derecho, no a tener un piso en propiedad y un todoterreno. Eso no viene en el lote, son adornos de una sociedad mimada a la que le cuesta despertar. Pero el trabajo es otra cosa. Nos hace a todos iguales, que es lo que somos, y lo que debe ser.