viernes, 25 de agosto de 2017

Los consejos de Mildred

Ah Fu nunca ha tenido una casa con cimientos. El niño vive en una barca de junco, en la que su padre transporta mercancías entre dos ciudades; su madre se ocupa del resto, y sobre todo de vigilar que su único hijo no se caiga por la borda. La vida de Ah Fu transcurre en el río transparente y azul, aunque a veces echa de menos tener un compañero de juegos. Leo este cuento en un librito pequeño y modesto de segunda mano, que compré en Aída. Las ilustraciones, impresas a las dos tintas clásicas, negro y bermellón, son deliciosas, y aunque la edición española es de 1972, la obra se escribió en 1928. Detrás de Ah Fu, el niño del río, están unas iniciales: E.M. Nevill & E.A. Wood. Parece el nombre de una compañía de seguros, pero eran dos mujeres: E. Mildred y Elsie Anna. He encontrado otro libro firmado por ambas, El niño de Nazareth, sobre la infancia de Jesús; Elsie, en solitario, fue autora de una biblia ilustrada.

Después, el nombre de Mildred es citado como ocasional compositora de himnos religiosos. Solo muchos años después, en 1959, firma en una revista local un curioso compendio de consejos para educar un hijo y, a partir de ahí, se diluye su nombre. Pero sus consejos que, contra lo habitual, no son ni obvios, ni crueles, ni ñoños, han sobrevivido a su autora. Hoy es fácil encontrarlos pirateados, con pocas variaciones, cuando hablan sobre la crianza de los niños.
No sé mucho más de E. Mildred Nevill, ni si quiera qué nombre escondía esa 'E'. Desconozco si tenía algún título que acreditara la validez de sus recomendaciones, o si cimentó sus conocimientos con la observación amorosa y la experiencia. Pero me parecen excelentes, tal vez porque Mildred pone el foco en lo principal, el niño como persona. Una persona bajita, pero persona. Anoto:

1. No me estropees. Sé bien que no debo tener todo lo que pido.
2. No tengas miedo de ser firme conmigo. Me hace sentir más seguro.
3. No me dejes formar malos hábitos. Tengo que confiar en ti para detectarlos en etapas tempranas.
4. No me hagas sentir más pequeño de lo que soy.
5. No me corrijas delante de la gente. Haré más caso si hablas tranquilamente conmigo en privado.
6. No me hagas sentir que mis errores son pecados. Debilita mi sentido del valor.
7. No me protejas de las consecuencias. A veces necesito aprender de forma dolorosa.
8. No te molestes mucho cuando digo “Te odio”. No es a ti a quien odio, es a tu poder de frustrarme.
9. No hagas demasiado caso de mis pequeñas dolencias. A veces necesito llamar la atención.
10. No me riñas continuamente. Tendré que protegerme haciéndome el sordo.
11. No hagas promesas precipitadas. Me siento muy mal cuando las rompes.
12. No olvides que no puedo explicarme tan bien como quisiera. Por eso no siempre soy preciso.
13. No fuerces mi honestidad. Me asusta decir mentiras.
14. No seas incoherente. Eso me confunde y me hace perder la fe en ti.
15. No te desanimes cuando hago preguntas. Si lo haces dejaré de preguntar y buscaré la información en otro lugar.
16. No digas que mis miedos son tontos. Son terriblemente reales, y puedes hacer mucho para tranquilizarme si me tratas de entender.
17. Nunca sugieras que eres perfecto o infalible. El impacto es muy grande cuando descubro que no eres ni lo uno, ni lo otro.

Y estos son, para quien le puedan interesar, los 17 puntos que pensó y escribió un día de 1959 una mujer con nombre, E. Mildred Neville, no un “autor desconocido”, como puede leerse en tantos sitios.




jueves, 17 de agosto de 2017

Ciudad de camareros

Chico y chica están fumando un cigarrillo, sentados en la escalera del portalón. Pantalones y camisas negras a la espera de la hora de las cenas en el restaurante donde trabajan, que está a la vuelta. Unos minutos para dar una tregua al cuerpo que, disciplinado y ágil, recorre durante horas las mesas. Son muy jóvenes. Hablan de no sé quién, que trabaja ahora lejos, en un sitio de playa.
El comedor de al lado lo atienden dos camareros de mediana edad, eficientes y rápidos. Expertos en economizar movimientos y palabras. Curados de espanto de cualquier capricho de los clientes. Camareros de toda la vida, casi invisibles, que no suspiran aunque las piernas protesten y la espalda pida descanso.
Los que atienden las terrazas no son desde luego los del verano pasado, ni tampoco los del anterior. Ellos tampoco me conocen, ni lo harán: apenas cruzamos la mirada, porque están inmersos en la pantalla del móvil, donde apuntan el pedido. Es normal porque aquí, en la Plaza, repite poco la clientela, la mayoría son turistas que van y vienen, que a ratos sudan y a ratos se quedan fríos y se envuelven con lo que pillan. “¿Y así hace por aquí en agosto? Pues cualquiera viene a Segovia en enero...”. En fin, esas conversaciones.
Los clientes no repiten, los camareros no duran. La clientela protesta por los precios y los pinchos, cuando lo que tenía que exigir son camareros de larga duración y dueños al pie del cañón. El buen dueño de hostelería es el mayor pringado de todo el equipo, el que más suda. Si no es otra cosa, puede que necesaria, pero muy diferente: un rentista, un accionista.

Cuando pienso en Segovia no pienso en Trajano ni en futbolistas famosos despiezando cochinillos con el plato: pienso en camareros. Oigo con frecuencia a los portavoces de los hosteleros, pero no sé qué piensan los camareros. No tengo claro si al gremio de los camareros le va bien que se llenen los comedores al 75 o al 99 por ciento. ¿Les pagan más, les hacen fijos, son entonces más libres y más dueños de su trabajo?
Me ponen un café que me salva la vida, pero no conozco sus nombres. Y cada vez menos. Antes no eran de mi barrio, ahora muchos ni siquiera han nacido aquí. Menudos sobresaltos deben llevarse cuando les damos órdenes con este áspero castellano nuestro, pero aguantan. En las cocinas hay manos de muchos países exprimiendo nuestro zumo, sazonando nuestro asado. Alquilan los pisos que dejan los estudiantes. En los jardines con columpios sin amortizar de la vieja Segovia, los hijos de la cocinera pasan las horas, despreocupados. A la hora de la siesta hay silencio; al caer la tarde, vuelta al tajo.
Las callejuelas huelen a cordero, a orégano, a curry. Los contenedores, a vino. Son las traseras de las cocinas, el otro lado del trampantojo del centro histórico. Lo que no ven los turistas que, al caer la tarde, ya arrastran los pies, el estómago y el cansancio hacia su coche.