viernes, 24 de junio de 2011

Turismo pequeño


La primera excursión que los niños de Valladolid hacen con el colegio suele ser al Campo Grande, en la ciudad, y a una granja escuela, en algún pueblo cercano. Cuando ya han pasado por la Santa Espina y los montes Torozos, por Urueña y Medina de Rioseco, están preparados para ir hasta Silos y Covarrubias, si cogen la carretera al norte, o hasta El Henar, Cuéllar, la Granja y Segovia, si tiran hacia el sur.

De Segovia saben bastantes cosas, dado que como mínimo en Primaria tienen que recitar de memorieta cuál es el pico más alto de la región, el nombre de un par de afluentes del Duero en cada provincia y el número de aeropuertos que existe, o sea, cuatro. Conocen la indumentaria típica segoviana, que los lugareños estamos todo el día entre plato de “alubiones” y ración de “cochinito” y, sobre todo, que en la capital se levanta el Acueducto.

Empleo técnicas cualitativas para conocer las opiniones de los escolares vallisoletanos que visitan Segovia y, con un margen de error más menos del 50 por ciento, arriba o abajo, puedo afirmar que lo que más les gusta es el Acueducto “porque es muy grande”. También citan la Boca del Asno, “porque hay caballos sueltos”, y la explanada de la Fuencisla, puntos donde toman un bocadillo austero, al estilo de los tiempos que corren.
Preguntados sobre lo que menos les gusta de Segovia, diplomáticamente contestan que “nada”, aunque pensando un rato se acuerdan de “una señora de una tienda de recuerdos que no nos dejaba tocar nada”. Sobre cómo son los segovianos, concluyeron que “no sé, personas normales, como aquí. Qué pregunta…”.

Aunque no gastan nada en hostelería, un niño admite que agotó los 7 euros que le habían dado en casa en un acueducto de recuerdo bastante grande para él mismo, otro pequeño para sus papás, y 20 céntimos que le dio a una compañera para comprar otro más, y aún le sobró dinero para invertirlo en una peonza. Otra niña de diferente colegio y barrio confirma la predilección por el acueducto de escayola, de un euro a dos y medio, según los tamaños, aunque también compró un boli con unos cerditos y un imán que ponía “I love Segovia” en rojo y blanco.

La satisfacción del turismo pequeño –pese a que Segovia no puede hacer la sombra ni por asomo con el nivel de columpios alucinante de los parques de Valladolid–, se confirma, con datos contantes y sonantes. La última y peliaguda pregunta respondida por los escolares fue qué tiene Valladolid mejor que Segovia: “Que es donde vivo yo, y ya está”, dice una. “Que en Valladolid no hay hierbas venenosas en los castillos”, dice el otro, que había estado en el Riofrío, un sitio “con cuadros de película de miedo, con señoras que te miran fijamente”. Los mismos mismísimos fantasmas que inquietaban a Alfonso XII.



viernes, 10 de junio de 2011

El símbolo en ruinas


El perfil del Cerro de San Cristóbal anuncia al viajero que ha llegado a Valladolid. En una tierra tan llana, una mole de ochocientos y pico metros es sobresaliente, y más cuando está coronada por una enorme antena blanca y roja. Cerca están otros cerros, el del Pico del Águila y la Cuesta Redonda, todos ellos rodeando a la Cistérniga, un municipio que hasta hace quince años tenía unas cuantas calles de casas bajas con señoras sentadas a la puerta, y que ahora está plagado de impersonales urbanizaciones. El camino de subida al cerro es empinado y de hecho es utilizado con frecuencia por los aficionados a la bicicleta para poner a prueba su resistencia. Parte de las laderas están repobladas con cipreses que dan un aire triste y solemne al desvencijado camino, lo que no desanima a muchos vecinos, porque coronar San Cristóbal es el paseo local. El objetivo es llegar arriba, y punto. Las vistas son buenas, aunque no bucólicas: abajo queda una ciudad –no una postal– con sus polígonos, sus barrios, su desorden.

En 1961 allí arriba se juntaron 50.000 personas para inaugurar un monumento en memoria de Onésimo Redondo. Nacido en Valladolid, muerto en la guerra civil en el segoviano municipio de Labajos, fundador de las Jons y “caudillo de Castilla”, como todavía puede leerse en los muros blancos que enmarcan la construcción, está representado en una oscura escultura de más de 3 metros. A su lado hay otros cuatro hombres, un obrero con el mono, un estudiante con un libro, un campesino y un soldado, “en actitud de avanzar sobre el infinito”, como rezaba un periódico de la época. También contaba que el escultor al que se le encargó la obra empleó seis años en dar forma a seis mil kilos de bronce, que se espera que este verano desaparezcan de San Cristóbal, cumpliendo con la Ley de la Memoria Histórica.

El bronce es lo único que no ha emigrado de un monumento que no sé si alguna vez insufló heroísmo en un entorno que hoy sólo inspira desolación. Aguardando el veredicto desde hace años, te reciben la escalinata resquebrajada, el eco de varias generaciones de jóvenes que una noche vinieron aquí a dejar claro con un spray que no eran fascistas, y el replique triste de una flecha del símbolo falangista que está medio suelta y golpea la pared cuando empuja el viento.

Sólo las antenas de transmisión parecen florecer en esta tierra de nadie. A la mayoría de los vecinos de la Cistérniga les preocupan más sus radiaciones que si el monumento cumple su cincuenta aniversario sobre el montículo, o si al fin desaparece. Tampoco les hace demasiado gracia que los fines de semana la explanada se llene de coches con parejas buscando, digamos, intimidad. En la oscuridad de la noche el cuadro de bronce ya no existe, y el cerro es sólo un punto alto que flota sobre las luces de la ciudad.





jueves, 2 de junio de 2011

El poder de la amapola

Las amapolas se levantan antes que yo, y cuando voy camino del trabajo están ya extendidas, a pleno sol. Su vida es muy breve, así que calculo que en las últimas semanas he saludado a varios miles de amapolas diferentes. No voy campo a través, es un solar a cien metros del Paseo de Zorrilla que se quedó sin comprador en los tiempos de la especulación inmobiliaria y que ahora está tomado por el salvajismo de amapolas, cardos y malvas. En esa parcela urbana vallada y sin utilidad si quiera para el aparcamiento de coches o las cacas caninas, hay también manzanillas cabezonas, de esas que se llaman “locas” como a la avena sin grano, y también dientes de León, que de niños llamábamos las “flores del diablo”.

Dentro de unos días, cuando el sol apriete y comience a amarillear la hierba, vendrán unos señores que esparcirán herbicida y segarán la finca, para evitar que la paja de agosto arda. Pero ese fuego en nada altera a las amapolas, que en abril del año que viene volverán a asomar sus capullos, que guardan secretos gallos, gallinas y “capones de la china” (¿alguien no jugó a eso de pequeño?). Tan común como salvaje, la amapola sigue sin visitar un jarrón, con ese tallo desapacible que mancha, y esos pétalos que se quiebran como alas de mariposa.

La amapola ni hila ni teje y, siendo bella, lo que más me llama la atención es que no parece necesitar nada: sólo vive. Como la grama, que inquieta cada año a los jardineros, o las piedras, que parecen crecer en las tierras aunque cada año los agricultores remuevan las parcelas. La amapola resiste y no sólo eso, es que se chulea, ondeando en medio del asfalto o en donde sea.

Leo: “Existe una voluntad de trabajar, pero no tanto de vivir”. Sigo leyendo: “No puedo afirmar que ningún gran desastre vaya a sobrevenirnos jamás, pero sí afirmo que el miedo a las cosas que podrían sobrevenirnos es un mal mayor que las cosas en sí, y sería mucho mejor ir por la vida sin temor, y tropezar con algún desastre, que ir por la vida de puntillas… porque hay algo brillante, cálido, universal”. Lo decía ese señor, Bertrand Russell, en 1924, y lo leo en la web de DDOOSS. Una vez al mes recibo en el correo electrónico el boletín de este colectivo pequeñito, la “Asociación de amigos del arte y la cultura de Valladolid”, y me fío de ellos porque ni les conozco, ni salen en los periódicos todos los días, ni tienen festival, ni feria, ni premio alguno. Se dedican a recoger buenos artículos, entrevistas, relatos, poesías, vídeos y música y enviártelos, sin cobrártelos y sin que ni siquiera les des las gracias. Que las díscolas malas hierbas no nos falten.