miércoles, 25 de marzo de 2020

Viejos y frágiles


Que la tormenta se iba a llevar por delante solo a los viejos, o a los débiles. Eso decían, como quien recoge migas con el borde de la mano y las lanza al aire, tras haber cortado el pan. Y sonaba cruel, porque todos amamos a viejos, o a débiles, o bien somos viejos y débiles nosotros mismos.

En un día de la nueva época –esta tan extraña en la que ahora vivimos–, voy a la compra. Piso con cuidado, como un animal al acecho; las aceras vacías y el silencio inquietan más que la multitud y los coches locos de antes. En el paso de peatones un semáforo parpadea inútil, porque no hay tráfico. Al otro extremo de mí, solo hay un hombre alto, con pelo y barba blancos. Me anima a cruzar: “No hay peligro, me va a dar tiempo hasta a mí”, dice. Le miro con atención. Lleva una bolsa de la que asoma una barra de pan, y anda con dificultad. “Adiós, señora, que tenga usted salud, usted y toda su familia”, me dice, y se lo agradezco, sinceramente. Cojea, y sin duda es viejo. Pero no débil.

Hace unos pocos días, poco antes de que nos fulminara cada día el parte de bajas de la pandemia, fallecía José Jiménez Lozano. Con 89 años, era un candidato seguro para irse, y se fue. Una muerte que cumplía con la probabilidad estadística –persona mayor, seguramente con alguna patología previa, porque con los años casi todo pasa por encima del cuerpo–, y también una muerte de la que, si no hubiera sido un brillante escritor, no quedaría hoy más rastro que una pequeña esquela en el periódico local.

En una entrevista reciente, Jiménez Lozano lamentaba que hubiera gentes con tan mala opinión de la especie humana que no encuentran razón alguna para que continuemos sobre la Tierra. Para él no cabía ninguna duda: merece la pena vivir, porque hay personas, pájaros, un apretón de manos y un gato, entre otras cosas que están muy bien. Y porque existe el sonido de las campanas, del que decía Hegel que “está para recordarnos que la historia tiene sentido, y nuestra vida también”, como apuntaba el escritor.

Pasan los días, unos pocos, y la vida que conocíamos ha desaparecido, o late lejos. Todavía nos queda un trecho en el desierto y comenzamos a sentirnos débiles, y nos estamos haciendo mayores, casi de golpe, al despertar de la ensoñación de que la salud estaba casi garantizada. Las ganas de vivir son quebradizas y se reparten de una forma muy desigual entre las gentes de cualquier edad, y más en tiempos de zozobra. Por eso necesitamos que nos acompañen los viejos y los frágiles, los que con todos sus problemas se agarran a la vida, te saludan y te animan a seguir cruzando calles, todas las que vengan.


sábado, 21 de marzo de 2020

Un guerrero

Pensando en Kyûzo. Podría ser un Bogart, sin socarronería, o un Wayne, si le despojas de su liderazgo natural. Un tipo que hace lo que tiene que hacer, sujeto a su destino, un guerrero contenido, disciplinado y eficiente. No sabemos si en el pasado fue un santo, o un delincuente, y nos da igual. Se embarca en la tarea más peligrosa "como quien va de paseo", como dice su admirador, el joven Katsushiro. Tras la lucha se sienta, apoya la cabeza en la katana y descansa. El campo de flores existe, como existe el amor tierno de su pupilo por la chica de la aldea. Pero no es el papel que a él le ha tocado. Al final, resuenan las palabras de Kanbei: el pueblo gana, los samuráis pierden. Qué mirada, la de Kyûzo. Y él, ¿tendría miedo?


martes, 17 de marzo de 2020

La manzana sanadora

Érase una vez tres caballeros que disputaban por el amor de una princesa. Ella enfermó gravemente, y el único remedio estaba en una manzana que crecía a miles de kilómetros de distancia. El rey prometió la mano de su hija, y su reino, a quien lograra traer el remedio. No voy a explicar todos los detalles, pero la manzana llega y salva a la princesa, gracias a la aportación de los tres jóvenes (uno es el que avisa a tiempo sobre la calamidad, el otro proporciona la alfombra voladora para no perder un segundo, el tercero es el que consigue la manzana), y ellos se enzarzan en una pelea para dirimir quién fue el que la salvó. El veredicto del rey es claro y justo: todos pusieron de su parte, ninguno fue el vencedor, o todos lo fueron, y felizmente la princesa se casó con quien eligió.

En estos días extraños todos nos preguntamos qué trabajos son más necesarios. Los que cuidan de la salud de todos son los primeros, eso ahora lo entendemos bien. Es emocionante escuchar los aplausos desde las ventanas, aplausos de reconocimiento y también de miedo compartido. Nos admira cómo pueden prepararse para el trabajo, adentrarse en una situación incierta, y hacer lo que tienen que hacer. Nos gusta imaginar que son héroes, pero su mérito es que no lo son: son como todos, tienen miedo, están cansados, los recursos son dolorosamente insuficientes, y aunque no saben hacia dónde conduce el camino, siguen andando.

No necesitamos héroes, como dice la canción, sino que todos hagamos lo que debemos. Si no, solo estarían obligados a trabajar para los demás los héroes, que al carecer de miedo serían unos temerarios y nos pondrían en peligro a todos, porque tendrían una visión distorsionada de la fragilidad de los mortales. En estos días silenciosos, hay que ser muy bruto para no tener presente la idea de hermandad. La cajera del supermercado, aguantando las colas, la impaciencia, los tosidos, las monedas. El de la tienda de abajo, que echaba la persiana con un brazo y con el otro sujetaba un tiesto, para seguir regándolo en su casa, en estos días en los que no ganará un euro. La pareja que pidió un préstamo para alquilar el bar de abajo, y justo el viernes pasado abre –y tiene que cerrar– las puertas. Ese chico que viene volado y trae los paquetes con piezas para que la maquinaria siga funcionando. Hasta el político que dice las palabras justas, sin echar morralla al contrario, mirando por el bien de todos. Y tantos otros, y tú seguramente, que hiciste lo de siempre, lo que debes, que a veces es tener paciencia y mirar por la ventana.




Entiendo que esto de los deberes, después de tanto tiempo reclamando derechos cada vez más específicos y particulares, resulte extraño. Pero tengo mis esperanzas. No hay héroes disponibles que puedan solucionar todo mientras seguimos tranquilamente instalados en nuestro victimismo, ni tampoco sirve entregarnos a la ira, echando la culpa a villanos y conspiraciones. Nuestras obras, nuestras palabras, son las que acortan o alargan el viaje de la manzana sanadora para este y tantos otros virus. Hoy tachamos en el calendario un día más de esta cuarentena. Y también un día menos.