lunes, 27 de noviembre de 2023

Nacer en esta tierra

Junto al paso de peatones, a la espera del cambio de semáforo, un niño pequeño revisa las tostaricas de un paquetito de papel de plata que su madre le ofrece. Como hacían mis hijos, rebusca la galleta impresa con su dibujo favorito, y desecha todas las demás. Con los niños, como en el País de las Maravillas, hay 364 días al año excepcionales, y cada uno de ellos hay que celebrar su no cumpleaños. Criar hijos es maravilloso, pero también extenuante. Observo a las madres jóvenes a ratos agotadas y a ratos irritadas por el movimiento continuo de sus bebés, sin saber todavía que esa sensación de no llegar a todo ya será permanente. Trabajarán a fondo día y noche para construir las condiciones de una vida que, por lo demás, funcionará con sus propias reglas. Y así tiene que ser.

Nadie puede contarte cómo será tener un hijo. En general decimos tonterías, tópicos que se pueden leer en cualquier sitio. Como en los percentiles, al principio las metas parecen tan imposibles que se dosifican por semanas, luego por meses y por fin por años, o incluso por etapas escolares. Del pecho al chupete, de los mocos al habla, del arenero a la lectura. Todo diferente e igual a todos. Y que estudien, o tal vez no, y que trabajen, o tal vez no. Que salgan fuera, ojalá solo si lo desean. Que vuelvan, si quieren, o que no dejen tu casa. Cualquier camino es posible, ninguno es fácil.

Los niños son artículo de lujo en una tierra que está abonada al envejecimiento. Llevamos décadas desayunando con estadísticas en negativo, así que nos consolamos con el aumento de la esperanza de vida, o con matices como que en una provincia nazcan cinco más que en la otra. Detalles que nos mantienen entretenidos, pero no cambian lo sustancial, porque esto ya no va de pueblos contra ciudades. Recuerdo hace ya años a una experta demógrafa muy sonriente, que vino a decir que las proyecciones no iban a cambiar, pero que igual había que tomárselo de otra manera. Por entonces sonó a frivolidad, aunque quizás fue sincera.

El otro día el INE refrescaba datos, con los nacimientos muy lejos de las defunciones. Significativo es que casi la mitad de los niños nazcan de madres que no están casadas, que 36 sea la edad más habitual y que muchas superen los cuarenta. Cifras que prueban que es una decisión complicada y meditada durante años: aunque quieras, no siempre puedes. También apuntan los datos que la edad media del primer hijo es inferior a la edad del matrimonio; la familia tradicional es una fórmula más, pero un hijo ya no es el resultado de dos anillos entrelazados en un árbol genealógico. Con todas estas derivas, los niños que finalmente nacen quizás no sean tan pocos: pese a las enormes complicaciones de la crianza, pese a no contar con el apoyo de una pareja, muchas mujeres tienen un hijo. Cabría preguntarse si, más que la maternidad, lo que está en crisis es la pareja, la confianza en que perduren lazos a largo plazo, que hace preferible para parte de las mujeres criar un hijo en solitario. Si sumamos las separaciones, el cambio del modelo es enorme.

Estas son las condiciones en las que crecen hoy los niños y en las que han de ser acompañados y atendidos. No solo multiplicando plazas de escuelas infantiles, que bien están, sino a lo largo del tiempo. Qué mejor medida de natalidad que la flexibilidad laboral, o un alquiler bajo y durante al menos ¿veinte años? A algunos les parece poco tiempo adquirir una plaza de garaje para cincuenta años, pero por lo visto un hijo se ventila con tres, o diez a lo sumo.

Frívola no era esa señora que vino a decirnos que abriéramos de una vez los ojos y dejáramos de reescribir peñazos sobre repoblación como si estuviéramos en la Reconquista. Frívolos son esos que pretenden que tengamos hijos para que paguen nuestras pensiones y nos atiendan en la residencia, como si calcularas la progenie en función de las obradas a cosechar. Todos nos acordamos de cuando nuestro colegio estaba abierto y había cuarenta niños en el aula. Son pensamientos nostálgicos que nos acompañan en las tertulias de las tardes de invierno, pero el pasado ya no está aquí, y además todos hemos trabajado para que las cosas cambien y, en muchos otros aspectos, mejoren.

En lugar de empeñarse en repetir soluciones para un mundo que ya no existe, a lo mejor habría que pedir a nuestros políticos que empezaran a decir en voz alta lo que ya todos los del ‘baby boom’ nos decimos en voz baja, como si solo nosotros viéramos al fantasma: qué pensiones tendremos, a qué tendremos que renunciar, quién nos cuidará, cómo podrán participar en esta tierra los que vengan de fuera, o si habrá empresas competentes capaces de retener a nuestros hijos y nietos. Así, para empezar. Porque para que los niños se atrevan a asomar la cabeza han de poder crecer risueños y seguros, preocupados solo de elegir su tostarica preferida, no de pagarnos las pensiones.

lunes, 20 de noviembre de 2023

La politización de las protestas

Hasta hace no tanto, si a un político se le ocurría acercarse a la cabecera de una manifestación le corrían a gorrazos. En todo caso, si la protesta era contra un gobierno del partido contrario, se agazapaba en la sexta fila, para que se percibiera lo justo su presencia. Aún así, siempre había alguno que soltaba “Políticos, fuera”. Lo normal es protestar porque algo no funcionaba, y no parece muy lógico que se sumen los que pueden trabajar desde dentro para solucionarlo, ya fuera desde el gobierno o desde la oposición, que también tiene sus responsabilidades. Quizás fueron las movilizaciones contra el terrorismo las primeras en las que el sentimiento común de dolor e indignación fue tan fuerte que sobrevoló por encima de partidos o sindicatos, porque todos formábamos parte de la masa. El 15M fue también otro momento o culminante de ocupación de la calle, aunque sus portavoces hicieron el camino inverso, del asfalto a la política. Una preocupación de Podemos era tener que perder la calle cuando estuvieran dentro del Congreso, y así fue: salvo para un puñado de militantes, no se puede prometer el paraíso y a la vez firmar el BOE. O por lo menos así ha sido hasta ahora.

Leo que desde aquellos tiempos del 15M no había habido otro año con más manifestaciones que 2022 en Castilla y León, con Valladolid a la cabeza. No es casual que se triplicaran las convocadas por partidos políticos en un año que tuvimos dos convocatorias electorales casi seguidas. Los partidos han vuelto a la calle o quieren que la calle sea también suya, y ya no se conforman con apuntarse a las que se programan desde la sociedad civil.

No entro en si es bueno o malo. En todo caso revela una realidad, la politización palmaria de las causas, incluso de causas que son de todos y de todas. Por ejemplo, la igualdad de la mujer, el cambio climático o la causa palestina, se las otorga la izquierda, aunque haya conservadores comprometidos con esas causas. A la derecha, la identidad nacional, una cierta idea de la ‘libertad’, que prendió en el Covid, y más a la derecha, la oposición al aborto, en la línea eclesial, aunque la Iglesia mantenga una postura de acogida al inmigrante que seguro no gusta a los ultras. Los partidos se esfuerzan mucho en eliminar cualquier matiz, porque lo que quieren es cosechar partidarios: o blanco o negro. También hay que decir que en España no tenemos la patente, basta con echar una mirada a Estados Unidos para oír fuerte un espectro similar, desde el MeToo y el Black Lives Matter hasta la Asociación Nacional del Rifle.

Decimos de nosotros mismos que los españoles somos conformistas, pero los datos nos contradicen: España es uno de los países más protestones del entorno, mano a mano con Francia. Eso tiene un lado bueno, que a la gente le importa la política, y un lado malo: a nadie le apetece demasiado salir a la calle, se hace cuando es la única salida para que te escuchen.

Salir a protestar se ha normalizado. Ya no es cosa de cuatro estudiantes melenudos y ‘rojos’, ese adjetivo trasnochado que desde Castilla y León hemos puesto de moda. Ahora los datos apuntan que hay equilibrio en la participación de hombres y mujeres, y también ideológico. Por el contrario, la protesta tradicional se ha quedado reducida al símbolo y cuesta horrores movilizar a los trabajadores el 1 de mayo, aunque con un sueldo antes pasable ahora no tengas garantizada la supervivencia. En esta marea de protestas ha quedado ahogada la voz de los sindicatos, envueltos en la desprestigiada rueda institucional, aburridos y casi demasiado precavidos, más que los propios políticos, que están cogiendo el gusto de ponerse el anorak encima de la americana y coger el megáfono.

Hay manifestaciones y manifestaciones, aunque todas contabilicen igual en las estadísticas. Están las de calentón, las de divertir a una hinchada que busca la imagen del porrazo más que soluciones, y que se van diluyendo a medida que el juego aburre. Pero luego hay un puñado de protestas, unas poquitas, que mueven la fibra social. La del domingo 12, contra la Amnistía, movió en Castilla y León a 100.000 personas bien contadas, es decir, cuatro por metro cuadrado, que no es lo mismo que montar un atasco con los coches de cien amigos. Teniendo en cuenta que cualquier minoría ruidosa forma parte de una mayoría silenciosa, una participación del 5% a la población constata el gran respaldo a esta causa.

Gente normal a pie quieto en la calle manda un mensaje mucho más poderoso que los sobrevalorados virales de las redes sociales. En las fotos siempre salen las cabeceras, pero la realidad es que las arengas a partir de la quinta fila casi ni se escuchan. Las colas de las manifestaciones grandes están copadas por gente que no es tuya, ni del otro, como tampoco los votos que se introducen en las urnas pertenecen incondicionalmente a ninguno. Gentes que permanecen en silencio escuchando los discursos, y aplauden con respeto, pero no están ahí para hacerte la ola, sino porque hay algo que les preocupa mucho, tanto que han salido hoy a la calle, renunciando a su tranquila rutina habitual.

Vienen tiempos inciertos y con gobiernos fragmentarios que dejarán insatisfechos a casi todos, así que la calle seguirá ofreciendo un escape para el descontento. Sería preferible que los políticos no estuvieran sujetando la pancarta, que es la salida de los ciudadanos a los que no dejan ninguna otra, y que dediquen todas sus energías a defendernos desde el lugar para el que han sido elegidos y cobran cada mes. En todo caso, si se quieren sumar a la protesta, que sea como un ciudadano más, en la cola del pelotón.

lunes, 13 de noviembre de 2023

La revista de las abuelas

El jueves por la tarde me leí el documento de marras, y sonaba mal, muy mal. Como todas las cosas que duelen, lo dejé aparcado, hasta que la tormenta escampe. Hay días que me sumo a esa tercera parte de la población que se ha desenchufado de las noticias, porque luego no puede dormir. Gente muy respetable pierde hasta la camiseta para convencerte de que lo que viste negro era blanco nuclear. Decía Camus que el oficio de escribir ha de cumplir dos mandatos: no mentir respecto de lo que se sabe, y resistir la opresión. Yo no soy Camus, pero en septiembre de 2017 vi lo que vi, y me resisto a la opresión saliendo a dar una vuelta.


En los malos momentos bajo al kiosco a comprar una revista. Cada revista, como cada periódico, es un intento por resumir el caos del mundo, acotado entre la portada y la última página. Algo que no se consigue con el móvil, en el que no hay dique que frene el torrente, porque una noticia solapa a otra, sin límite.

Si estás en baja forma, lo mejor es una revista ligera. Las de moda no están mal, pero te hacen sentir fea; las del corazón son más acogedoras. Mi abuela siempre tenía el Pronto en el hueco en la mesita de la televisión, al lado del transformador. Vivía en un extrarradio en medio de la nada y apenas salía de casa, como mucho se acercaba a un colmado que estaba en la misma manzana. La tienda, la visita rápida de alguna vecina de paso, Televisión Española y una revista semanal eran sus ventanas con el resto del mundo.

Yo leía a escondidas el Pronto, a veces colorada como un tomate, porque iba bastante por delante de mi pudor monjil. Contra otras publicaciones del colorín, no pagaba exclusivas y el famoseo era de poca enjundia, con fotos para salir del paso de Kiko Ledgard con sus rubios hijos y María José Cantudo saliendo de una discoteca. Tenía -y tiene- mucha letra. Entre los consejos para abrillantar el suelo y las recetas de madalenas, se colaban los consultorios: chicas enamoradas del fresco del pueblo, chavales a los que el padre les echaba de casa, mujeres a las que ‘trataba mal’ el marido (básicamente, las zurraba, pero eso entonces no se mencionaba). En las respuestas, nunca se emitían juicios y se ofrecía más consuelo que soluciones. También había una sección con fotos de carné de gente desaparecida, porque entonces la gente desaparecía de verdad, cualquier tarde que salía al bar de la esquina. Mis páginas favoritas eran “qué hubiera sido de mi vida si…”, un testimonio que tenía trazas de estar inventado, como los casos de Elena Francis. Eran historias de buenas muchachas que se enamoraban de un galán perdulario y dejaban de lado al amigo de la infancia, soso y aburrido, pero fiel. A veces, la descarriada volvía al redil y se casaba con su pretendiente inicial; otras, se quedaba para vestir santos, acatando resignada su penitencia.

Estas historias me atraían y a la vez me escandalizaban, pero a mi abuela ni pizca. Ella no tenía estudios, pero le sobraba compresión hacia el ser humano y no juzgaba sus debilidades. En su mundo había solo tres categorías de mujeres: buenas mujeres, mujeres muy limpias y mujeres desgraciadas. Su educación sentimental se construyó más en el Pronto que en el confesionario: si la gente camina sin remedio a la perdición o la salvación, al menos que lleve un bocadillo para calmar el hambre.

A veces le llevábamos el Hola, con fotos más grandes y bonitas, pero no le gustaba tanto. No pillaba las sutilezas del lujo ni de ese lenguaje en clave, en el que las jóvenes son o “muy guapas” o “muy elegantes”, y los matrimonios se van cada uno de vacaciones por su lado para “plantearse nuevos proyectos”. En el Pronto había más economía expresiva. En sus páginas, nuestras abuelas aceptaron que el divorcio no es mala salida cuando las cosas van fatal, que los gais se quieren y se separan como los demás, que los ricos se arruinan e incluso comparecen en el juzgado y que hasta las estrellas más admiradas conocen lo que es la depresión.

Me dice el kiosquero que hoy el Pronto no se vende como hace años, pero que es la publicación que más vende. Muchos políticos, y no digo nombres, suplicarían para ocupar una página cada semana, aunque tuvieran que ponerse un mandil y freír croquetas. Porque las señoras que leen el Pronto no están en Twitter, y pasan bastante de tertulianos. Tampoco se ponen iracundas con la política, porque después de recoger la cocina caen redondas en el sillón. Pero votando son infalibles.

lunes, 6 de noviembre de 2023

Una vida como tantas

Hace años quise entrevistar a una mujer mayor de un pueblo chiquito de León. Era uno de esos sitios, como tantos otros de estas tierras, a los que es imposible llegar salvo en coche, o, con suerte, en un autocar que te deja a las ocho de la mañana y te recoge al día siguiente. A mí me llevaron junto a la panza ya avanzada de mi primer embarazo, justo hasta la puerta de la dirección indicada, una casita como el resto, arregostada en la calle principal que era a la vez la carretera. Una mujer menuda abrió la puerta, y me miró de abajo arriba, muy seria. Se notaba que había accedido a la visita por respeto a la persona que me había hablado de ella, pero que maldita la gracia recibirme. Contra otros de los que entrevisté por entonces, no le hizo ningún efecto anunciarle que sus palabras y su foto iban a aparecer en un libro. Todo lo contrario, ¡vade retro! Con pocas ganas me invitó, o más bien me dejó, por respeto a mi estado de buena esperanza, sentarme en una silla de patas cortas, junto a una mesa de cocina cubierta con un hule. Mientras yo extendía mi perorata, ella callaba. Me sirvió un vaso de agua, eso sí.

Los periodistas, casi siempre con la mejor intención, jugamos mucho con la vanidad y a veces con la sensibilidad de los entrevistados. Pero aquella mujer de ochenta años y metro y medio de altura era un titán inalterable a la blandenguería. A cualquier pregunta respondía lo mismo, que su vida era como todas. Que a quién le podía interesar si trabajó de niña, si parió y se puso a segar centeno, si fue a lavar al río o a recoger en una cántara el agua helada, si vio marchar a sus vecinos y si ella se quedó casi sola en el pueblo, para descorrer cada mañana la cortina de aquella ventana enana con vistas a la carretera. Una vida como tantas, en un pueblo como tantos.

Entrevisté a cerca de treinta personas en esas fechas, hará ya más de veinte años. Casi todos superaban los setenta, así que muchos habrán fallecido. La mayoría eran personas anónimas, aunque tres o cuatro tuvieron cierta dimensión pública, más allá de sus familias y vecindario. Una vez despojadas de un puñado de anécdotas, las vidas no habían sido tan diferentes, y sus reflexiones se parecían. La ternura y dureza de los años de crecimiento; el rayo fulminante de la juventud; la etapa mollar de la madurez y de la utilidad, a través del trabajo o la crianza, y la actual, la del día a día, la de la aceptación o la del desprecio por el paso del tiempo y la mudanza de las costumbres. El legítimo orgullo por lo que hicieron en el pasado, desde levantar un puente a fundar una familia o tocar las campanas del pueblo, les venía la cabeza como el olor del café que acompaña a las tardes frías. Si la conversación era larga aparecían habitaciones sin abrir, temporadas duras, pérdidas dolorosas. También, errores y equivocaciones, porque las vidas solo son dulces en los obituarios. La muerte se lleva a los mejores, que también son los peores, según la parte que se cuente de su pequeña historia.

Ahora me desarma la generosidad de tantas personas que abren casa y pensamientos a los periodistas, para construir una historia que, con oficio y esfuerzo, será veraz, y tratará con cuidado a sus protagonistas. Porque las personas anónimas son frágiles, tanto que a veces se abren al micrófono para sentir tu compañía, y, salvo excepciones, cuando se ven retratadas no se gustan tanto como los políticos en sus ruedas de prensa.

Nuestro paso por la vida es casi insignificante, da igual el tamaño de la esquela o que ocupes espacio en el pabellón de ilustres. Los Santos y los Difuntos son ambas fiestas de los vivos, porque la muerte solo existe para los que estamos aquí. Limpiamos lápidas y ponemos flores para poner algún orden en esta metafísica cotidiana, sin acabar de comprenderla. No creo que, como algunos dicen, vivamos de espaldas a la muerte. En realidad, el paso del tiempo es el único tema y la medida de todas las cosas. La muerte de los ‘otros’, en genérico, y por supuesto la muerte de los nuestros: familia, amigos, compañeros de generación, con los que compartes banquillo.

En su momento me enfadé un poco con aquella mujer de un pueblo perdido de León, que al cuarto de hora me había despachado. No porque tuviera que esperar un buen rato a que me recogieran, a pie de carretera y con un tiempo de perros, sino porque tuve que envainarme la grabadora y guardar para siempre las preguntas que no pude hacerle. Si su vida había sido como todas, pero útil, o tal vez un valle de lágrimas, por lo que esperaba que hubiera otra un poco mejor que esta. Aquella leonesa que se había deslomado trabajando no quería que le hicieran preguntas que ella no se hacía y que, además, no le servían para nada. Solo palabras sobre un papel de un libro, o de un periódico que ella hubiera apañado para prender la lumbre. Pero yo recuerdo bien sus ojillos desconfiados y sus manos nudosas sobre el delantal de cuadros grises. Ella diría que era un delantal como el de todas, vaya cosa.