Hace unos días entró por la ventana el pitido de un chiflo. Sonaba muy cerca, pero no se veía ni al afilador, ni a su bicicleta. No salían clientes de los portales, quizás porque llovía, o tal vez porque ya nada se arregla, se sustituye sin más. Al rato, una furgoneta que estaba parada en doble fila arrancó, y el chiflo se alejó con ella. Con la política a veces pasa lo mismo que con el afilador: buscas a un artesano sobre ruedas y encuentras un simulacro, cuando no una franquicia. Puede que sea cosa de los años, que algunos estemos en la fase transición hacia el jarrón chino, pero casi nada de lo que ocurre se entiende a la primera.
Cuando vi a Óscar Puente subir a la tribuna de oradores
pensé que era “uno de los nuestros”, como cuando el concursante de Cifras y
Letras es del pueblo de al lado. Algo tribal, pero comprensible. Incluso les
pasó a Carnero y Del Olmo: “oye, que nosotros ya le conocemos, menudo es”,
vinieron a decir. De alguna forma, que el diputado raso Puente estuviera ahí
era un reconocimiento para todos. La prueba de que el azar es determinante para
que la misma persona sea concejal o ministro. Y lo mismo pasa con casi todas
las profesiones: hay muchísima gente que nunca ha podido demostrar su valía.
El vecino Óscar estuvo allí y cumplió con solvencia su papel,
que era decir lo que su jefe no quería, y de paso arengar a sus votantes. El
mismo tono áspero que entusiasmó a muchos alejó a otros tantos. No por el
contenido, que cuando el ujier abrió la puerta de San Jerónimo estaba todo
dicho, sino porque la esencia de la exposición era remarcar que la distancia
entre “ellos” y los “otros” era insalvable, sideral. Eso, que también lo hacen
el resto de partidos, lo rechazo. Si nuestros representantes no quieren que no nos
liemos a gorrazos hasta con la familia y los amigos, deberían ser los primeros
en mantener una puerta abierta entre los once millones de españoles que, hoy, están
a un lado, y los otros doce que están al otro. Aunque a algunos les apetezca, no
podemos echar a la otra mitad. Por fortuna, ni siquiera pueden en Cataluña.
Cuando terminó de hablar abrí corriendo Twitter para saber
si lo que yo pensaba estaba bien o estaba mal. Las redes están diseñadas para que
la equidistancia te de urticaria, no caben los matices. El rodillo es tan
fuerte que, si no estás previamente lobotomizado, para mantener tu voto tienes
que dejar de escuchar a tu radio favorita. Es tal la burricie de los argumentos
en contra de los “otros”, que acaban por convertirte en un abstencionista.
Al final, después del estruendo, he repasado si se habían
aclarado un ápice las dudas que teníamos antes de esta semana de gloria. Y
nada, ni una. Lo de la amnistía sigue sonando mal. Han probado con desacreditar
a los disidentes, que nos han dicho que están gagás o que son unos desleales. Mientras,
el área de redecoración está empezando a trabajar firme, buscando eufemismos
que puedan enternecernos.
Algunos de los más entusiastas con el discurso de nuestro
paisano lo calificaban de “espectacular”. Es un adjetivo que se ha puesto muy
de moda, da igual que describa una novela, un volcán o una receta de cocina.
Todo es espectáculo, sí. Hay que dar de comer a la bestia en la que se ha
convertido el debate público, en el que parece que las batallas se ganan a base
de zascas. Empezaron a subir el volumen unos que decían representar al “pueblo”
y otros a los “españoles de bien”, y ahora todos gritan; incluso Puente apeló
el otro día al “pueblo”, como si el pueblo les perteneciera. Estaría bien que
alguien bajara el volumen, pero ¿quién se atreve? Porque ya no nos
conformaríamos con el silencio amodorrado del bipartidismo de antaño.
Como hay tanto ruido, da casi igual que digas tonterías que
cosas trascendentes. Como el chiflo del afilador, puede que todo sea un
señuelo, una forma de ganar tiempo y aguantar el balón, como en el baloncesto.
Unos pocos minutos de descuento dan para mucho. Al final, estás tan cansado que
deseas que enceste el contrario y gane de una vez.
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