lunes, 9 de octubre de 2023

Esos perros flojos

Este verano tuvimos que dejar unos días a la perra en una residencia. Entró cabizbaja, con el hocico atento y las orejas hacia atrás, preparada para sortear un campo de minas. “Le va a venir bien estar aquí, estos perros flojos se asustan por nada y, ahora que es joven, tiene que acostumbrarse”, comentó el cuidador. Como en la guardería, el breve abandono se iba a convertir en un cursillo de supervivencia. Me agarré a su diagnóstico, más que nada porque lo necesitaba. Un perro no es un baúl que dejas en el guardamuebles, sino una criatura con ojos grandes que te despide por la noche y te da los buenos días por la mañana. Los expertos caninos rezuman de determinación y seguridad, son los machos alfa de la manada. A su lado, los dueños de perros -mascotas caseras, no guardianes de finca, ni de rehala- somos unos blandengues. Hay cierto cachondeo con los perreros: que si les damos latas de caviar, que si les ponemos botitas y un programa en la tele... “Esos de los perrihijos”, dicen, gentes que no deben haber cuidado ni al uno, ni al otro, porque hay que ser muy tarado para no diferenciar a un perro de un hijo. Se ríen de que, hasta los dueños más rudos, acaben hablando a su perro con voz de teleñeco. A mí me da ternura.

Leo que en Valladolid hay un perro por cada cuatro habitantes. Decir que hay menos niños que perros es como decir que la gente prefiere comprarse un coche, o pagar la hipoteca, a tener hijos. No son cosas comparables, ¿o es que alguno pudo elegir entre tener un bebé y un caniche, y escogió al primero para que llevara sus apellidos? Por fortuna, la mayoría se toma en serio lo de tener un hijo.

Hay una cosa cierta: la ciudad estaría tan tranquila sin tu perro, al único al que reporta satisfacción es a ti. También parece que al perro le gusta vivir contigo, aunque eso es difícil de medir. No expresa si prefiere vivir al límite y morir joven, o tener una vida posiblemente larga en tu compañía. Aplicamos nuestros parámetros a su bienestar, porque los queremos. Ellos hacen como que nos quieren, y con mucho empeño, aunque cuando tienen oportunidad se vuelvan silvestres, marranillos y despendolados.

En los parques caninos pasas más miedo con los que se creen que el perro es un marine a sus órdenes que con los que lo tratan como a un muñequito. Las muestras de afecto, a veces extravagantes, no condicionan la convivencia tanto como la de los otros, los que presumen de ‘perro rambo’. Porque al final, con la ley por delante o solo con la lógica, de lo que se trata es de criar un ‘perrovecino’ de ciudad media, moderadamente tranquila, con gente poco habladora y que no busca líos, como es Valladolid. Como para las personas, el primer mandamiento es no molestar. Y dejar el menor rastro posible, porque los demás vallisoletanos no tienen la culpa ni reciben ningún beneficio de que tú tengas perro. Algunos tiemblan cuando ven uno, aunque sea más manso que Niebla con Pichí en la boca. “Que es buenísimo mi perro, que no hace nada”, replican. Ya, pero no hay como tener perro para saber que tienen sus días. Hay mucho discípulo de Rousseau en el mundo canino, convencido de que todos los peludos son unos santos. Puede ser, pero algunos son difíciles de corregir: que se lo digan a Biden, que tendrá adiestrador particular en la Casa Blanca, pero ha tenido que echar a su pastor alemán porque muerde al servicio.

En los círculos perreros el tema estos días es la nueva ley. A nadie le gusta que le digan cómo se cuida de su perro, pero somos demasiados y, como los autos locos, necesitamos algún carril común, porque cada uno opinamos una cosa. Cuando dicen que los perros tienen más derechos que las personas, yo digo, pues sea usted perro, con su correa y aguantando el pis hasta que vuelva su amo. Su vida, de hocico a rabo, está en nuestras manos, y sus derechos, en realidad, nos los otorgamos a nosotros mismos.

Los vecinos de mi perra son, como ella, ‘perros flojos’. No han tenido que hurgar en la basura ni pelear por roer un hueso, no tienen que hacer cabriolas para encontrar una mano que les acaricie, ni beber en charcos. Son perros posmodernos, pelín hedonistas, que se entregan con pureza al carpe diem, sin arrepentirse del pasado, ni temer al futuro. Mientras tú cavilas, ellos tienen el día resuelto, la comida llegará, saldré a hacer pipi, dormiré cerca de esta. Como los lirios del campo.

La teoría de que ahora la mayoría de los perrunos tenemos ‘perros flojos’ me recuerda a los reproches con los ‘hijos flojos’. Esos sermones de gentes orgullosas de que les dieran un sopapo a tiempo -no sabemos qué pasó con los que recibieron a destiempo-. Pero no fue la fortaleza la que nos hizo soportar algunas cosas, sino la resignación. Los perros flojos son perros amados, y algún inconveniente puede que les reporte ese cariño, pero en todo caso menor que los que provoca la falta de amor. Por fortuna, los días de disciplina en nada cambiaron a mi perra, que sigue siendo tan floja como siempre. En eso los perros también nos superan, en olvidar lo que no les sirve para nada.

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