martes, 18 de mayo de 2021

Museos

 Voy a los museos como a los templos. A veces para entender algo, la mayoría para no entender nada, pero para quedarme ahí, intentándolo. No guardo ningún orden ni decoro, no espero minuto y medio en cada una de las obras, a veces las miro de lejos y otras de cerca, voy por el carril derecho o si me da por el izquierdo, o me salto varias porque sí. Por eso prefiero que no haya casi nadie -o sea, hoy no será mi día- porque disfruto más de la visita en plan solitario y silvestre. Con frecuencia me da por una sala, o por una única obra. Me gusta ir varias veces, porque, como me pasa con las entrevistas, es raro que se me ocurran todas las preguntas a la vez. La última con la que he intimado es la instalación de Soledad Sevilla en la capilla del Patio Herreriano. Cientos de hilos sutiles, que como el polvo solo están a la vista cuando un haz de luz atraviesa la oscuridad y les roza. No es difícil encontrar una sincronía entre esos hilos y los que sostienen nuestra vida, más en estos tiempos de precipicios, pero también de resistencias sostenidas por esa invisible y gigantesca telaraña que protege el mundo, pese a nuestras cavilaciones. Hilo a hilo. 


 

sábado, 27 de febrero de 2021

Volver a Santander

Ahora que el plan se reduce a pasear por la calle, la información del tiempo es la única que de verdad importa. Los anticiclones y las borrascas se reciben como acontecimientos, y el boletín ocupa tanto como el telediario entero, pendientes como estamos de si apuntará hoy un rayo de sol que aligere nuestro andar cansino.

Me gusta cuando, por fin, después del baile de datos y fotos, emerge vencedor el mapa de España, que pese a todo aún se parece al del rulo que el profesor desplegaba sobre el encerado. Soles, nubes y lluvias se reparten sobre nuestro futuro, porque ahora el futuro no es otro que llegar a mañana.

Me detengo en Valladolid, donde vivo, y Segovia, de donde soy. Pero también miro cómo hará en Santander. Y Santander siempre gana. Si en Valladolid hace menos uno, en Santander la mínima es 8. Si en Segovia hay 36 grados, en Santander como mucho 26. Así que aquí, desentumeciéndonos de esta larga pandemia esteparia, una piensa en el Sardinero como el pirata en lanzarse a la mar y pasar por la quilla a cobardes y bribones.

No sé si diseñaron bien esta comunidad autónoma, pero somos muchos los que, más que por disgregarla, votaríamos por que creciera hacia un mar que ya nos va faltando, más en estos tiempos de deriva perimetral. Desde que abrieron la autovía y acortaron con asfalto el recorrido por curvas y valles pasiegos, los castellanos de secano podíamos oler el salitre en pocas horas, y hasta volver en la misma jornada, cuando los días eran largos y sin más toques de queda que el puro cansancio.

Santander solía estar muy cerca de la meseta, pero desde hace un año se ha ido lejísimos. Alguno este verano contó que estuvo allí, pero no creo que fuera al auténtico Santander. Porque ir con miedo no es lo mismo, no es ir en mangas de camisa, como Dios dispone vestir en el séptimo día, en el día libre. La ausencia de mar los vallisoletanos la sufrieron en silencio, e incluso en los meses de calor hubo largas colas en una heladería de marca santanderina, donde los clientes se llevaban un barquillo relleno de nata y se imaginaban que, en lugar de por la calle Santiago, iban en alpargatas por el Paseo de Pereda.

Hay gente que viaja al norte y gente que viaja al sur. Ir al norte es renunciar de partida a que el sol te acompañe más que uno de los cuatro días que vas, sí. Pero también es la felicidad completa cuando se levanta una mañana de sol. A veces, tras un día entero de lluvia, a última hora se cuela un rayo de luz y hay que coger la esterilla y correr a la playa, porque la vida te hace los planes a ti, y no a la viceversa. Eso se aprende con el tiempo, aunque cuesta recordarlo ahora que llevamos un año atravesando un largo día de lluvia, que parece interminable, pero que está condenado a escampar. Eso sí, cuando le dé la gana.

Durante este largo y plomizo invierno ha dado igual que el mar quedara lejos o cerca, porque no había ningún sitio a donde ir. En el supermercado de El Corte Inglés dedican una esquina a quesadas, sobaos, botes de cocido montañés, corbatas de Unquera y anchoas de las que regala Revilla cuando va al Hormiguero. Y a su pescadería llegan besugos, lenguados y marucas del norte, y las fanecas te miran con sus ojos brillantes, como diciendo: “eh, tranquila, que al Mar Muerto y al Báltico no sabemos, pero casi seguro que al Cantábrico vuelves”.

 


 

lunes, 22 de febrero de 2021

La paguita

 La tarde está oscura y lluviosa, y por poco me choco con la única mujer que pasa por la calle, una calle estrecha del centro de Valladolid. Es joven, morena y menuda. Lleva un anorak cualquiera y el pelo recogido. Me habla. Podía apretar el paso, pero freno, quizás porque en este año de distancias valoro más que se acerque alguien. Habla muy bajo, y entre la mascarilla y la capucha me cuesta entender lo que dice. Que si por favor, que si es solo un momento, que lo siente mucho. Que tiene un bebé de cinco meses. Le advierto que dinero no, que si quiere le compro algo. Leche maternizada, contesta, de farmacia. No sé si me dice la verdad al cien o al cincuenta por ciento, pero la leche de bebé es para un bebé, eso seguro. Así que buscamos una farmacia. A cinco minutos hay una, pero no tienen la marca que su bebé necesita. Es un poco incómodo ir juntas dos desconocidas, pero ya que estamos vamos a buscar otra farmacia, a diez minutos andando. Ella sigue disculpándose, hilando frases inconexas.

Que pasó por un piso de mujeres maltratadas. Que pudo trabajar unos meses, que se le acabó el paro, que está sola con sus dos hijas —tiene otra de cinco años—. Que en el banco de alimentos le dan macarrones, leche, latas de tomate. Que Cáritas pagó el último recibo de la luz. Que otra mujer le ha comprado un paquete de pañales. Que una vecina le cuida a las niñas cuando ella sale, que es una vecina muy buena y le pagó a su hija mayor un libro que necesitaba para el colegio. Que cuando se acuesta, no sabe qué pasará el día siguiente.

Le pregunto que si ha pedido el ingreso mínimo vital. Que sí, pero que todavía no ha llegado. Que con dos niños le corresponderían 800 euros, que con eso podrían vivir las tres, y salir de este pozo. Que la niña mayor le pide yogures y que no puede comprarlos. Que la marca de la leche de iniciación es cara, pero que es la única que le sienta bien a la pequeña. Le contesto que lo entiendo, que yo también tuve bebés, y solo una leche les venía bien, y solo una marca de pañales no les enrojecía la cintura.

Se lleva la bolsita con la lata de leche. Me comenta que, si quiero, me hace a cambio unas horas de limpieza. No, no, no hace falta, así está bien. Se marcha, con un bote que le durará una semana y media. Dos niñas, ¡son tantas cosas las necesarias! Mañana vuelta a las colas, vuelta a pedir lo necesario para seguir un día más. Con ese hilo de voz, con los cien por favor y gracias. Con un poco de suerte, regresando a casa con tres o cuatro cosas en la bolsa de plástico, como la mamá pájaro que vuelve al atardecer con los polluelos al nido. Ojalá tengan buena noche las tres. Y que mañana lleguen los ochocientos euros.