domingo, 23 de octubre de 2011

Aprendiendo de los buzos

El agua dulce es la del vaso, la de la fuente. La del río es otra cosa. Es como mercurio gris crisis. Tan opaca, que cabe preguntarse si allí, en el fondo del Pisuerga, estará la solución que no encontramos por aquí arriba. Busco especialistas en tocar fondo, para remontar del otoño feroz. Busco buzos, hombres rana, cousteaus de la meseta. No es difícil: en las piscinas cubiertas, al atardecer, aparecen grupos vestidos de caucho y aletas, que evolucionan como sombras en el fondo del vaso, mientras los demás hacemos nuestros tontos largos. Son gente inadaptada a su medio, vallisoletanos que en lugar de destripar terrones quieren volverse sardinas y bucear entre los pecios.


Nada nuevo bajo el sol, en realidad. En frente de la playa del Pisuerga, junto a las cuatro piedras que quedan del Palacio de la Ribera, hay una placa que recuerda que fue justo en ese punto de río donde, en 1602, Jerónimo de Ayanz permaneció una hora sumergido a tres metros de profundidad, metido en un artilugio ideado por él mismo. Y dicen que no estuvo más tiempo porque el monarca al que intentaba vender el invento, Felipe III, se aburrió de esperar y le pidió que saliera. No sabemos si Ayanz se hizo rico por su hazaña, pero al menos la presencia real hizo que quedara constancia de este primer buzo de nuestra historia, que en lugar de ver las prístinas aguas de las Islas Galápagos sesteó en el fondo del río Pisuerga.

Perdón. Así dicho puede pensarse que tiene menos mérito bucear en el Pisuerga que junto a tiburones ballena. Que es más fácil recuperar un ladrillo del fondo del río que encontrar una ostra con perla en el Pacífico. Pues no. Un pucelano, por muy submarinista que sea, tiene muy difícil conocer su río por dentro. Sobre todo porque ahí debajo no vería nada o a lo sumo, una niebla marrón. No lo digo por experiencia, me lo han contado. Treinta centímetros, medio metro de visibilidad, como mucho. Los especialistas en salvamento y rescate rastrean el Pisuerga a palpas.

El fondo no tiene nada. Es plano, duro, como con gravilla. Donde estuvo el buzo del siglo XVII la profundidad es de tres o cuatro metros; en el Puente mayor, de dos metros y medio; en el Puente Colgante, de más de diez. En el fondo del río no hay doblones de oro; sólo carros de la compra, colchones y lavadoras, restos de los naufragios de andar por casa.

Pero, sea en el Pisuerga o en el Mar Rojo, una vez que pasas al otro lado reina el silencio, y sólo escuchas las burbujas saliendo de tu regulador. “Tienes una sensación de tranquilidad. Ni subes como un globo, ni te hundes como un plomo: flotas”. Ése es el secreto.


* Gracias a los dos "buzos", los dos Fernandos (el del Grupo de Rescate y Salvamento y el de Kraken submarinismo) que me contaron lo que no sabía. Y gracias por las fotos al GRS de Valladolid.