Ahora que el plan se reduce a pasear por la calle, la información del tiempo es la única que de verdad importa. Los anticiclones y las borrascas se reciben como acontecimientos, y el boletín ocupa tanto como el telediario entero, pendientes como estamos de si apuntará hoy un rayo de sol que aligere nuestro andar cansino.
Me gusta cuando, por fin, después del baile de datos y fotos, emerge vencedor el mapa de España, que pese a todo aún se parece al del rulo que el profesor desplegaba sobre el encerado. Soles, nubes y lluvias se reparten sobre nuestro futuro, porque ahora el futuro no es otro que llegar a mañana.
Me detengo en Valladolid, donde vivo, y Segovia, de donde soy. Pero también miro cómo hará en Santander. Y Santander siempre gana. Si en Valladolid hace menos uno, en Santander la mínima es 8. Si en Segovia hay 36 grados, en Santander como mucho 26. Así que aquí, desentumeciéndonos de esta larga pandemia esteparia, una piensa en el Sardinero como el pirata en lanzarse a la mar y pasar por la quilla a cobardes y bribones.
No sé si diseñaron bien esta comunidad autónoma, pero somos muchos los que, más que por disgregarla, votaríamos por que creciera hacia un mar que ya nos va faltando, más en estos tiempos de deriva perimetral. Desde que abrieron la autovía y acortaron con asfalto el recorrido por curvas y valles pasiegos, los castellanos de secano podíamos oler el salitre en pocas horas, y hasta volver en la misma jornada, cuando los días eran largos y sin más toques de queda que el puro cansancio.
Santander solía estar muy cerca de la meseta, pero desde hace un año se ha ido lejísimos. Alguno este verano contó que estuvo allí, pero no creo que fuera al auténtico Santander. Porque ir con miedo no es lo mismo, no es ir en mangas de camisa, como Dios dispone vestir en el séptimo día, en el día libre. La ausencia de mar los vallisoletanos la sufrieron en silencio, e incluso en los meses de calor hubo largas colas en una heladería de marca santanderina, donde los clientes se llevaban un barquillo relleno de nata y se imaginaban que, en lugar de por la calle Santiago, iban en alpargatas por el Paseo de Pereda.
Hay gente que viaja al norte y gente que viaja al sur. Ir al norte es renunciar de partida a que el sol te acompañe más que uno de los cuatro días que vas, sí. Pero también es la felicidad completa cuando se levanta una mañana de sol. A veces, tras un día entero de lluvia, a última hora se cuela un rayo de luz y hay que coger la esterilla y correr a la playa, porque la vida te hace los planes a ti, y no a la viceversa. Eso se aprende con el tiempo, aunque cuesta recordarlo ahora que llevamos un año atravesando un largo día de lluvia, que parece interminable, pero que está condenado a escampar. Eso sí, cuando le dé la gana.
Durante este largo y plomizo invierno ha dado igual que el mar quedara lejos o cerca, porque no había ningún sitio a donde ir. En el supermercado de El Corte Inglés dedican una esquina a quesadas, sobaos, botes de cocido montañés, corbatas de Unquera y anchoas de las que regala Revilla cuando va al Hormiguero. Y a su pescadería llegan besugos, lenguados y marucas del norte, y las fanecas te miran con sus ojos brillantes, como diciendo: “eh, tranquila, que al Mar Muerto y al Báltico no sabemos, pero casi seguro que al Cantábrico vuelves”.
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