lunes, 16 de octubre de 2023

Las casas de los otros

En todas las casas en las que he vivido en Valladolid -un piso compartido, un trastero que llamaban apartamento, una vivienda de dos habitaciones y la actual, en la que han crecido mis hijos- me ha acompañado el cartel de Caro Diario. Sujeto con chinchetas al principio y, desde hace tiempo, sobre cartón pluma, el dibujo de Nanni Moretti sobre su vespa ha encontrado siempre su lugar en la pared. La esencia de la película, presentada en la Seminci hace casi treinta años, la representa un motorista que recorre sin rumbo los barrios de Roma y que se cuela en casas ajenas gracias a una mentira chiflada: que está buscando localizaciones para su próxima película, un musical sobre un pastelero trotskista de los años cincuenta.

Moretti confesaba que lo que más le gusta, incluso cuando va a otras ciudades, es mirar las casas. Pararse a observar los áticos donde le gustaría vivir, imaginarse cómo los restauraría, como sería despertarse en ellos y contemplar las vistas desde aquellas ventanas. Cosas imposibles, porque ni esas casas estaban en venta, ni podía pagar un solo metro cuadrado de la mayoría de ellas. No se sentía defraudado por no poseerlas, porque, al fin y al cabo, su deseo era emprender ese viaje imaginario, no establecerse allí. Durante el tiempo que Moretti ponía el ojo en una de esas preciosas casas le pertenecían por completo, incluso puede que más que a dueños que las habitaban con desinterés, o que casi no las habitaban, como es frecuente en las viviendas de lujo.

Moretti, como es un artista, transforma sus emociones en una película encantadora, y de paso nos lleva a nosotros en el asiento de su vespa. ¡Quién no ha elevado los ojos y soñado cómo sería vivir en otro lugar! Otro lugar suele ser las casas de los ricos, porque las de los pobres son las que aparecen en nuestras pesadillas, y en las peores ni siquiera hay muros, ni agua, ni luz, ni refugio, como la atroz realidad de los vecinos de Gaza. La vida no deja de ser un maratón para tratar de vivir en un país mejor, una ciudad mejor, un barrio mejor y una casa más cómoda que las de las generaciones que nos precedieron.

Antes la ostentación se consideraba de mal gusto, un pecado de arribistas paletos. Las casas de los ricos solo aparecían en las primeras páginas del ¡Hola!, bajo la sospecha de que en realidad estaban arruinados y necesitaban vender la mansión, si no, ¿para qué rebajarse a mostrar su intimidad? Nadie tenía una idea muy clara de lo que ocurría de puertas para dentro; en las familias medias se reservaba la mejor habitación “para las visitas”, aunque hubiese cuatro durmiendo en una alcoba. Eso ya es pasado, y ahora puedes conocer en internet la tipología completa de casas de cualquier ciudad, Valladolid incluida, visitando las web de las inmobiliarias. La mayoría de los pisos en venta son como las de nuestros padres, con muebles de los años setenta y sanitarios Roca, o como los nuestros, decorados sobre la marcha con módulos de Ikea. Pero luego están los ‘luxury’, viviendas llenas de cosas, lámparas de cristal, suelos brillantes, alfombras, muebles robustos, múltiples sillones, reproducciones griegas, cocinas relucientes sin comida y baños de mármol.

Del lujo lo más atractivo es poder elegirlo. Eso debe dar bastante tranquilidad, aunque, llegado a cierto nivel, no sea muy diferente una vida u otra. El salto enorme, sideral, es tener una vivienda decente o no tenerla. Pienso, por ejemplo, en lo que debe suponer para tantas personas, ojalá muchas, disponer de una vivienda protegida cuando nunca has tenido la oportunidad de tener las llaves de una propia. Una casita puede cambiar la vida, sentirte digno con tu pequeño trabajo, con tus estudios, saber que te esperan un par de habitaciones con cocina y baño. Poder cerrar la puerta y hacer proyectos. Personalmente, nunca he tenido una mesa tan bonita como la primera, una camilla de conglomerado cubierta con unas faldillas azules.

“Casas, jardines, deseos, sueños de los hombres son”, como canta Auserón. Ya se ve que al final hasta los ricos se cansan de sus mansiones, y las ponen a la venta. Recuerdo visitar un chalet enorme de un hombre que había trabajado como un perro para levantar su empresa. Su Rosebud era aquella construcción, con un dormitorio para cada uno de sus hijos, incluso alguno más para cuando llegaran los nietos, una bodega en el sótano con una mesa de billar, los mejores muebles, las ventanas de forja, piscina y cancha de tenis, y hasta un jardín con setos, tan diferente de la huerta en la que clavó el azadón en su juventud. Las visitas fueron cada vez más escasas y la soledad, que allí se sentía más grande, le llevó a vender el chalé y recogerse en un piso pequeño. Con frecuencia los sueños cumplidos pesan más que los pendientes y te hacen sentir más insatisfecho. La vida es efímera, y, al final, tú eres un transeúnte que, durante un breve espacio de tiempo, recorre las calles en vespa.

 

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