lunes, 25 de septiembre de 2023

Con el miedo a la espalda

Cuando por la calle veo a adolescentes con demasiada piel al aire tengo el impulso de taparles con una rebeca. No por pudor, que la desnudez me escandaliza menos que el telediario, ni por estética, porque es imposible superar la aberración del calzoncillo asomando sobre el pantalón caído. Es más un impulso materno de protección. Muchas pasamos la adolescencia con camisas amplias en cuanto empezamos a usar sostén, y un jersey atado a la cintura para cubrir la retaguardia del vaquero. Era lo normal si no querías tener problemas. Porque las chicas “fáciles” tenían problemas. Aceptábamos como inevitable que los chicos mantuvieran línea directa con Atapuerca y que, una vez encendido el piloto, fueran incapaces de contener sus instintos. Así pues, un escote no era una elección, sino una provocación que te situaba en un lugar concreto, sometida a la voluntad de los hombres y al juicio de las mujeres. Las descocadas eran mujeres que no habían asimilado los patrones correctos, y el resto las mirábamos con desconfianza, cuando no desprecio (aunque puede también que con cierta admiración). En nuestra defensa diré que nos convencieron de que estaba en nuestra mano eludir todo mal, si protegíamos el pecho con la carpeta del colegio, como decía la canción. Pero ni siquiera cumpliendo todas las normas dejabas de sentir miedo cuando volvías a casa. Y eso no ha cambiado demasiado: toda mujer aprende desde pequeña a temer, y a buscar la calle más iluminada.

Hay un choque entre el feminismo clásico y la efervescencia actual sobre lo que significa mostrar el cuerpo. Para nosotras era una manera de someterse a los clichés masculinos; basta dar una vuelta por la calle para comprobar que ahora es un acto de libertad, totalmente natural. Eso no impide que exista una confrontación entre cómo te ves a ti misma y cómo te ve el resto; y dentro del resto hay de todo, generalmente respeto, pero también lascivia. Creo que casi todas las mujeres, antes y ahora, hemos vivido situaciones extrañas en las que de pronto te tocan o te dicen algo repulsivo, y ocurre sin que hagas nada especial, ni vistas de una forma concreta, ni bebas más de la cuenta. Situaciones en las que hubiéramos deseado ser invisibles.

Dicen que al mundo lo mueven el dinero y el sexo, aunque el segundo es más sigiloso. El sexo no es solo procreación, ni la feliz culminación de una historia de amor, pero tampoco algo mecánico e irrelevante; puede ser luminoso, pero también turbio. Nadie es capaz de entrar en los pensamientos ni el deseo de nadie, pero la intimidad termina en el momento en que se violenta a otra, o a otro, en su cuerpo o en su alma. Por eso nos espanta conocer lo que son capaces de hacer unos niños con un móvil. Es desolador que sigan reproduciendo el mismo esquema de las revistas porno, de dominio medieval sobre la mujer, cuando no han tenido tiempo siquiera de enamorarse. Es difícil de creer que todo eso no tenga un impacto en la construcción de su deseo, aunque haya padres más preocupados por si en el colegio les explican el aparato reproductor.

Han pasado 50 años desde mi educación sentimental y la actual es otra diferente. Las chicas tienen cuerpo, y lo enseñan. La razón está de su parte, pero la experiencia te demuestra que a veces son también necesarias las armas, sobre todo cuando las fuerzas son desiguales, y lo son. El MeToo no deja de ser un arma, una catapulta que trata de cambiar las tornas para que el temor lo sientan otros, y no a través de la fuerza, sino de la vergüenza, de la exposición pública. Es un aullido, a veces indiscriminado y otras manipulado, pero nace de una desesperación y un hartazgo reales. Porque las razones no siempre frenan a algunos que toman por la fuerza lo que no consiguen desde el respeto ni el afecto, como las páginas de sucesos se empeñan en recordarnos. Sucesos que te remueven, que te debilitan y te mantienen alerta, hasta cuando ya no temes por ti, sino por las otras.

Esta misma noche, decenas de mujeres cruzarán los túneles de la ciudad, o bordearán un parque, o apretarán el paso porque han visto acercarse una sombra. Han tenido que acostumbrarse a ir a clase, a trabajar o bajar la basura con el miedo a la espalda. Es una pesada mochila, y es normal que a veces estallen. Al menos, ya no cargan también con la culpa.

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