lunes, 25 de diciembre de 2023

La carta del vidente

Voy al estanco una vez al año, a por sellos. Esta Navidad Correos sacó una serie con un roscón dibujado, pero no la tienen. Me llevo unos en los que aparece un señor con gafas, los mismos que me vendieron el año pasado, y que todavía no han terminado de vender. Pienso que, en esta tarde fría de uno de los días más cortos del año, se estarán enviando al menos mil bizum por cada felicitación que llega a la boca del buzón. Todavía alguno dice que es poco ecológico enviar cartas, mientras se acumulan las pilas de cajas de cartón junto a los contenedores.

También un puñadito de cartas con direcciones escritas a mano se abren camino hasta mi buzón, ya resignado a su tristón papel de receptor de notificaciones del Sacyl. Nada que ver con la fiesta de sobres y papeles que se apelotonaban años atrás. Hoy hasta se echan de menos los folletos de publicidad, las únicas revistas de entretenimiento que llegan a la mayoría de las casas. El portal casi siempre está desierto, y hasta hay una cámara que supervisa desde lo alto de una columna posibles movimientos extraños. Pero dan igual las medidas de seguridad: cada Navidad, el profesor Aïdara, o Dumbuya, Darro, o cualquier otro nombre que adopte esa temporada, deposita en los buzones su extraña felicitación. Quizás utilice la sugestión o atraviese la materia, pero para él no hay puertas.

En el papelito explica someramente su currículo, ‘vidente y futurólogo africano’, y su cartera de servicios, ‘ayuda a resolver tus problemas’.  Desde lo concreto, como recuperar la pareja, mejorar los negocios, solucionar líos familiares o dejar el alcohol, hasta lo intangible, como limpiar el mal de ojo. No es difícil que el profesor vidente dé en el clavo porque, ¿quién no tiene uno o varios de esos problemas? ¿quién no lleva sobre sus hombros una pesadumbre inexplicable, que muy bien pudiera provenir de un hechizo enemigo?

Algo no va bien, algo nos duele. Incluso puede que estos días duela más, porque hay más tiempo para parar y escuchar al cuerpo, y también para sentirnos solos. Como informe médico puede que resulte un poco primitivo, pero el diagnóstico de Dumbuya es perfecto. Y todo comprimido en un simple cuadradito de 10x14 cm. Si aprovecha bien el papel, salen ocho diagnósticos por folio, y con tres hojas cubre a todo el portal.

Me pregunto quién será el emisario, o emisaria, de Dumbuya en mi calle. Seguramente lleva deportivos y vaqueros, y no una túnica con brocados. Igual ni es africano. Después de tantos años, estará dado de alta como autónomo, o hasta puede haber montado una franquicia, porque la misma tarjeta que reparte en Valladolid llega al resto de ciudades. Tampoco aclara si se trata de un servicio a domicilio, o solo telefónico, como aquellos curanderos que para quitarte un clavo del dedo enterraban bajo tierra un papel con tu nombre escrito.

Dumbuya, como todos los charlatanes, sabe que somos un saco de problemas, y tienen siempre a mano un vistoso catálogo de soluciones fáciles y rápidas. Dumbuya es un pillo que ofrece resultados “al 100%” a unos pobres desesperados que se agarran a un clavo ardiendo, y hasta se dejan timar a cambio de un poco de esperanza.

https://www.elnortedecastilla.es/opinion/teresa-sanz-nieto-carta-vidente-20231225091142-nt.html


lunes, 18 de diciembre de 2023

El cesto de Navidad

Antes que Ana de las tejas verdes, Lucy Montgomery escribió El cesto de la tía Cirila, un cuento de navidad. Como Ana, su personaje más famoso, Lucy era huérfana de madre, y su padre emigró y la dejó siendo un bebé en casa de sus abuelos. Una vida austera, en la que su imaginación, la lectura y los estudios, en los que avanzó rápidamente, fueron su salvavidas. Se especializó en Literatura, trabajó de maestra y en un par de periódicos, y, tras el fallecimiento de su abuela, formó su propia familia, con un pastor presbiteriano.


Desde su publicación, en 1908, la historia de Ana, criada por un par de ancianos en un lugar hermoso y perdido, pelirroja y parlanchina, un bicho raro y puro en medio del corsé de la “normalidad”, fue un éxito. Lucy escribió después varias entregas más de Tejas Verdes, además de numerosas novelas, relatos y poemas. Lo que escribió antes de Ana casi no se cita. Entre esas páginas está El cesto de la tía Cirila, uno de los cuentos que más veces leí a mis hijos cuando eran pequeños.

La protagonista es Lucy Rose, una adolescente que tiene que viajar en tren a ver a unos parientes con su tía Cirila, con la que vive en un pueblo, justo el día antes de Navidad. La chica está avergonzada porque su tía se obceca en ir a la ciudad con una canasta vieja, bien repleta con todo lo que obtiene de su propia granja: mermeladas, manzanas, pastelillos de carne, gelatina, un pollo asado, crema de leche, ciruelas en conserva… hasta pañuelitos bordados y ramos de flores. ¿Cómo ir de visita con las manos vacías? Con el capazo y con su sobrina, roja como un tomate, subió Cirila al tren. Y en esto que un temporal bloquea las vías, y hay que pasar la Nochebuena en un vagón con un grupo de desconocidos en medio de la nada… Y entonces el cesto que abochornaba a Lucy, porque dejaba a las claras su procedencia en unos tiempos en lo que lo del pueblo era algo caduco, se convierte en algo mucho más valioso. El cuento está por ahí, en internet, si quieren saber cómo termina. 

Seguro que la autora del cuento sintió como su protagonista vergüenza por cosas que hacían sus mayores. ¿Quién no ha sentido eso y ha querido ir 25 pasos por delante de su madre, o de su abuelo? ¿Quién no ha renegado de llevarse una bolsa de rosquillas o un táper de croquetas? ¿Y quién no ha echado de menos luego esos remedios mágicos y ese apoyo incondicional? Pero para todos hay un momento de epifanía, como para Lucy fue ese tren, en el que tienes que recurrir a esa mochila de provisiones y cariño para seguir adelante. Y, como en todo buen relato navideño, está presente la fraternidad: la satisfacción de dar a los otros, sean manzanas, palabras o tiempo.

Hay algo inocente y, para los ásperos de la meseta, hasta blandengue, en los cuentos de Navidad. Hasta un escritor de pobres como Dickens es benevolente y permite al usurero Scrooge redimirse, tras toda una vida de crueldad y de haber sembrado la desgracia en muchos de sus deudores. Capra directamente se agencia un ángel para evitar el suicidio de George. Hasta Paul Auster admite que un ladronzuelo comparta la comida de Pascua con una anciana solitaria que le confunde con su nieto. Decía Buñuel que lo que más le sorprendía de los americanos era su ingenuidad. Aquí, en vez de Qué bello es vivir, rodamos Plácido. Da miedo arrojarse a la esperanza, pero solo desde la ingenuidad se acaricia el milagro.

La Navidad no es un estado, sino un fogonazo, como la estrella de la que habla San Mateo, y que hoy hubiera sido imposible distinguir, deslucida por la marabunta de luces Led repartidas por Valladolid. Decimos “Feliz Navidad” cuando muy pocos piensan ya en el niño de Belén, pero tampoco es una mentira. Decimos “Feliz Navidad” cuando podríamos decir “sé que estás ahí, y que no es fácil, que te vaya lo mejor posible”. Lo podríamos decir el día 25, o quizás un mes después, o en el mes de julio. Pero preferimos no abusar de cariñosos, y hacer como si nada los 364 días restantes.

La Navidad es una marca tan potente que, pese a los envites, no es solo en esa cosa hortera y ruidosa que aparece por la televisión. La vida pública es más tonta que la privada, como apuntaba Chesterton. De puertas para dentro, pocas fechas están más cargadas de significado y nos conectan más con lo que somos, con lo que fuimos, con los que están y los que ya no. Todos esos a quienes amamos y que cargaron nuestro canasto de las mejores provisiones, las que no se compran con dinero. 


lunes, 4 de diciembre de 2023

Las canciones de nuestra vida

La música es importante. Tanto, que cuando un sintecho sueña con la perfección, imagina estar en el sofá de su propia casa, escuchando a David Bowie. Así lo escribía Víctor Vela en estas páginas, en una entrevista a personas sin hogar de Valladolid. “Bowie es Dios”, decía aquel hombre. Sí, los mendigos cuya presencia nos incomoda por la calle también tuvieron niñez, fueron amados y peinados a raya por sus madres y luego vivieron su adolescencia, llena de fuego y esperanza. Una noche, serían finales de los ochenta, vine desde Segovia con unos amigos de garbeo a Valladolid, a una terraza de la que no recuerdo ni el nombre, pero sí que sonaba Young Americans. Y de pronto Valladolid me pareció una ciudad interesante, no el lugar tristón y aislado en el terruño que imaginaba. La música hace que tengas algo en común con ese hombre perdido por una sucesión de malas decisiones, alcohol y por qué no, perra suerte; un hombre que hoy deambula y ojalá encuentre su espacio muy pronto.

Una vez alguien me dijo que lo que no se lee antes de los 25 ya no merece la pena. Es una sentencia extraña, que solo he entendido muchos años después. Puedes leer libros, pero no los vas a sentir igual, con la sorpresa y profundidad de la primera etapa. Y quien dice libros, dice canciones. Hay una construcción especial de la sensibilidad en esos pocos años. Con 15, hubiera retado a un duelo a los fans de Hombres G, grupo del que, por cierto, he leído que es declarado seguidor Mañueco. Por entonces, la ligereza de los G colisionaba con el sentimiento trágico de la vida que con frecuencia acompaña a la adolescencia. Encontré mejor refugio en la voz melancólica de German Coppini, aconsejándote que no salieras a la calle cuando había gente. Al final, cada cual buscaba un refugio en el que sentirse menos solo, fuera con banda sonora de Perales o de Leño.

A lo largo de los años he seguido escuchando canciones, exactamente 5.298 minutos este año, como me confirma el envío que estos días recibimos todos los usuarios de Spotify. Aunque fue entre los 12 y los 22, más o menos, el periodo en el que construí los sonidos que me iban a acompañar para los restos. Cuando eres pequeña esperas que de mayor te pongas rulos y bailes pasodobles, pero no (podéis estar tranquilos los jóvenes), no llega un día en el que te hace clic la cabeza y empiezas a cantar el porompompero. No hay más que ir a un concierto de rock para ver que nunca eres el más mayor, siempre otro es más resistente.

Por eso me sorprende que Óscar Puente, que nació el mismo año que yo, se emocione tanto con Taylor Swift. Una afición que curiosamente comparte con Pedro Sánchez y que les ha unido como a mí a otros seguidores de Bowie. Bien es cierto que Sánchez es muy variable, porque hace no tanto era muy fan de los Planetas y ahora lo es de Aitana y Rosalía. Feijóo, como Carnero, dice que es más de Beatles, así no falla. En su lista de favoritos, Abascal menciona a Taburete y Los Manolos, pero descuadra que incluya a Pet Shop Boys. Igual Gallardo diría que algunos “no han entendido nada”, como el otro día cuando sonó Amaral en un acto contra la amnistía. Donde unos vemos solo canciones otros ven arengas, como lo de “escucho a Wagner y me entran ganas de invadir Polonia”, que decía Woody Allen. Tal vez estos gustos musicales de los políticos no sean tan espontáneos, sino otra oportunidad para tirar la caña al caladero de posibles votantes. A un presidente del Gobierno ­o a varios­, era el asesor de turno el que le sugería qué novela comprar cuando tenía que inaugurar la feria del libro.

Las canciones que de verdad te conmueven son las que primeras que pondrías en el móvil si, tras meses deambulando por la calle, por fin tuvieras una casita y un sillón para pasar tranquila la tarde. Esas canciones crecen cuando vuelves a ellas, porque enganchan con tu vida. El algoritmo de Spotify lo sabe y, aunque te aventures a temas nuevos, siempre acaba ofreciéndote un atajo, que se llama “escucha tu música”. En mi lista hay canciones tan y todavía más viejas que yo. Cuando asoma el fin del año, Spotify te avisa un mes antes, como si estuvieras a tiempo de desgravarte de la carga de la nostalgia. Pero con la música no hay forma. Ya lo dijeron Lennon y McCartney, “Hay lugares que recordaré toda mi vida, aunque algunos han cambiado”.



lunes, 27 de noviembre de 2023

Nacer en esta tierra

Junto al paso de peatones, a la espera del cambio de semáforo, un niño pequeño revisa las tostaricas de un paquetito de papel de plata que su madre le ofrece. Como hacían mis hijos, rebusca la galleta impresa con su dibujo favorito, y desecha todas las demás. Con los niños, como en el País de las Maravillas, hay 364 días al año excepcionales, y cada uno de ellos hay que celebrar su no cumpleaños. Criar hijos es maravilloso, pero también extenuante. Observo a las madres jóvenes a ratos agotadas y a ratos irritadas por el movimiento continuo de sus bebés, sin saber todavía que esa sensación de no llegar a todo ya será permanente. Trabajarán a fondo día y noche para construir las condiciones de una vida que, por lo demás, funcionará con sus propias reglas. Y así tiene que ser.

Nadie puede contarte cómo será tener un hijo. En general decimos tonterías, tópicos que se pueden leer en cualquier sitio. Como en los percentiles, al principio las metas parecen tan imposibles que se dosifican por semanas, luego por meses y por fin por años, o incluso por etapas escolares. Del pecho al chupete, de los mocos al habla, del arenero a la lectura. Todo diferente e igual a todos. Y que estudien, o tal vez no, y que trabajen, o tal vez no. Que salgan fuera, ojalá solo si lo desean. Que vuelvan, si quieren, o que no dejen tu casa. Cualquier camino es posible, ninguno es fácil.

Los niños son artículo de lujo en una tierra que está abonada al envejecimiento. Llevamos décadas desayunando con estadísticas en negativo, así que nos consolamos con el aumento de la esperanza de vida, o con matices como que en una provincia nazcan cinco más que en la otra. Detalles que nos mantienen entretenidos, pero no cambian lo sustancial, porque esto ya no va de pueblos contra ciudades. Recuerdo hace ya años a una experta demógrafa muy sonriente, que vino a decir que las proyecciones no iban a cambiar, pero que igual había que tomárselo de otra manera. Por entonces sonó a frivolidad, aunque quizás fue sincera.

El otro día el INE refrescaba datos, con los nacimientos muy lejos de las defunciones. Significativo es que casi la mitad de los niños nazcan de madres que no están casadas, que 36 sea la edad más habitual y que muchas superen los cuarenta. Cifras que prueban que es una decisión complicada y meditada durante años: aunque quieras, no siempre puedes. También apuntan los datos que la edad media del primer hijo es inferior a la edad del matrimonio; la familia tradicional es una fórmula más, pero un hijo ya no es el resultado de dos anillos entrelazados en un árbol genealógico. Con todas estas derivas, los niños que finalmente nacen quizás no sean tan pocos: pese a las enormes complicaciones de la crianza, pese a no contar con el apoyo de una pareja, muchas mujeres tienen un hijo. Cabría preguntarse si, más que la maternidad, lo que está en crisis es la pareja, la confianza en que perduren lazos a largo plazo, que hace preferible para parte de las mujeres criar un hijo en solitario. Si sumamos las separaciones, el cambio del modelo es enorme.

Estas son las condiciones en las que crecen hoy los niños y en las que han de ser acompañados y atendidos. No solo multiplicando plazas de escuelas infantiles, que bien están, sino a lo largo del tiempo. Qué mejor medida de natalidad que la flexibilidad laboral, o un alquiler bajo y durante al menos ¿veinte años? A algunos les parece poco tiempo adquirir una plaza de garaje para cincuenta años, pero por lo visto un hijo se ventila con tres, o diez a lo sumo.

Frívola no era esa señora que vino a decirnos que abriéramos de una vez los ojos y dejáramos de reescribir peñazos sobre repoblación como si estuviéramos en la Reconquista. Frívolos son esos que pretenden que tengamos hijos para que paguen nuestras pensiones y nos atiendan en la residencia, como si calcularas la progenie en función de las obradas a cosechar. Todos nos acordamos de cuando nuestro colegio estaba abierto y había cuarenta niños en el aula. Son pensamientos nostálgicos que nos acompañan en las tertulias de las tardes de invierno, pero el pasado ya no está aquí, y además todos hemos trabajado para que las cosas cambien y, en muchos otros aspectos, mejoren.

En lugar de empeñarse en repetir soluciones para un mundo que ya no existe, a lo mejor habría que pedir a nuestros políticos que empezaran a decir en voz alta lo que ya todos los del ‘baby boom’ nos decimos en voz baja, como si solo nosotros viéramos al fantasma: qué pensiones tendremos, a qué tendremos que renunciar, quién nos cuidará, cómo podrán participar en esta tierra los que vengan de fuera, o si habrá empresas competentes capaces de retener a nuestros hijos y nietos. Así, para empezar. Porque para que los niños se atrevan a asomar la cabeza han de poder crecer risueños y seguros, preocupados solo de elegir su tostarica preferida, no de pagarnos las pensiones.

lunes, 20 de noviembre de 2023

La politización de las protestas

Hasta hace no tanto, si a un político se le ocurría acercarse a la cabecera de una manifestación le corrían a gorrazos. En todo caso, si la protesta era contra un gobierno del partido contrario, se agazapaba en la sexta fila, para que se percibiera lo justo su presencia. Aún así, siempre había alguno que soltaba “Políticos, fuera”. Lo normal es protestar porque algo no funcionaba, y no parece muy lógico que se sumen los que pueden trabajar desde dentro para solucionarlo, ya fuera desde el gobierno o desde la oposición, que también tiene sus responsabilidades. Quizás fueron las movilizaciones contra el terrorismo las primeras en las que el sentimiento común de dolor e indignación fue tan fuerte que sobrevoló por encima de partidos o sindicatos, porque todos formábamos parte de la masa. El 15M fue también otro momento o culminante de ocupación de la calle, aunque sus portavoces hicieron el camino inverso, del asfalto a la política. Una preocupación de Podemos era tener que perder la calle cuando estuvieran dentro del Congreso, y así fue: salvo para un puñado de militantes, no se puede prometer el paraíso y a la vez firmar el BOE. O por lo menos así ha sido hasta ahora.

Leo que desde aquellos tiempos del 15M no había habido otro año con más manifestaciones que 2022 en Castilla y León, con Valladolid a la cabeza. No es casual que se triplicaran las convocadas por partidos políticos en un año que tuvimos dos convocatorias electorales casi seguidas. Los partidos han vuelto a la calle o quieren que la calle sea también suya, y ya no se conforman con apuntarse a las que se programan desde la sociedad civil.

No entro en si es bueno o malo. En todo caso revela una realidad, la politización palmaria de las causas, incluso de causas que son de todos y de todas. Por ejemplo, la igualdad de la mujer, el cambio climático o la causa palestina, se las otorga la izquierda, aunque haya conservadores comprometidos con esas causas. A la derecha, la identidad nacional, una cierta idea de la ‘libertad’, que prendió en el Covid, y más a la derecha, la oposición al aborto, en la línea eclesial, aunque la Iglesia mantenga una postura de acogida al inmigrante que seguro no gusta a los ultras. Los partidos se esfuerzan mucho en eliminar cualquier matiz, porque lo que quieren es cosechar partidarios: o blanco o negro. También hay que decir que en España no tenemos la patente, basta con echar una mirada a Estados Unidos para oír fuerte un espectro similar, desde el MeToo y el Black Lives Matter hasta la Asociación Nacional del Rifle.

Decimos de nosotros mismos que los españoles somos conformistas, pero los datos nos contradicen: España es uno de los países más protestones del entorno, mano a mano con Francia. Eso tiene un lado bueno, que a la gente le importa la política, y un lado malo: a nadie le apetece demasiado salir a la calle, se hace cuando es la única salida para que te escuchen.

Salir a protestar se ha normalizado. Ya no es cosa de cuatro estudiantes melenudos y ‘rojos’, ese adjetivo trasnochado que desde Castilla y León hemos puesto de moda. Ahora los datos apuntan que hay equilibrio en la participación de hombres y mujeres, y también ideológico. Por el contrario, la protesta tradicional se ha quedado reducida al símbolo y cuesta horrores movilizar a los trabajadores el 1 de mayo, aunque con un sueldo antes pasable ahora no tengas garantizada la supervivencia. En esta marea de protestas ha quedado ahogada la voz de los sindicatos, envueltos en la desprestigiada rueda institucional, aburridos y casi demasiado precavidos, más que los propios políticos, que están cogiendo el gusto de ponerse el anorak encima de la americana y coger el megáfono.

Hay manifestaciones y manifestaciones, aunque todas contabilicen igual en las estadísticas. Están las de calentón, las de divertir a una hinchada que busca la imagen del porrazo más que soluciones, y que se van diluyendo a medida que el juego aburre. Pero luego hay un puñado de protestas, unas poquitas, que mueven la fibra social. La del domingo 12, contra la Amnistía, movió en Castilla y León a 100.000 personas bien contadas, es decir, cuatro por metro cuadrado, que no es lo mismo que montar un atasco con los coches de cien amigos. Teniendo en cuenta que cualquier minoría ruidosa forma parte de una mayoría silenciosa, una participación del 5% a la población constata el gran respaldo a esta causa.

Gente normal a pie quieto en la calle manda un mensaje mucho más poderoso que los sobrevalorados virales de las redes sociales. En las fotos siempre salen las cabeceras, pero la realidad es que las arengas a partir de la quinta fila casi ni se escuchan. Las colas de las manifestaciones grandes están copadas por gente que no es tuya, ni del otro, como tampoco los votos que se introducen en las urnas pertenecen incondicionalmente a ninguno. Gentes que permanecen en silencio escuchando los discursos, y aplauden con respeto, pero no están ahí para hacerte la ola, sino porque hay algo que les preocupa mucho, tanto que han salido hoy a la calle, renunciando a su tranquila rutina habitual.

Vienen tiempos inciertos y con gobiernos fragmentarios que dejarán insatisfechos a casi todos, así que la calle seguirá ofreciendo un escape para el descontento. Sería preferible que los políticos no estuvieran sujetando la pancarta, que es la salida de los ciudadanos a los que no dejan ninguna otra, y que dediquen todas sus energías a defendernos desde el lugar para el que han sido elegidos y cobran cada mes. En todo caso, si se quieren sumar a la protesta, que sea como un ciudadano más, en la cola del pelotón.

lunes, 13 de noviembre de 2023

La revista de las abuelas

El jueves por la tarde me leí el documento de marras, y sonaba mal, muy mal. Como todas las cosas que duelen, lo dejé aparcado, hasta que la tormenta escampe. Hay días que me sumo a esa tercera parte de la población que se ha desenchufado de las noticias, porque luego no puede dormir. Gente muy respetable pierde hasta la camiseta para convencerte de que lo que viste negro era blanco nuclear. Decía Camus que el oficio de escribir ha de cumplir dos mandatos: no mentir respecto de lo que se sabe, y resistir la opresión. Yo no soy Camus, pero en septiembre de 2017 vi lo que vi, y me resisto a la opresión saliendo a dar una vuelta.


En los malos momentos bajo al kiosco a comprar una revista. Cada revista, como cada periódico, es un intento por resumir el caos del mundo, acotado entre la portada y la última página. Algo que no se consigue con el móvil, en el que no hay dique que frene el torrente, porque una noticia solapa a otra, sin límite.

Si estás en baja forma, lo mejor es una revista ligera. Las de moda no están mal, pero te hacen sentir fea; las del corazón son más acogedoras. Mi abuela siempre tenía el Pronto en el hueco en la mesita de la televisión, al lado del transformador. Vivía en un extrarradio en medio de la nada y apenas salía de casa, como mucho se acercaba a un colmado que estaba en la misma manzana. La tienda, la visita rápida de alguna vecina de paso, Televisión Española y una revista semanal eran sus ventanas con el resto del mundo.

Yo leía a escondidas el Pronto, a veces colorada como un tomate, porque iba bastante por delante de mi pudor monjil. Contra otras publicaciones del colorín, no pagaba exclusivas y el famoseo era de poca enjundia, con fotos para salir del paso de Kiko Ledgard con sus rubios hijos y María José Cantudo saliendo de una discoteca. Tenía -y tiene- mucha letra. Entre los consejos para abrillantar el suelo y las recetas de madalenas, se colaban los consultorios: chicas enamoradas del fresco del pueblo, chavales a los que el padre les echaba de casa, mujeres a las que ‘trataba mal’ el marido (básicamente, las zurraba, pero eso entonces no se mencionaba). En las respuestas, nunca se emitían juicios y se ofrecía más consuelo que soluciones. También había una sección con fotos de carné de gente desaparecida, porque entonces la gente desaparecía de verdad, cualquier tarde que salía al bar de la esquina. Mis páginas favoritas eran “qué hubiera sido de mi vida si…”, un testimonio que tenía trazas de estar inventado, como los casos de Elena Francis. Eran historias de buenas muchachas que se enamoraban de un galán perdulario y dejaban de lado al amigo de la infancia, soso y aburrido, pero fiel. A veces, la descarriada volvía al redil y se casaba con su pretendiente inicial; otras, se quedaba para vestir santos, acatando resignada su penitencia.

Estas historias me atraían y a la vez me escandalizaban, pero a mi abuela ni pizca. Ella no tenía estudios, pero le sobraba compresión hacia el ser humano y no juzgaba sus debilidades. En su mundo había solo tres categorías de mujeres: buenas mujeres, mujeres muy limpias y mujeres desgraciadas. Su educación sentimental se construyó más en el Pronto que en el confesionario: si la gente camina sin remedio a la perdición o la salvación, al menos que lleve un bocadillo para calmar el hambre.

A veces le llevábamos el Hola, con fotos más grandes y bonitas, pero no le gustaba tanto. No pillaba las sutilezas del lujo ni de ese lenguaje en clave, en el que las jóvenes son o “muy guapas” o “muy elegantes”, y los matrimonios se van cada uno de vacaciones por su lado para “plantearse nuevos proyectos”. En el Pronto había más economía expresiva. En sus páginas, nuestras abuelas aceptaron que el divorcio no es mala salida cuando las cosas van fatal, que los gais se quieren y se separan como los demás, que los ricos se arruinan e incluso comparecen en el juzgado y que hasta las estrellas más admiradas conocen lo que es la depresión.

Me dice el kiosquero que hoy el Pronto no se vende como hace años, pero que es la publicación que más vende. Muchos políticos, y no digo nombres, suplicarían para ocupar una página cada semana, aunque tuvieran que ponerse un mandil y freír croquetas. Porque las señoras que leen el Pronto no están en Twitter, y pasan bastante de tertulianos. Tampoco se ponen iracundas con la política, porque después de recoger la cocina caen redondas en el sillón. Pero votando son infalibles.

lunes, 6 de noviembre de 2023

Una vida como tantas

Hace años quise entrevistar a una mujer mayor de un pueblo chiquito de León. Era uno de esos sitios, como tantos otros de estas tierras, a los que es imposible llegar salvo en coche, o, con suerte, en un autocar que te deja a las ocho de la mañana y te recoge al día siguiente. A mí me llevaron junto a la panza ya avanzada de mi primer embarazo, justo hasta la puerta de la dirección indicada, una casita como el resto, arregostada en la calle principal que era a la vez la carretera. Una mujer menuda abrió la puerta, y me miró de abajo arriba, muy seria. Se notaba que había accedido a la visita por respeto a la persona que me había hablado de ella, pero que maldita la gracia recibirme. Contra otros de los que entrevisté por entonces, no le hizo ningún efecto anunciarle que sus palabras y su foto iban a aparecer en un libro. Todo lo contrario, ¡vade retro! Con pocas ganas me invitó, o más bien me dejó, por respeto a mi estado de buena esperanza, sentarme en una silla de patas cortas, junto a una mesa de cocina cubierta con un hule. Mientras yo extendía mi perorata, ella callaba. Me sirvió un vaso de agua, eso sí.

Los periodistas, casi siempre con la mejor intención, jugamos mucho con la vanidad y a veces con la sensibilidad de los entrevistados. Pero aquella mujer de ochenta años y metro y medio de altura era un titán inalterable a la blandenguería. A cualquier pregunta respondía lo mismo, que su vida era como todas. Que a quién le podía interesar si trabajó de niña, si parió y se puso a segar centeno, si fue a lavar al río o a recoger en una cántara el agua helada, si vio marchar a sus vecinos y si ella se quedó casi sola en el pueblo, para descorrer cada mañana la cortina de aquella ventana enana con vistas a la carretera. Una vida como tantas, en un pueblo como tantos.

Entrevisté a cerca de treinta personas en esas fechas, hará ya más de veinte años. Casi todos superaban los setenta, así que muchos habrán fallecido. La mayoría eran personas anónimas, aunque tres o cuatro tuvieron cierta dimensión pública, más allá de sus familias y vecindario. Una vez despojadas de un puñado de anécdotas, las vidas no habían sido tan diferentes, y sus reflexiones se parecían. La ternura y dureza de los años de crecimiento; el rayo fulminante de la juventud; la etapa mollar de la madurez y de la utilidad, a través del trabajo o la crianza, y la actual, la del día a día, la de la aceptación o la del desprecio por el paso del tiempo y la mudanza de las costumbres. El legítimo orgullo por lo que hicieron en el pasado, desde levantar un puente a fundar una familia o tocar las campanas del pueblo, les venía la cabeza como el olor del café que acompaña a las tardes frías. Si la conversación era larga aparecían habitaciones sin abrir, temporadas duras, pérdidas dolorosas. También, errores y equivocaciones, porque las vidas solo son dulces en los obituarios. La muerte se lleva a los mejores, que también son los peores, según la parte que se cuente de su pequeña historia.

Ahora me desarma la generosidad de tantas personas que abren casa y pensamientos a los periodistas, para construir una historia que, con oficio y esfuerzo, será veraz, y tratará con cuidado a sus protagonistas. Porque las personas anónimas son frágiles, tanto que a veces se abren al micrófono para sentir tu compañía, y, salvo excepciones, cuando se ven retratadas no se gustan tanto como los políticos en sus ruedas de prensa.

Nuestro paso por la vida es casi insignificante, da igual el tamaño de la esquela o que ocupes espacio en el pabellón de ilustres. Los Santos y los Difuntos son ambas fiestas de los vivos, porque la muerte solo existe para los que estamos aquí. Limpiamos lápidas y ponemos flores para poner algún orden en esta metafísica cotidiana, sin acabar de comprenderla. No creo que, como algunos dicen, vivamos de espaldas a la muerte. En realidad, el paso del tiempo es el único tema y la medida de todas las cosas. La muerte de los ‘otros’, en genérico, y por supuesto la muerte de los nuestros: familia, amigos, compañeros de generación, con los que compartes banquillo.

En su momento me enfadé un poco con aquella mujer de un pueblo perdido de León, que al cuarto de hora me había despachado. No porque tuviera que esperar un buen rato a que me recogieran, a pie de carretera y con un tiempo de perros, sino porque tuve que envainarme la grabadora y guardar para siempre las preguntas que no pude hacerle. Si su vida había sido como todas, pero útil, o tal vez un valle de lágrimas, por lo que esperaba que hubiera otra un poco mejor que esta. Aquella leonesa que se había deslomado trabajando no quería que le hicieran preguntas que ella no se hacía y que, además, no le servían para nada. Solo palabras sobre un papel de un libro, o de un periódico que ella hubiera apañado para prender la lumbre. Pero yo recuerdo bien sus ojillos desconfiados y sus manos nudosas sobre el delantal de cuadros grises. Ella diría que era un delantal como el de todas, vaya cosa.

lunes, 30 de octubre de 2023

Gafas contra los miedos

Los miopes aprendemos pronto que el primer gesto del día es alargar la mano a la mesilla. Las gafas son el tesoro que no conviene abandonar si caes en una isla desierta. Sin lentes, el mundo es una sucesión de sombras, y lo que no se ve da mucho miedo. Al Coco, que se sepa, nadie lo vio, pero ahí sigue, viviendo de las rentas. Sin embargo, no pueden las gafas aportar claridad para entender el planeta, que cada mañana se levanta antes que nosotros, y que permanece invariable en un único aspecto: estar manga por hombro.

Decía Gombrich que la defensa de la cordura nunca era fácil, porque el mundo no es un lugar para ello. El historiador de arte más influyente del siglo pasado, vienés y de familia judía, vivió dos guerras, y en la segunda tuvo que emigrar a Inglaterra, que fue ya para siempre su patria. Entre 1938 y 1945 trabajó como radioescucha en la BBC, traduciendo emisiones alemanas. Cada día, lo que unos presentaban como una victoria, los otros lo atribuían a una derrota. Hitler, como todos los visionarios, estaba convencido de que su valía era superior a la del resto, y que si los alemanes perdían alguna vez era exclusivamente porque los enemigos habían manipulado mejor. Así pues, lo importante era manejar a las masas, desde la irracionalidad y las emociones. Sobre todo, repitiendo mucho, repitiendo siempre lo mismo: que Inglaterra era una cruel institutriz bebedora de té; centro de plutócratas y traficante de esclavos; que Roosevelt era un criminal, y Churchill un borracho. Como el ‘ruega por nosotros’ del rosario, cualquier noticia, terminaba de la misma forma: la culpa era de la pérfida Albión.

Contaba Gombrich que el éxito mayor de la propaganda era que, una vez embrutecidos con la dosis suficiente, sus seguidores no necesitan si quiera que les den explicaciones: ellos ya entran solitos en ese círculo vicioso. Estrecho, pero cómodo, porque no necesitas ni gafas para tener todo muy claro: ‘ellos’ son la escoria, y ‘nosotros’ las personas decentes. “Soy, desde luego, bueno y razonable y trabajo tan firme como puedo; si mis deseos permanecen insatisfechos, se debe forzosamente a ellos, son los que me fastidian y ponen piedras en mi camino”. Así resumía el historiador la paranoia, tan cotidiana, que se instala en nuestra cabeza. ¿Quién no se ha lamido las heridas con ideas parecidas? Solo la ironía, sentirte ridículo frente a los demás, acalla estas ñoñerías. Salvo que tengas la pésima suerte de encontrarte con un grupo de defenestrados, con los que hagas causa común. Entonces ya se suman papeletas para el desastre.

Estas cosas que explicaba Gombrich como cosa pasada de sus tiempos de radioescucha están hoy de plena actualidad. El mundo es una maraña importante, y tentaciones dan de agarrarte a las emociones -odio incluido- que a las razones. Si vas de noche a las puertas del balneario de Medina del Campo a grabar declaraciones sobre los inmigrantes allí alojados, tu objetivo es amplificar la alerta, no entender las razones de que estén ahí, ni procurar medidas para despejar el miedo de los vecinos. Si te limitas a despreciar y etiquetar como racista a cualquiera que exprese dudas o haga preguntas, estás contribuyendo a complicar más la situación, porque dejas fuera a muchos ciudadanos, por lo menos tan buenos como tú, pero que no confían tan ciegamente en el mando. No calibraron en Madrid el impacto de la imagen de un balneario idílico que lleva años formando parte de la oferta del ‘Club de los sesenta’, habitado de pronto por chicos subsaharianos con sudadera y anorak de colores. Un caramelo para los que agitan los peores instintos con la inmigración, muchas veces los mismos que gruñen porque no encuentran mano de obra para mañana.

A mí me gustaría que hubiera venido, qué decir, Margarita Robles, a ponernos firmes, a explicar que Canarias no es solo el sitio donde el reloj marca una hora menos y se producen plátanos, sino un trozo de España. Y que no se podía contar antes porque entonces el parvulario político hubiera montado mociones y pancartas en contra. Y que habrá los controles necesarios, porque ni la pobreza, ni la riqueza, garantizan la santidad. Si algo saben las oenegés es no tratar a sus usuarios con condescendencia; si no, no harían bien su trabajo.

Pero no vino Margarita Robles, y nos quedamos solos, con la foto distópica del balneario y un quintal de propaganda. Con los que abren el miedo en canal, a ver qué pescan, y con los que nos llaman racistas si no acatamos que en las alturas saben siempre lo que nos conviene. Ellos y nosotros. Por ahora lo único que puedo constatar es que los que vienen son muy jóvenes. Oigo que enviarán psicólogos, pero espero que primero vayan intérpretes, para saber qué dicen y explicarles cómo son las cosas aquí. Entendernos es lo urgente.

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lunes, 23 de octubre de 2023

Un santo de andar por casa

Los emigrantes tenemos la manía de mirar el tiempo que va a hacer en donde nacimos, incluso antes del que hará en donde vivimos. Por ejemplo, en Segovia apuntan lloviznas y temperaturas frescas para el martes por la noche, aunque despejará el miércoles por la mañana. A los efectos debería importarme poco, pero el 25 de octubre es San Frutos pajarero, patrón de mi ciudad. De entre todos los días del año es el que más rabia me da no estar allí, muy por encima de las ‘fiestas grandes’, San Juan y San Pedro, más parecidas a las de todos los sitios. De la noche del 24 hasta la mañana del 25, la Plaza Mayor acoge una de las mayores concentraciones de segovianos de todo el año, junto al 31 de diciembre, en la carrera de San Silvestre. El resto del año los segovianos son egipcios que caminan de perfil en un centro histórico en el que, como dice un amigo, turistas y estudiantes ‘vip’ son los colonos, y los autóctonos la India ocupada.

San Frutos es un santo de segunda clase, como el ángel Clarence, de Qué bello es vivir. Su historia es calcada a la de otros muchos: hijo de familia de posibles, renuncia a su fortuna y se entrega a la oración en un lugar apartado, pero muy bello, las Hoces del Duratón. Sus milagros son imprecisos y su vida se resume en una plana de Wikipedia, y aún sobra, porque casi todos sus atributos son fruto de la leyenda. Su brillo como celebración es reciente, tan reciente que hasta yo recuerdo cómo, a principios de los ochenta, un grupo de segovianos, sin concejales ni nada, decidieron plantarse en la medianoche del 24 de octubre en la puerta de la Catedral, coronada por una imagen labrada en piedra del Santo, que parece estar a punto de pasar la hoja del libro que tiene en sus manos. Año a año la concurrencia se fue multiplicando, y poco después a alguien se le ocurrió que a esas horas iba bien comerse unas sopas de ajo, y otros pusieron la música. Por la mañana, ya dentro de la Catedral, suena el Villancico de San Frutos, cantado sencillamente, con suerte con tres ensayos contados. Y siempre emociona.

Es fantástico pensar que todo esto que hoy es sólido hace pocas décadas no existía. La propia imagen de San Frutos, convertido hoy en un simpático ecologista barbudo rodeado de gurriatos, sería falsa si no fuera porque es imposible rebatirla, porque nada sabemos sobre él. Rocambolesco es que su apodo, “el pajarero”, no obedezca a su pasión ornitológica, sino a que en esa jornada nuestros antepasados aprovechaban para cazar pájaros con liga, una práctica hoy no solo prohibida, sino inconcebible. San Frutos, pese a su santidad, es hoy una celebración popular, surgida desde abajo, desde el pueblo; la autoridad solo acompaña un paso por detrás, como es su obligación. No es un caso especial el de Segovia, aunque sea el que mejor conozco. Al final la tradición es, por naturaleza, mestiza, y si alguien pretende guardar su esencia la convierte en un fósil.

Lo mejor de San Frutos es que no es una celebración en la que se coma y se beba hasta reventar, que de esas ya sobran, sino una fábula, compartida por todos a la vez. ¿Por qué no va a pasar el eremita la hoja de su libro de piedra? Que sea mentira es un alivio, así no es necesario que un historiador certifique la dignidad de un pueblo que ya la tiene por sí mismo, sin que necesite añorar un supuesto pasado glorioso.

Otra virtud es que no está organizada para atraer turistas, así que se celebra en su día, aunque pille a la mitad de los segovianos esparcidos por Madrid y al resto por el resto del planeta, incluido Valladolid, donde vivimos unos cuantos miles. San Frutos es el 25 de octubre y se acabó, los forasteros se pueden apuntar pero que no esperen que les pongan la alfombra. Y como no se quiere hacer caja con los turistas, no hace falta disfrazarse de medievales, ni de barrocos, ni de Isabel ni Fernando. Se puede ir así, de calle, y si hace frío con un tabardo y calcetines gordos.

Por todo esto me da rabia no estar allí mañana por la noche, para ver -y yo lo veo claramente- el paso de la hoja. Y porque es un gusto haber crecido a la vez que la fiesta, a la que en ningún caso hay que mirar con excesiva veneración, sino con toda la confianza posible. Y para los que no son de Segovia, que no se preocupen, que ya lo dice el villancico: “patrono de esta Ciudad, común padre de la patria y socorro universal”. Que no hay distingos, vaya.

lunes, 16 de octubre de 2023

Las casas de los otros

En todas las casas en las que he vivido en Valladolid -un piso compartido, un trastero que llamaban apartamento, una vivienda de dos habitaciones y la actual, en la que han crecido mis hijos- me ha acompañado el cartel de Caro Diario. Sujeto con chinchetas al principio y, desde hace tiempo, sobre cartón pluma, el dibujo de Nanni Moretti sobre su vespa ha encontrado siempre su lugar en la pared. La esencia de la película, presentada en la Seminci hace casi treinta años, la representa un motorista que recorre sin rumbo los barrios de Roma y que se cuela en casas ajenas gracias a una mentira chiflada: que está buscando localizaciones para su próxima película, un musical sobre un pastelero trotskista de los años cincuenta.

Moretti confesaba que lo que más le gusta, incluso cuando va a otras ciudades, es mirar las casas. Pararse a observar los áticos donde le gustaría vivir, imaginarse cómo los restauraría, como sería despertarse en ellos y contemplar las vistas desde aquellas ventanas. Cosas imposibles, porque ni esas casas estaban en venta, ni podía pagar un solo metro cuadrado de la mayoría de ellas. No se sentía defraudado por no poseerlas, porque, al fin y al cabo, su deseo era emprender ese viaje imaginario, no establecerse allí. Durante el tiempo que Moretti ponía el ojo en una de esas preciosas casas le pertenecían por completo, incluso puede que más que a dueños que las habitaban con desinterés, o que casi no las habitaban, como es frecuente en las viviendas de lujo.

Moretti, como es un artista, transforma sus emociones en una película encantadora, y de paso nos lleva a nosotros en el asiento de su vespa. ¡Quién no ha elevado los ojos y soñado cómo sería vivir en otro lugar! Otro lugar suele ser las casas de los ricos, porque las de los pobres son las que aparecen en nuestras pesadillas, y en las peores ni siquiera hay muros, ni agua, ni luz, ni refugio, como la atroz realidad de los vecinos de Gaza. La vida no deja de ser un maratón para tratar de vivir en un país mejor, una ciudad mejor, un barrio mejor y una casa más cómoda que las de las generaciones que nos precedieron.

Antes la ostentación se consideraba de mal gusto, un pecado de arribistas paletos. Las casas de los ricos solo aparecían en las primeras páginas del ¡Hola!, bajo la sospecha de que en realidad estaban arruinados y necesitaban vender la mansión, si no, ¿para qué rebajarse a mostrar su intimidad? Nadie tenía una idea muy clara de lo que ocurría de puertas para dentro; en las familias medias se reservaba la mejor habitación “para las visitas”, aunque hubiese cuatro durmiendo en una alcoba. Eso ya es pasado, y ahora puedes conocer en internet la tipología completa de casas de cualquier ciudad, Valladolid incluida, visitando las web de las inmobiliarias. La mayoría de los pisos en venta son como las de nuestros padres, con muebles de los años setenta y sanitarios Roca, o como los nuestros, decorados sobre la marcha con módulos de Ikea. Pero luego están los ‘luxury’, viviendas llenas de cosas, lámparas de cristal, suelos brillantes, alfombras, muebles robustos, múltiples sillones, reproducciones griegas, cocinas relucientes sin comida y baños de mármol.

Del lujo lo más atractivo es poder elegirlo. Eso debe dar bastante tranquilidad, aunque, llegado a cierto nivel, no sea muy diferente una vida u otra. El salto enorme, sideral, es tener una vivienda decente o no tenerla. Pienso, por ejemplo, en lo que debe suponer para tantas personas, ojalá muchas, disponer de una vivienda protegida cuando nunca has tenido la oportunidad de tener las llaves de una propia. Una casita puede cambiar la vida, sentirte digno con tu pequeño trabajo, con tus estudios, saber que te esperan un par de habitaciones con cocina y baño. Poder cerrar la puerta y hacer proyectos. Personalmente, nunca he tenido una mesa tan bonita como la primera, una camilla de conglomerado cubierta con unas faldillas azules.

“Casas, jardines, deseos, sueños de los hombres son”, como canta Auserón. Ya se ve que al final hasta los ricos se cansan de sus mansiones, y las ponen a la venta. Recuerdo visitar un chalet enorme de un hombre que había trabajado como un perro para levantar su empresa. Su Rosebud era aquella construcción, con un dormitorio para cada uno de sus hijos, incluso alguno más para cuando llegaran los nietos, una bodega en el sótano con una mesa de billar, los mejores muebles, las ventanas de forja, piscina y cancha de tenis, y hasta un jardín con setos, tan diferente de la huerta en la que clavó el azadón en su juventud. Las visitas fueron cada vez más escasas y la soledad, que allí se sentía más grande, le llevó a vender el chalé y recogerse en un piso pequeño. Con frecuencia los sueños cumplidos pesan más que los pendientes y te hacen sentir más insatisfecho. La vida es efímera, y, al final, tú eres un transeúnte que, durante un breve espacio de tiempo, recorre las calles en vespa.

 

lunes, 9 de octubre de 2023

Esos perros flojos

Este verano tuvimos que dejar unos días a la perra en una residencia. Entró cabizbaja, con el hocico atento y las orejas hacia atrás, preparada para sortear un campo de minas. “Le va a venir bien estar aquí, estos perros flojos se asustan por nada y, ahora que es joven, tiene que acostumbrarse”, comentó el cuidador. Como en la guardería, el breve abandono se iba a convertir en un cursillo de supervivencia. Me agarré a su diagnóstico, más que nada porque lo necesitaba. Un perro no es un baúl que dejas en el guardamuebles, sino una criatura con ojos grandes que te despide por la noche y te da los buenos días por la mañana. Los expertos caninos rezuman de determinación y seguridad, son los machos alfa de la manada. A su lado, los dueños de perros -mascotas caseras, no guardianes de finca, ni de rehala- somos unos blandengues. Hay cierto cachondeo con los perreros: que si les damos latas de caviar, que si les ponemos botitas y un programa en la tele... “Esos de los perrihijos”, dicen, gentes que no deben haber cuidado ni al uno, ni al otro, porque hay que ser muy tarado para no diferenciar a un perro de un hijo. Se ríen de que, hasta los dueños más rudos, acaben hablando a su perro con voz de teleñeco. A mí me da ternura.

Leo que en Valladolid hay un perro por cada cuatro habitantes. Decir que hay menos niños que perros es como decir que la gente prefiere comprarse un coche, o pagar la hipoteca, a tener hijos. No son cosas comparables, ¿o es que alguno pudo elegir entre tener un bebé y un caniche, y escogió al primero para que llevara sus apellidos? Por fortuna, la mayoría se toma en serio lo de tener un hijo.

Hay una cosa cierta: la ciudad estaría tan tranquila sin tu perro, al único al que reporta satisfacción es a ti. También parece que al perro le gusta vivir contigo, aunque eso es difícil de medir. No expresa si prefiere vivir al límite y morir joven, o tener una vida posiblemente larga en tu compañía. Aplicamos nuestros parámetros a su bienestar, porque los queremos. Ellos hacen como que nos quieren, y con mucho empeño, aunque cuando tienen oportunidad se vuelvan silvestres, marranillos y despendolados.

En los parques caninos pasas más miedo con los que se creen que el perro es un marine a sus órdenes que con los que lo tratan como a un muñequito. Las muestras de afecto, a veces extravagantes, no condicionan la convivencia tanto como la de los otros, los que presumen de ‘perro rambo’. Porque al final, con la ley por delante o solo con la lógica, de lo que se trata es de criar un ‘perrovecino’ de ciudad media, moderadamente tranquila, con gente poco habladora y que no busca líos, como es Valladolid. Como para las personas, el primer mandamiento es no molestar. Y dejar el menor rastro posible, porque los demás vallisoletanos no tienen la culpa ni reciben ningún beneficio de que tú tengas perro. Algunos tiemblan cuando ven uno, aunque sea más manso que Niebla con Pichí en la boca. “Que es buenísimo mi perro, que no hace nada”, replican. Ya, pero no hay como tener perro para saber que tienen sus días. Hay mucho discípulo de Rousseau en el mundo canino, convencido de que todos los peludos son unos santos. Puede ser, pero algunos son difíciles de corregir: que se lo digan a Biden, que tendrá adiestrador particular en la Casa Blanca, pero ha tenido que echar a su pastor alemán porque muerde al servicio.

En los círculos perreros el tema estos días es la nueva ley. A nadie le gusta que le digan cómo se cuida de su perro, pero somos demasiados y, como los autos locos, necesitamos algún carril común, porque cada uno opinamos una cosa. Cuando dicen que los perros tienen más derechos que las personas, yo digo, pues sea usted perro, con su correa y aguantando el pis hasta que vuelva su amo. Su vida, de hocico a rabo, está en nuestras manos, y sus derechos, en realidad, nos los otorgamos a nosotros mismos.

Los vecinos de mi perra son, como ella, ‘perros flojos’. No han tenido que hurgar en la basura ni pelear por roer un hueso, no tienen que hacer cabriolas para encontrar una mano que les acaricie, ni beber en charcos. Son perros posmodernos, pelín hedonistas, que se entregan con pureza al carpe diem, sin arrepentirse del pasado, ni temer al futuro. Mientras tú cavilas, ellos tienen el día resuelto, la comida llegará, saldré a hacer pipi, dormiré cerca de esta. Como los lirios del campo.

La teoría de que ahora la mayoría de los perrunos tenemos ‘perros flojos’ me recuerda a los reproches con los ‘hijos flojos’. Esos sermones de gentes orgullosas de que les dieran un sopapo a tiempo -no sabemos qué pasó con los que recibieron a destiempo-. Pero no fue la fortaleza la que nos hizo soportar algunas cosas, sino la resignación. Los perros flojos son perros amados, y algún inconveniente puede que les reporte ese cariño, pero en todo caso menor que los que provoca la falta de amor. Por fortuna, los días de disciplina en nada cambiaron a mi perra, que sigue siendo tan floja como siempre. En eso los perros también nos superan, en olvidar lo que no les sirve para nada.

lunes, 2 de octubre de 2023

El chiflo del afilador

Hace unos días entró por la ventana el pitido de un chiflo. Sonaba muy cerca, pero no se veía ni al afilador, ni a su bicicleta. No salían clientes de los portales, quizás porque llovía, o tal vez porque ya nada se arregla, se sustituye sin más. Al rato, una furgoneta que estaba parada en doble fila arrancó, y el chiflo se alejó con ella. Con la política a veces pasa lo mismo que con el afilador: buscas a un artesano sobre ruedas y encuentras un simulacro, cuando no una franquicia. Puede que sea cosa de los años, que algunos estemos en la fase transición hacia el jarrón chino, pero casi nada de lo que ocurre se entiende a la primera.

Cuando vi a Óscar Puente subir a la tribuna de oradores pensé que era “uno de los nuestros”, como cuando el concursante de Cifras y Letras es del pueblo de al lado. Algo tribal, pero comprensible. Incluso les pasó a Carnero y Del Olmo: “oye, que nosotros ya le conocemos, menudo es”, vinieron a decir. De alguna forma, que el diputado raso Puente estuviera ahí era un reconocimiento para todos. La prueba de que el azar es determinante para que la misma persona sea concejal o ministro. Y lo mismo pasa con casi todas las profesiones: hay muchísima gente que nunca ha podido demostrar su valía.

El vecino Óscar estuvo allí y cumplió con solvencia su papel, que era decir lo que su jefe no quería, y de paso arengar a sus votantes. El mismo tono áspero que entusiasmó a muchos alejó a otros tantos. No por el contenido, que cuando el ujier abrió la puerta de San Jerónimo estaba todo dicho, sino porque la esencia de la exposición era remarcar que la distancia entre “ellos” y los “otros” era insalvable, sideral. Eso, que también lo hacen el resto de partidos, lo rechazo. Si nuestros representantes no quieren que no nos liemos a gorrazos hasta con la familia y los amigos, deberían ser los primeros en mantener una puerta abierta entre los once millones de españoles que, hoy, están a un lado, y los otros doce que están al otro. Aunque a algunos les apetezca, no podemos echar a la otra mitad. Por fortuna, ni siquiera pueden en Cataluña.

Cuando terminó de hablar abrí corriendo Twitter para saber si lo que yo pensaba estaba bien o estaba mal. Las redes están diseñadas para que la equidistancia te de urticaria, no caben los matices. El rodillo es tan fuerte que, si no estás previamente lobotomizado, para mantener tu voto tienes que dejar de escuchar a tu radio favorita. Es tal la burricie de los argumentos en contra de los “otros”, que acaban por convertirte en un abstencionista.

Al final, después del estruendo, he repasado si se habían aclarado un ápice las dudas que teníamos antes de esta semana de gloria. Y nada, ni una. Lo de la amnistía sigue sonando mal. Han probado con desacreditar a los disidentes, que nos han dicho que están gagás o que son unos desleales. Mientras, el área de redecoración está empezando a trabajar firme, buscando eufemismos que puedan enternecernos.

Algunos de los más entusiastas con el discurso de nuestro paisano lo calificaban de “espectacular”. Es un adjetivo que se ha puesto muy de moda, da igual que describa una novela, un volcán o una receta de cocina. Todo es espectáculo, sí. Hay que dar de comer a la bestia en la que se ha convertido el debate público, en el que parece que las batallas se ganan a base de zascas. Empezaron a subir el volumen unos que decían representar al “pueblo” y otros a los “españoles de bien”, y ahora todos gritan; incluso Puente apeló el otro día al “pueblo”, como si el pueblo les perteneciera. Estaría bien que alguien bajara el volumen, pero ¿quién se atreve? Porque ya no nos conformaríamos con el silencio amodorrado del bipartidismo de antaño.

Como hay tanto ruido, da casi igual que digas tonterías que cosas trascendentes. Como el chiflo del afilador, puede que todo sea un señuelo, una forma de ganar tiempo y aguantar el balón, como en el baloncesto. Unos pocos minutos de descuento dan para mucho. Al final, estás tan cansado que deseas que enceste el contrario y gane de una vez.

lunes, 25 de septiembre de 2023

Con el miedo a la espalda

Cuando por la calle veo a adolescentes con demasiada piel al aire tengo el impulso de taparles con una rebeca. No por pudor, que la desnudez me escandaliza menos que el telediario, ni por estética, porque es imposible superar la aberración del calzoncillo asomando sobre el pantalón caído. Es más un impulso materno de protección. Muchas pasamos la adolescencia con camisas amplias en cuanto empezamos a usar sostén, y un jersey atado a la cintura para cubrir la retaguardia del vaquero. Era lo normal si no querías tener problemas. Porque las chicas “fáciles” tenían problemas. Aceptábamos como inevitable que los chicos mantuvieran línea directa con Atapuerca y que, una vez encendido el piloto, fueran incapaces de contener sus instintos. Así pues, un escote no era una elección, sino una provocación que te situaba en un lugar concreto, sometida a la voluntad de los hombres y al juicio de las mujeres. Las descocadas eran mujeres que no habían asimilado los patrones correctos, y el resto las mirábamos con desconfianza, cuando no desprecio (aunque puede también que con cierta admiración). En nuestra defensa diré que nos convencieron de que estaba en nuestra mano eludir todo mal, si protegíamos el pecho con la carpeta del colegio, como decía la canción. Pero ni siquiera cumpliendo todas las normas dejabas de sentir miedo cuando volvías a casa. Y eso no ha cambiado demasiado: toda mujer aprende desde pequeña a temer, y a buscar la calle más iluminada.

Hay un choque entre el feminismo clásico y la efervescencia actual sobre lo que significa mostrar el cuerpo. Para nosotras era una manera de someterse a los clichés masculinos; basta dar una vuelta por la calle para comprobar que ahora es un acto de libertad, totalmente natural. Eso no impide que exista una confrontación entre cómo te ves a ti misma y cómo te ve el resto; y dentro del resto hay de todo, generalmente respeto, pero también lascivia. Creo que casi todas las mujeres, antes y ahora, hemos vivido situaciones extrañas en las que de pronto te tocan o te dicen algo repulsivo, y ocurre sin que hagas nada especial, ni vistas de una forma concreta, ni bebas más de la cuenta. Situaciones en las que hubiéramos deseado ser invisibles.

Dicen que al mundo lo mueven el dinero y el sexo, aunque el segundo es más sigiloso. El sexo no es solo procreación, ni la feliz culminación de una historia de amor, pero tampoco algo mecánico e irrelevante; puede ser luminoso, pero también turbio. Nadie es capaz de entrar en los pensamientos ni el deseo de nadie, pero la intimidad termina en el momento en que se violenta a otra, o a otro, en su cuerpo o en su alma. Por eso nos espanta conocer lo que son capaces de hacer unos niños con un móvil. Es desolador que sigan reproduciendo el mismo esquema de las revistas porno, de dominio medieval sobre la mujer, cuando no han tenido tiempo siquiera de enamorarse. Es difícil de creer que todo eso no tenga un impacto en la construcción de su deseo, aunque haya padres más preocupados por si en el colegio les explican el aparato reproductor.

Han pasado 50 años desde mi educación sentimental y la actual es otra diferente. Las chicas tienen cuerpo, y lo enseñan. La razón está de su parte, pero la experiencia te demuestra que a veces son también necesarias las armas, sobre todo cuando las fuerzas son desiguales, y lo son. El MeToo no deja de ser un arma, una catapulta que trata de cambiar las tornas para que el temor lo sientan otros, y no a través de la fuerza, sino de la vergüenza, de la exposición pública. Es un aullido, a veces indiscriminado y otras manipulado, pero nace de una desesperación y un hartazgo reales. Porque las razones no siempre frenan a algunos que toman por la fuerza lo que no consiguen desde el respeto ni el afecto, como las páginas de sucesos se empeñan en recordarnos. Sucesos que te remueven, que te debilitan y te mantienen alerta, hasta cuando ya no temes por ti, sino por las otras.

Esta misma noche, decenas de mujeres cruzarán los túneles de la ciudad, o bordearán un parque, o apretarán el paso porque han visto acercarse una sombra. Han tenido que acostumbrarse a ir a clase, a trabajar o bajar la basura con el miedo a la espalda. Es una pesada mochila, y es normal que a veces estallen. Al menos, ya no cargan también con la culpa.

lunes, 18 de septiembre de 2023

Los lunes en San Nicolás

Cada vez es más difícil encontrar abierta la puerta de un templo, pero hoy y todos los lunes puedes entrar en San Nicolás. De niña, raro era el templo en el que no había un sacerdote con la luz encendida en el confesionario, o un sacristán reponiendo los cirios. En Segovia, San Nicolás estaba al lado de casa. En Valladolid tienen su imagen, que me pilla lejos para cumplimentar las tres semanas seguidas de plegarias. Digo yo que el santo no exigirá el mismo rigor en el cumplimiento al que vive cerca que al que vive lejos, al que es joven que al que le cuesta andar. No sería justo, y la justicia, si en algún sitio es algo más que un concepto, ha de ser en el Cielo.

Contra el rezo obligatorio que era la misa del domingo, las caminatas eran -son- una plegaria voluntaria para sobrellevar la semana. Las personas, sobre todo mujeres, que ocupan los bancos ya no son mis padres, ni mis tíos, ni mis vecinos de entonces. Otros han tomado el relevo, y yo misma ya no desentono. A la vuelta de las estampas, se especifican unos rezos para lograr la gracia. No se trata de una transacción comercial, ni de una lámpara maravillosa. Con el tiempo, entiendes que la gracia que esperas es saber esperar, o más bien esperar de la manera correcta. Por eso hay tanta gente que hace de las caminatas una costumbre.

Cuando comenzaron mis dudas de fe alguien me dijo que no se podía ser católica para una cosa y no para la otra, solo para asegurarte la salvación. Con el tiempo aprendes a desconfiar de los que deciden quién es y quién no digno de entrar en su credo, partido o grupo. Hay una frase que se repite en misa, que se nos libre de toda perturbación, algo imposible, porque estar vivo es estar sometido a perturbación permanente, como el cielo a anticiclones y borrascas. La salvación que más nos acongoja es no tener el oxígeno suficiente para cada día, el paraíso queda demasiado lejos. Quizás soy una católica vaga. Lo bueno de la iglesia es que, como en casa de una madre, sales y entras cuando el corazón te lo pide, pierdes el curso y regresas en septiembre o, después de una larga pandemia, apareces una mañana de septiembre, sin que nadie te pida cuentas. Una libertad que agradezco, y que permite perseverar en la fe, por muy pequeña y atípica que sea. Pero como dice la parábola, no hay fe mayor que un granito de mostaza, así que pocos están facultados para dar lecciones sobre lo que es verdadero, y menos aún con solemnidad. Poco puede demostrarse sobre la fe. Hay una frase fantástica de un estadístico, W.E. Deming: “Yo creo en Dios, los demás que me traigan datos”.

Percibo como los ateos, o con más intensidad aún, los errores -algunos terribles- y contradicciones de mi iglesia, que es la católica porque nací aquí, porque mi vida estuvo entremezclada desde su nacimiento con ella. Me gustaría, por ejemplo, que uno de los primeros mandamientos fuera pagar los impuestos que te corresponden, porque el principal es amar al prójimo como a ti mismo. El Evangelio deja claro que si tienes dos túnicas le des una a otro, en los tiempos en los que tener una túnica era como tener un piso; qué decir de los que tienen cinco pisos, digo túnicas. Aunque el Evangelio está repleto de frases que señalan a los pobres como los elegidos, el discurso del Papa molesta mucho a algunos que se nombraron elegidos por su cuenta, que no entienden bien eso de que el primero tiene que ser el servidor de todos.

Todo muta, y también la Iglesia. A mí me gustaría que sus puertas estuvieran abiertas como cuando era niña, pero entonces en la parroquia había un par de sacerdotes, varias misas, sacristanes y feligreses en abundancia. Las mujeres salían en zapatillas de casa para dar el relevo a la capillita de la Milagrosa, que iba de casa en casa. Ahora, los curas ofician hasta la extenuación, y sacerdotes jóvenes, en su mayoría de otros países, son los únicos que toman el relevo. Es una iglesia nueva y da igual que nos aferremos al incienso del pasado, porque hoy donde crecen los creyentes no es en este país, ni siquiera en este continente, cuya curia tendrá que acostumbrarse a escuchar al resto y sentenciar menos.

Por encima de las luchas de poder, la fe, pequeña y misteriosa, seguirá su camino. En estos tiempos de oscuridad en los que el premio de consolación es el de los perdedores, se acaba de publicar un libro muy bonito de Michael Ignatieff sobre el valor del consuelo. La desesperación y la esperanza de nuestros antepasados, tantas veces sostenida por la fe, “nos demuestran que no estamos solos, y que nunca lo hemos estado”, señala el autor. Por miedo, por costumbre, por necesidad… porque sí, la oración que ayudó a nuestros padres bien puede acompañarnos ahora.

lunes, 11 de septiembre de 2023

Del sociólogo al psicólogo

Más o menos cuando Alfonso Guerra pronóstico que a España en poco tiempo no la iba a conocer ni la madre que la parió, Amando de Miguel se convirtió en el sociólogo de cabecera de la Transición. Los compañeros de profesión desdeñaban el perfil claramente mediático de este zamorano que, dicen, que fue el primero que puso en su puerta “Sociólogo”, como otros ponían “Notario” o “Cardiólogo”. Los españoles se preguntaban quiénes eran por primera vez, tras décadas de tratar de ser lo que el relato oficial dictaminaba que eran. Y se adaptaron rápidamente. El referéndum del 78 sorprendió que transcurriera sin incidentes, y con una participación mucho más baja que la de los escasos plebiscitos franquistas. De Miguel dijo que esa tranquilidad y hasta pasividad era la prueba de que los españoles habían entrado de lleno en la democracia.

España, marca registrada, Autobiografía de los españoles, Los españoles…. Los títulos de sus ensayos dejaban claro su contenido. Con su equipo, periódicamente lanzaba informes sobre la sociedad española, y él mismo ofrecía un rápido análisis sobre casi cualquier tema que los medios propusieran. Cuando se habla mucho se dice de todo, obviedades fijo, pero también análisis certeros. Hace treinta años ya apuntaba el zamorano que las relaciones políticas y religiosas iban perdiendo fuelle frente a la prevalencia de la vida personal. Decía que éxito, enriquecimiento rápido e intimidad eran los valores más estimados por los españoles, y no ha cambiado mucho, aunque hoy, con el móvil, más que íntimos estamos sobreexpuestos.

Ahora España no tiene sociólogo de cabecera, aunque sí encuestólogos. Puede que no convenga reconocer que los españoles como colectivo tengamos algo en común, que digo yo que en alguna cosa coincidiremos, aunque sea solo por siglos de roce y ver First Dates. Las encuestas nos preguntan por nuestros gustos, pero más que nada para buscar pistas sobre a quién o contra quién votaremos. Un sociólogo que escribiera hoy de lo que piensan o sienten los españoles sería catalogado de rancio, mientras que se encumbra a cualquiera que indague en alguna minucia de nuestro pasado que nos diferencie de los del pueblo de al lado. Ahora, si los medios buscan análisis de contexto, llaman a un psicólogo. Los psicólogos se han convertido en el comodín de todas las noticias, pequeñas y grandes. ¿La vuelta al cole? Pregunte al psicólogo. ¿Suben los precios? Psicólogo al canto. ¿Hace calor? Que nos diga cómo sentirnos frescos.

Sí, todo está en la mente, a veces hace daño de manera muy cruel, y entonces su apoyo es muy valioso. Pero me parece sospechoso que algunos parezcan más interesados en medicarnos para que aguantemos que en solucionar los problemas de todos, los comunes, esos de los que solían hablar los olvidados sociólogos. Quizás los políticos, y nosotros un poco, nos hayamos rendido y nos conformemos con cambiar el color del cristal con el que mirar las cosas. Recuerdo una frase hortera que escribían en las puertas de los baños del instituto: si de noche lloras por el sol, las lágrimas te impedirán ver las estrellas. Pues eso, que con Puigdemont vamos a ver las estrellas.

De Miguel decía que los españoles somos pesimistas, salvo para los juegos de azar, ahí somos creyentes absolutos en la microscópica posibilidad de hacernos ricos. Yo creo que tanto en lo cenizos como en lo crédulos se cimenta buena parte de nuestra identidad común, de Este a Oeste del país. Una encuesta bien hecha podría probar esas cosas compartidas, en vez de insistir en lo especialitos que somos cada uno. Pero, ¿quién va a creer hoy en los datos, cuando algunos no creen ni en los grados que marca su propio termómetro?

En 1972 le preguntaron a Amando de Miguel que por qué se había hecho sociólogo. Contestó que para comprender su propio proceso de movilidad social. Porque uno no es solo uno, si no también su circunstancia. La circunstancia suele ser compartida con bastantes más -incluso algunos del Ampurdán, o del Bierzo- y, tal vez, pueda ser cambiada. No solo por ti, sino también por tus compañeros.

lunes, 28 de agosto de 2023

Los seis llaveros de Valladolid

En Valladolid no me pasa, pero cuando vuelvo a Segovia cuando veo un turista me dan ganas de pisarle el pie. Abandono la idea, primero porque son muchos más que los indígenas, y segundo porque aprieta el sol y me dan pena, haciendo tiempo para comer, arrastrando niños llorosos que están hasta el último pelo de ver iglesias. El lunes el titular será “los hosteleros satisfechos por la ocupación, pero quedaron dos mesas libres”, o cosa similar.

El problema de odiar al turista es que una, alguna vez, pocas, también es turista. Con culpabilidad, porque conozco las consecuencias de serlo. La mayor parte de los turistas van como rebaño por el cordel, todos a una hasta alcanzar el mismo objetivo (hay tres o cuatro metas volantes, no más, no se engañen). El problema es la visión periférica. Recuerdo a una señora mayor tendiendo un par de bragas, en un caserón frente a la ría, en Oporto. Bajo su ventana, había un enjambre de turistas, apiñados en las terrazas de restaurantes caros. La vida normal acaba por ser un elemento discordante en nuestra fiesta, y está sentenciada.

El turismo a cascoporro se está convirtiendo en una verdadera plaga. A la vez, complicada de encarrilar, porque su avance exponencial es, en cierto sentido, democrático. Se ha encendido el deseo de viajar, que es un gran negocio; ahora, hay que poner orden. Difícil, porque lo de atraer solo “turismo de calidad y espaciado cuando yo diga” es muy complicado. La fórmula general es el “turismo mercadona”: para hacer caja, hay que vender muchas unidades.

Oigo que en Barcelona o San Sebastián ya no reciben a los turistas con los brazos abiertos. Quizás ellos poseen otros recursos para sobrevivir, más allá de la belleza. Para una ciudad ser solo guapa es un poco pan para hoy y hambre para mañana. Los sitios tocados por la varita mágica del turismo convierten en calabaza su oportunidad de ser lugares normales; o ninguno ha logrado, por ahora, escapar de ello.

Que Valladolid no sea una ciudad turística, o que al menos no dependa de ello de una manera principal, creo que no es mala cosa. Hace más fácil la existencia a los que vivimos en ella, y frena un poco el amodorramiento que supone una economía perezosa, centrada en engullir rentas de locales y pisos turísticos. Tampoco se puede elegir tu destino. Valladolid empleó muchos años en avanzar “como centro comercial e industrial y nudo de comunicaciones ferroviarias y por carretera”, como se describía la ciudad en una guía turística de los años setenta. En este proceso, dejó manga por hombro su centro histórico, y hoy es casi imposible hacer una foto de un edificio -los tiene, valiosos y bellos- sin sacar cuarto y mitad de una torre de viviendas.

Quizás esto explica que una construcción “nueva”, para lo que se estila en la tierra de los castillos, como es la Academia de Caballería, se esté imponiendo a golpe de telediario como el icono de Valladolid. A su favor hay que decir que es de los pocos edificios exentos, sin pegotes adosados, y que tiene un cierto aire romántico que conecta bien con esa idea del Valladolid burgués, de capital en medio de la meseta. No es la historia sino los vallisoletanos los que lo han encumbrado.

La mejor encuesta de los edificios importantes de Valladolid no está en Wikipedia, sino en el Todo a Cien de mi barrio, que solo admite superventas. Se puede elegir entre seis llaveros: la Catedral, la Antigua, el Ayuntamiento, la Universidad, Caballería y, por supuesto, el escudo del Real Valladolid. Los compramos los de aquí, porque a mi barrio turistas, lo que se dice turistas, llegan pocos. Una vez encontré a cuatro chinos extraviados, que no buscaban el Museo Oriental, que es precioso, sino El Corte Inglés. Sería un fallo del Google Maps, porque los chinos lo traen todo planificado, y en siete días visitan España y Portugal y hasta les sobra una hora en el aeropuerto.

De Valladolid escucho más que es una ciudad cómoda que una ciudad guapa, y creo que eso no es malo: le ayuda a estar viva. Es mejor conocerla por casualidad, porque los mejores viajes son los que surgen, sin plan ni expectativas. Vas a una historia de trabajo y te encuentras un miércoles por la tarde tomando unas tapas. Acompañas a tu hijo a un partido y haces tiempo dando una vuelta por el Campo Grande. Quedas con un colega en la Plaza y te pierdes buscando herramientas en el escaparate de Villanueva. Turismo accidental. Sin guías, ni rutas, ni “experiencias” que cumplir. Perdiendo el tiempo, básicamente.

 

 

 

lunes, 21 de agosto de 2023

La maleta de Leonor

 

Entre sables, ametralladoras y tratados de estrategia militar, en una de las salas de la Academia de Caballería de Valladolid cuelga un lienzo de gran tamaño de Alfonso XIII. Es, como otros imponentes cuadros del museo, un retrato ecuestre, pero la antítesis de lo castrense. El monarca viste de blanco y su mano enguantada sujeta un taco, el equipo clásico del jugador de polo. Dicen las crónicas que fue gran aficionado a este deporte, y que se quedó con las ganas de competir con el equipo español en alguna olimpiada. Eduardo García Benito, que firma la obra, le retrató con pulcritud, con una media sonrisa que suaviza al envarado jinete real. Es un cuadro peculiar en la trayectoria de García Benito, un artesano superviviente de mil encargos y a la vez un artista del dibujo, más conocido por sus delicadas ilustraciones para revistas americanas que por retratos regios. Sin quererlo, es un cuadro revelador, que muestra a un rey en una de las facetas privadas en las que consumió más horas y entusiasmo. Nada heroico, por otra parte, pero muy frecuente en las clases altas, la actividad deportiva como adiestramiento y a la vez diversión, para cuyo desarrollo se presuponen ciertas habilidades físicas y sobre todo de sociabilidad entre sus iguales, o sus casi iguales. Los reyes y sus cohortes fueron quizá los inventores del concepto vacaciones, cuando para el resto el asueto era con suerte dejar de trabajar el día de la Patrona. Los borbones levantaron un pabellón en Riofrío para sus prácticas de caza, y en La Granja campo de polo y todo un palacio para su esparcimiento. Hasta Franco fue alguna vez al pequeño lago, a pescar unas truchas. Solo apuntar a su favor que, al menos, nos indicaron a los plebeyos el camino a seguir: de vez en cuando es justo y necesario descansar.

También hay en la colección de Caballería unas fotos de los Reyes eméritos en una visita a Valladolid, en 1964. Eran muy jóvenes. Sofía, por entonces madre reciente de su primera hija, tenía los ojos chispeantes de quien no sabe controlar sus emociones, y a la vez la determinación, aprendida a fuego, de cumplir con el deber. También tiene ese brillo Leonor, y da igual que la lleven a un colegio británico pijo o al pabellón de una academia militar. Nos enseñan una habitación con media docena de colchones y la ropa de cama a la espera del petate, los bancos corridos para comer, y hasta la zona de duchas. Tres años ahí, por muchos compromisos y salidas que tenga, no está mal como prueba de convivencia. Me pregunto si a Leonor le ha ayudado el servicio a hacer la maleta, o si se la ha revisado su madre. Mejor que no, porque las madres vaticinamos inundaciones, apagones, indigestiones y resfriados antes de tiempo, y los cuidados para prevenir cualquier perturbación no cabrían en esa maleta discreta que le permiten llevar.

Leonor me cae bien desde que le cayó la del pulpo cuando dijo que una de sus películas favoritas es Dersu Uzala. Dersu es un cazador mongol acostumbrado a sobrevivir en la tierra de la que todos huyen, la taiga de Siberia. Un espacio hostil para los humanos, pero no para él, que sabe doblegarse a los bandazos de una naturaleza cruel, pero también muy bella. Leonor dijo que era una buena película, pero le criticaron por ser pedante, en lugar de limitarse a montar a caballo y jugar al polo, que era la tradición. Hay que ser muy cruel para disfrutar con ese linchamiento público y desprecio de la gente, y más aún de adolescentes, tanto da que sean hijas de reyes, presidentes de gobierno o de los vecinos de enfrente.

No hace falta que expliquemos a Leonor, que es chica leída, la irregularidad que supone heredar de tu padre un reino, que él lo heredara de tu abuelo y así hasta el primero de la dinastía. Ya lo sabe. La herencia, en general, no es un concepto nacido de la justicia social: hace ricos a los hijos de ricos, pobres a los de los pobres y, con frecuencia, hasta médicos y notarios a los descendientes de los médicos y notarios. Aunque la mayoría de los diputados hayan estudiado Derecho, la democracia, pese a sus achaques, nos permite elegir como presidente a cualquiera -a usted, por ejemplo- una maravillosa anomalía en la historia de la humanidad.

Quiero un país de iguales, por lo que debo ser republicana. Leonor igual también lo es, tanto da. Mientras la Constitución no diga lo contrario, hace lo que tiene que hacer. Irse de maniobras y dar discursos en las lenguas cooficiales habidas y por haber no es lo más difícil. Lo de ser símbolo de la unidad y permanencia del Estado se las trae.

lunes, 14 de agosto de 2023

Jorge o Jorgina

“La palabra más bonita de todo el diccionario es vacaciones”. Así empezaba uno de los libros de Los Cinco. En un par de meses de aquellos veranos aburridos e inmensos, me leí casi toda la colección. Enid Blyton no era Shakespeare, pero sabía lo que necesitábamos los niños para sentirnos bien: libertad, y a la vez refugio. Dicen que los que pasan más tiempo solos son los hijos de los más pobres y de los más ricos, porque sus padres están ocupados en otros asuntos, los primeros en buscarse el sustento y los segundos en buscar un sentido a su existencia. Los Cinco estaban durante el curso internos, y en vacaciones sueltos como cabras por Villa Kirrin, las más de las veces acompañados solo por la cocinera. ¡Eso era libertad! Buenos amigos, un perro, una playa y hasta una isla para tu uso personal. ¿Quién necesitaba adultos cuando la despensa estaba llena de pastel de carne, salchichas, emparedados, huevos duros, fruta en almíbar, bizcochos y hasta botellas de cerveza? Porque, al menos en esas primeras versiones, una birra acompañaba a la cesta de víveres de la pandilla.

En Los Cinco aprendías que ser niño era ser intrépido e inteligente como Julián, el líder, o leal y espabilado como Dick. Ser niña era ser miedosa y dulce, como Ana, que en las ilustraciones aparecía con una falda tableada, cuando los demás lucían pantalón corto. Ana era la “madrecita” y a veces la “mosquita muerta”, pero sabía ocuparse de vendar una rodilla herida o de que no faltara avituallamiento. Ser perro era ser como Tim, un mestizo bonito y fiel, que solo ladraba para proteger a los chicos. Y luego estaba Jorge. Jorge era Jorgina, el único personaje sobre el que se nos ofrecen explicaciones en cada una de las 21 entregas de la colección. Como cuando le llaman Jorgina no contesta, los vecinos le dicen señorito Jorge, sin sorna alguna: “todos los del pueblo sabían de qué modo ella anhelaba parecer un chico”. De Jorge sabemos que lleva shorts y el pelo corto a lo Doris Day; también que es valiente y se aguanta las ganas de llorar. Es el único personaje que evoluciona, que pasa de ser taciturno y solitario a buscar la compañía de sus primos, porque “compartir es mejor”.

Jorge, lógico, era el favorito de las niñas. Ser niña era una cosa muy difícil, porque estabas supeditada a ser admirada por tu simpatía, dulzura y recato; en fin, un teatro para el que no todas estábamos preparadas. Al menos había un margen para llegar a ser mujer, más o menos a los 25, edad en la que la mayoría de nuestras madres ya estaban casadas. Llegada esa etapa, no había otra que hacerse la permanente, comprarse un mutón y empezar a untar Tulipán en los bocadillos de los hijos.

En la adolescencia comenzaban las dudas sobre lo que se esperaba de una mujer. Se avanzaba, pero no tan deprisa. Prueba de ello es que en los grupos de los 80, ahora paradigma de la libertad, la mujer o era corista o era fan, salvo excepciones. Hasta Chrissie Hynde, líder de los Pretenders, reconoce en sus memorias que lo que ella quería era ser como el guitarrista, no ser la novia y que te dedicara una canción. Porque ser musa no deja de ser una cárcel insoportable.

Ahora que Irene Montero es árbol caído y no sé si convertido en pellets, a pesar de todo lo que me enervaron sus declaraciones y normativas, tengo que reconocer que algo de razón tenía. La revolución que mi generación creyó hacer estaba bastante incompleta. Dijimos sí cuando era no, o no dijimos nada. Quisimos ir de duras cuando queríamos llorar. En nuestra adolescencia las cosas no fueron de la mejor manera posible, solo de la manera que entonces era posible.

Concluida la primera juventud, vivir se convierte en algo muy entretenido, y deja de preocuparte qué tipo de mujer o de hombre eres. A parte de lo biológico, que es real e intenso, la mirada del otro es la que acaba por certificar lo que eres. Y lo que eres no es siempre lo mismo. Avanzando los años, puedes seguir siendo mujer, pero de ninguna manera musa. ‘Muso’ a lo mejor un poco más de tiempo, si eres Brad Pitt. Pero, al final, todos los cuerpos se parecen. Unos y otras llevamos bermudas, y hasta los hombres se han apropiado del bolso. Ya nadie va como la pequeña Ana, con falda de tablas a la playa. Jorge-Jorgina ha ganado.

lunes, 7 de agosto de 2023

Después del incendio

Yo también tenía la ventana abierta la otra noche, y escuché el impacto. Creí que era un cohete, pero al poco comenzaron las sirenas. En la ciudad te acostumbras a su sonido, aunque temes que, como las campanas, un día suenen por ti. En una hora, en el móvil se cruzaban los comentarios, los vídeos. Hubo un llamamiento para que se abstuvieran los curiosos, que dificultaban el trabajo de los equipos de rescate. En un par de horas, conocíamos lo esencial: gente que estaba recogiendo la cocina, de pronto se encontraba en la calle, en zapatillas. De madrugada, cuando apareció la vecina fallecida, todavía entraba por nuestras ventanas el olor a quemado.

Quedarse mirando a alguien cuando sufre da pudor. Ver llorar a otro revuelve, salvo que estés vacío por dentro. A la vez, atrae con fuerza. Con los sucesos, personas enfrentadas cada día por las cosas más nimias de pronto prestan atención a lo mismo. El drama nos atañe, porque la muerte nos iguala. Miramos con descaro, y nuestra compasión es tan sincera como breve, porque poco más hacemos. Es una compasión hacia dentro, hacia nosotros mismos, por la fragilidad de nuestra existencia. Caminar por la calle es cruzarte cada día con hombres y mujeres que arrastran su drama personal. Es un dolor que los mortales traemos de serie. Pero hay sucesos imprevistos, extremos. Parte de ellos nunca los conocemos, pero otros sí, porque, sin pretenderlo, se escapan de la esfera privada, y acaban ocupando unas líneas o unos segundos en los medios.

La otra noche una mujer murió y vecinos nuestros se quedaron en la calle. Estaban en la acera, y miraban estupefactos las ventanas de las habitaciones a las que ya no podrían entrar. Esa madrugada había desolación, y también apoyo. Al día siguiente, parecía que todo dependía del veredicto de las aseguradoras… Un incendio te expulsa de casa, como la mar expulsa al náufrago. Por fortuna Valladolid no es una isla desierta, y no debe serlo para nadie.

Las noticias de sucesos están en lo más alto de las búsquedas de internet. Ocurren a otros, aunque se parecen mucho a nuestras pesadillas. Buscas en la información una garantía de que a ti no te va a tocar, y no la hay. También esperas que el periodista sea mejor que tú, que explique lo esencial, sin añadir detalles que hacen daño y nada aportan. “La lengua no tiene hueso, pero corta lo más grueso”, dice el refrán, con razón. La buena información es un dique contra el rumor y también contra nuestra ira, que ansía linchar culpables, en lugar de atender a las víctimas.

La máquina de novedades no para, y la desgracia de hoy es sepultada por la de mañana. Para los protagonistas, que no quisieron serlo, queda una muesca para siempre en el calendario. Porque la gente que quieres no se muere una vez, sino muchas, y lo perdido deja una sombra profunda. La intemperie de la vida a veces ataca por las bravas, sí, pero la raza humana sabe mucho de cuidados y reparaciones. Es cuestión de tiempo.

lunes, 31 de julio de 2023

Funcionarios que funcionan

El mismo funcionario serio que te pide que pases la yema del índice por la pantalla para renovar el carné, antes de abrir las puertas al público, riega media docena de tiestos. Muchas oficinas son fecundos invernaderos donde avanzan plácidas cintas, ficus, potos y alguna planta del dinero, que ya se sabe que trae suerte. Es un misterio, pero con frecuencia las plantas prosperan mejor al lado de los archivos definitivos que en las casas.

Habrá algún triste que critique que el funcionario dedique cinco minutos cada tres días a atender a los tiestos. Pero el que se ocupa de que la vida prospere a su alrededor, también se ocupará de ti. El estricto cumplimiento de las obligaciones se le supone -el funcionario funciona- pero en el trabajo hay muchos detalles que valen casi tanto o más que lo obligatorio. Por ejemplo, que el administrado, o paciente, o alumno, perciba que le importa su problema. Eso vale oro.

Leo que en Castilla y León uno de cada trece habitantes trabaja en la administración. Teniendo en cuenta que tenemos también un altísimo porcentaje de jubilados, cuando paseamos por la calle nos cruzamos con muchas personas que o bien trabajan o han trabajado para todos nosotros. Uno de cada cinco empleados tiene una nómina pública, y eso no significa que cuatro de cada cinco trabajemos para pagársela, como replican los tristes. Porque si no hubiera administración -autonómica, local, nacional- tendríamos que pagar de nuestro bolsillo a quien nos atendiera cuando estamos enfermos, al que enseñara a nuestros hijos, a quien potabilizara nuestra agua y recogiera nuestra basura. Y también a una enorme gestoría para que no se pagara más de lo debido, y se cumplieran todas las condiciones pactadas. No digo que no haya puestos relajados, cuyas competencias se resolverían, no en treinta y cinco, sino en quince horas; pero también hay otros muchos desbordados.

Con frecuencia los que arrean con más rabia al funcionario son los mismos que reniegan de pagar impuestos, porque se creen fuertes y eternos, como si el pobre y el débil lo fueran porque les da la gana. Lamento recordarles que los impuestos no se los inventó un comunista. A finales del XVI, Miguel de Cervantes ya recaudaba por cuenta del Tesoro público, aunque aquellos ducados no eran para pensiones, sino para financiar guerras.

Los militares juran bandera, y los funcionarios no abrazan el Estatuto de Autonomía -ni falta que hace-, pero también nos protegen de los vaivenes desconcertantes de estos tiempos. Por eso tienen un trabajo “para toda la vida”, mientras que a otros les sometemos a renovación como mucho cada cuatro años. A veces, los políticos acarician el espejismo de que, cuando alcancen el poder, pondrán todo patas arriba y harán un mundo a su medida. Y no pocas pitadas que se les ocurren acaban siendo paradas por la rectitud de un funcionario que se ciñe a la ley, al que ni siquiera saludan por el pasillo.

En estos días en los que estiramos el verano, sin saber si a la vuelta estarán donde los dejamos el país, las autonomías, y hasta Don Benito y Villanueva de la Serena, sirve de consuelo comprobar que a las ocho abre sin falta el centro de salud, la biblioteca presta libros y hasta viene el cartero con una multa. En resumen, que el equipo funciona, aun sin entrenador.

lunes, 24 de julio de 2023

Cuando fuimos mayores de edad

Cuando por fin baja el sol y abro la ventana para que entre el aire me acuerdo de la pandemia. Muchas tardes hice lo mismo, abrir la ventana y observar el césped que nadie pisaba, las lilas en marzo, las rosas en mayo, las hortensias en julio. Creo que nunca he limpiado más los cristales. Eran la puerta al mundo entero. Al oxígeno, al césped, a las urracas; también a los otros, que miraban como yo a través de sus ventanas. La estupefacción y desolación de aquellos días todavía nos quema, y hemos cerrado, no sé si en falso, aquella etapa.

Por entonces tuve bastante relación con Verónica Casado. Quiero decir yo con ella, no ella conmigo, porque nunca nos han presentado. Tengo muy presente su expresión, sus collares gigantescos, sus ojos graves y su voz nerviosa, casi siempre dando malas noticias, que eran las que tocaba dar en ese momento, para seguir vivos hoy, como si nada hubiera pasado.

En esos largos meses sin duda fue la mujer de Valladolid más conocida, en Castilla y León y posiblemente en toda la España confinada. Se fue de mala manera, leí que dolida tras comprobar lo que muchas veces es y no debería ser la política. Lo sentí, porque apreciaba mucho sus intervenciones, y confiaba en que, si ella lo pedía, sería por algo. Recuerdo que por entonces ya se vaticinaba que todos los responsables de los gobiernos de la pandemia pagarían su factura en las urnas. Venían problemas, y encima nos decían cosas que no queríamos escuchar. No nos prometían nada, ni siquiera se atrevían a aventurar cuándo acabaría todo. Y lo más increíble, colocaban sobre cada uno de los ciudadanos la responsabilidad de gobernarnos a nosotros mismos, para mantenernos con vida y no hacer daño a todos los demás.

El fin de las mascarillas no ha sido tema de campaña, quizás porque no interesaba recordar esa etapa en la que nos pusimos de acuerdo en algo. La certeza de que tu vida depende en buena parte de tus decisiones es dolorosa. Hay algunos que no lo soportan, y se anestesian en vena, rebuznando en Twitter, golpeando cacerolas o, como en los atascos, tocando la bocina, como niños con rabieta. Sin embargo, yo echo de menos cuando los políticos -poco tiempo, es verdad- nos hablaron como si fuéramos mayores de edad.

Esta mañana también abriremos las ventanas para atrapar el aire, antes de que el asfalto hierva. A diferencia de entonces, ahora podemos salir, sentarnos a la sombra de un árbol, felicitarnos o desesperarnos por lo que vendrá, que siempre es reversible, porque la democracia se encarga de ello. El otro día hice una encuesta, una sola, sobre lo que habíamos aprendido con el coronavirus. Pregunté a un taxista, porque de lo que pasa en la calle saben mucho. A parte de alguna secuela física, me dijo que ahora se sentía más fuerte. Que la pandemia no nos había hecho inmortales, sino resistentes, venga lo que venga.