lunes, 6 de noviembre de 2023

Una vida como tantas

Hace años quise entrevistar a una mujer mayor de un pueblo chiquito de León. Era uno de esos sitios, como tantos otros de estas tierras, a los que es imposible llegar salvo en coche, o, con suerte, en un autocar que te deja a las ocho de la mañana y te recoge al día siguiente. A mí me llevaron junto a la panza ya avanzada de mi primer embarazo, justo hasta la puerta de la dirección indicada, una casita como el resto, arregostada en la calle principal que era a la vez la carretera. Una mujer menuda abrió la puerta, y me miró de abajo arriba, muy seria. Se notaba que había accedido a la visita por respeto a la persona que me había hablado de ella, pero que maldita la gracia recibirme. Contra otros de los que entrevisté por entonces, no le hizo ningún efecto anunciarle que sus palabras y su foto iban a aparecer en un libro. Todo lo contrario, ¡vade retro! Con pocas ganas me invitó, o más bien me dejó, por respeto a mi estado de buena esperanza, sentarme en una silla de patas cortas, junto a una mesa de cocina cubierta con un hule. Mientras yo extendía mi perorata, ella callaba. Me sirvió un vaso de agua, eso sí.

Los periodistas, casi siempre con la mejor intención, jugamos mucho con la vanidad y a veces con la sensibilidad de los entrevistados. Pero aquella mujer de ochenta años y metro y medio de altura era un titán inalterable a la blandenguería. A cualquier pregunta respondía lo mismo, que su vida era como todas. Que a quién le podía interesar si trabajó de niña, si parió y se puso a segar centeno, si fue a lavar al río o a recoger en una cántara el agua helada, si vio marchar a sus vecinos y si ella se quedó casi sola en el pueblo, para descorrer cada mañana la cortina de aquella ventana enana con vistas a la carretera. Una vida como tantas, en un pueblo como tantos.

Entrevisté a cerca de treinta personas en esas fechas, hará ya más de veinte años. Casi todos superaban los setenta, así que muchos habrán fallecido. La mayoría eran personas anónimas, aunque tres o cuatro tuvieron cierta dimensión pública, más allá de sus familias y vecindario. Una vez despojadas de un puñado de anécdotas, las vidas no habían sido tan diferentes, y sus reflexiones se parecían. La ternura y dureza de los años de crecimiento; el rayo fulminante de la juventud; la etapa mollar de la madurez y de la utilidad, a través del trabajo o la crianza, y la actual, la del día a día, la de la aceptación o la del desprecio por el paso del tiempo y la mudanza de las costumbres. El legítimo orgullo por lo que hicieron en el pasado, desde levantar un puente a fundar una familia o tocar las campanas del pueblo, les venía la cabeza como el olor del café que acompaña a las tardes frías. Si la conversación era larga aparecían habitaciones sin abrir, temporadas duras, pérdidas dolorosas. También, errores y equivocaciones, porque las vidas solo son dulces en los obituarios. La muerte se lleva a los mejores, que también son los peores, según la parte que se cuente de su pequeña historia.

Ahora me desarma la generosidad de tantas personas que abren casa y pensamientos a los periodistas, para construir una historia que, con oficio y esfuerzo, será veraz, y tratará con cuidado a sus protagonistas. Porque las personas anónimas son frágiles, tanto que a veces se abren al micrófono para sentir tu compañía, y, salvo excepciones, cuando se ven retratadas no se gustan tanto como los políticos en sus ruedas de prensa.

Nuestro paso por la vida es casi insignificante, da igual el tamaño de la esquela o que ocupes espacio en el pabellón de ilustres. Los Santos y los Difuntos son ambas fiestas de los vivos, porque la muerte solo existe para los que estamos aquí. Limpiamos lápidas y ponemos flores para poner algún orden en esta metafísica cotidiana, sin acabar de comprenderla. No creo que, como algunos dicen, vivamos de espaldas a la muerte. En realidad, el paso del tiempo es el único tema y la medida de todas las cosas. La muerte de los ‘otros’, en genérico, y por supuesto la muerte de los nuestros: familia, amigos, compañeros de generación, con los que compartes banquillo.

En su momento me enfadé un poco con aquella mujer de un pueblo perdido de León, que al cuarto de hora me había despachado. No porque tuviera que esperar un buen rato a que me recogieran, a pie de carretera y con un tiempo de perros, sino porque tuve que envainarme la grabadora y guardar para siempre las preguntas que no pude hacerle. Si su vida había sido como todas, pero útil, o tal vez un valle de lágrimas, por lo que esperaba que hubiera otra un poco mejor que esta. Aquella leonesa que se había deslomado trabajando no quería que le hicieran preguntas que ella no se hacía y que, además, no le servían para nada. Solo palabras sobre un papel de un libro, o de un periódico que ella hubiera apañado para prender la lumbre. Pero yo recuerdo bien sus ojillos desconfiados y sus manos nudosas sobre el delantal de cuadros grises. Ella diría que era un delantal como el de todas, vaya cosa.

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