miércoles, 13 de octubre de 2010

Museos con bicho dentro

Mis restos arqueológicos favoritos son esos que asoman entre las penumbras del fondo del mar, semienterrados en la arena y cubiertos de algas y corales. Rescatados y subidos a la superficie, el fantástico hallazgo suele quedarse en una ánfora rota, o en un torso de centurión sin cabeza que sólo si hay suerte ocuparán su propio espacio en un museo medianamente visitado, por escolares y jubilados y por gente como yo, a la que ir de museos es un plan seguro para una tarde tonta cualquiera.

A mi los museos me gustan con “bicho dentro”, es decir, con cosas. No es que infravalore las interpretaciones históricas, pero los paneles con largas explicaciones no son lo mío: para leer, prefiero estar sentada en mi casa. Tampoco me entusiasman las presentaciones multimedia, tan de moda en los últimos tiempos, que convierten a los jóvenes museos en vacíos platós de televisión, en los que supuestamente te van a teletransportar al pasado. Veo el busto de la Dama de Elche y me inquieta su mirada, pero no creo que me sintiera más entusiasmada ni mi entendimiento del pasado fuera más profundo por sentir sobre mis orejas el peso de sus rodetes.

Me gusta atravesar las salas de los museos a mi bola, parándome en una minucia y eludiendo las piezas claves, si así me parece. En Valladolid los turistas son casi imperceptibles, los grupos programados escasean, así que la libertad para deambular por la mayoría de las salas es total. Sé que el Museo de Escultura es fantástico, aunque el que he visitado más veces ha sido el Museo Oriental, gestionado por los padres Agustinos Filipinos, a los que ahora mismo sobornaría a cambio de uno solo de sus cuencos de porcelana china. Sin embargo, mi preferido es el Museo Pedagógico de Ciencias Naturales, en la Plaza de España, que ocupa unas salas dentro del colegio público García Quintana. A diario lo pueblan grupos de colegio, pero el sábado por la mañana puede ir cualquiera, gracias a la voluntad de un grupo de profesores de ciencias que abren las puertas y mantienen la enorme colección de fósiles, minerales, animales disecados, perlas, esqueletos, un cráneo reducido por los jíbaros y rarezas de todo tipo que acumuló y donó a la Universidad un vallisoletano ya fallecido, Jesús Mª Hernando Cordovilla, al que le doy las gracias desde la estación Tierra.

Las vitrinas están aprovechadas al centímetro, con orden primoroso, para que nada quede sin mostrar. No hay paneles informativos ni proyecciones, sólo unas pequeñas tarjetas identificativas para no perderse del todo: perderse un poco ya se sabe que es conveniente, y más cuando una va en plan aventurero. Seguro que les iría bien un patrocinador, pero al no tener más remedio que conservar armarios, puertas y suelos de antaño, yendo a lo esencial y renunciando a modernos envoltorios, te sientes como si estuvieras en el laboratorio de Darwin. De todos los bichos, mi preferida es una pareja de osos perezosos, esos sabios con cara de guasa y poderosas garras, que debían estar durmiendo la siesta en la selva amazónica cuando les cazó –ya es mala pata– un Willy Fog a sueldo para acabar en una estantería de Valladolid.

A la salida puedes hacerte una foto en la preciosa escalera del García Quintana, con sus azulejos azules y amarillos, azulejos hermosísimos que también hay en el Museo Provincial, y en el Palacio de Santa Cruz, y en el Ayuntamiento, y en el Palacio de Pimentel, y en la cocina de la Casa Cervantes… Y como afortunadamente no hay museo virtual del azulejo, no hay otro remedio que recorrer todos esos lugares para contemplarlos como es debido.




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