viernes, 20 de julio de 2012

Cristóbal y la muerte

El cerco se va aproximando y Cristóbal, el duende de las gafas verdes, se me aparece en sueños, en la rueda de prensa después del Consejo de Ministros. Pronuncia mi nombre, el de la ciudadana treinta y tantos millones, y me radiografía con preguntas implacables: “¿Cómo ha contribuido usted al estado del bienestar? Ciudadana 33 millones y pico, ¿de verdad se cree que su trabajo sirve para algo? Convendrá conmigo en que su existencia es bastante absurda y que no se merece ni los adoquines que pisa, ¿verdad, señora? Y encima, querrá usted jubilarse a los 65 y vivir hasta los noventa…”. Esta metafísica del mal rollo me inunda, me quedo sin palabras y firmo unos papeles, bastante parecidos al borrador de Hacienda, que Montoro suma a una pila de ellos y mete con descuido en una bolsa arrugada del Mercadona.

Ahora que he renunciado a todo, ya no puedo caer más bajo ni temer nuevos recortes, y me siento aliviada. Camino por Valladolid a las cinco de una tarde de verano, no sé si dormida o despierta, pero reconfortada por el sol que achicharra mi espalda. Hago una visita al Museo de Escultura, únicamente para ver un libro, una de las primeras ediciones de las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre, que cede por unas semanas la Biblioteca Nacional.  “Cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte, tan callando… cómo, a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor”. Manrique, noble palentino, seguramente deprimido y angustiado, como nosotros, busca su sentido en la promesa de la vida eterna y en la huella de una fama bien cimentada a espadazos atormentado a los “moros” y enemigos en general. Cinco siglos después, sus respuestas al sentido de la vida no importan tanto como sus preguntas y la belleza de sus sextillas, y no me siento su vasalla, sino su hermana.

Al lado del libro emerge “La Muerte”, una talla de 1522 que dicen que encargó un deán de Zamora, no sé si para meter miedo o por puro entretenimiento, porque el esqueleto está en plena descomposición, con gusanos incluidos. “¿Era esto lo que temías?”, parece decirte, con su mirada hueca.

Y están tan cerca sus tuétanos y la tarde es tan callada que pienso que el miedo es más grande, desmesuradamente grande, mucho más grande que, incluso, la muerte y el juicio final que anuncia su trompeta, y mucho más hondo que el llanto de Jorge Manrique. Y es tan grande y difuso que ya no sé si es un dirigible, un satélite o un globo de Bob Esponja. Y si es tan grande es porque aquí, pese a todo, nadie tiene previsto morirse mañana, porque si no habríamos sacado los ahorrillos de Bankia y los habríamos quemado en una barbacoa o en mil compras compulsivas. Nos encanta esta maltrecha vida y, pese a los sobresaltos, tenemos previsto vivir todo lo que podamos, hasta los cien años o hasta la semana que viene; queremos que los médicos alivien nuestros padecimientos y los maestros nos enseñen cosas, y deseamos seguir comiendo manzanas y bocadillos, canturrear, leer libros y visitar exposiciones. Porque si hace cinco siglos nuestros antepasados superaron la peste negra, no sé con qué pestes pueden hoy acojonarnos.