Hace años quise entrevistar a una mujer mayor de un pueblo chiquito de León. Era uno de esos sitios, como tantos otros de estas tierras, a los que es imposible llegar salvo en coche, o, con suerte, en un autocar que te deja a las ocho de la mañana y te recoge al día siguiente. A mí me llevaron junto a la panza ya avanzada de mi primer embarazo, justo hasta la puerta de la dirección indicada, una casita como el resto, arregostada en la calle principal que era a la vez la carretera. Una mujer menuda abrió la puerta, y me miró de abajo arriba, muy seria. Se notaba que había accedido a la visita por respeto a la persona que me había hablado de ella, pero que maldita la gracia recibirme. Contra otros de los que entrevisté por entonces, no le hizo ningún efecto anunciarle que sus palabras y su foto iban a aparecer en un libro. Todo lo contrario, ¡vade retro! Con pocas ganas me invitó, o más bien me dejó, por respeto a mi estado de buena esperanza, sentarme en una silla de patas cortas, junto a una mesa de cocina cubierta con un hule. Mientras yo extendía mi perorata, ella callaba. Me sirvió un vaso de agua, eso sí.
Los periodistas, casi siempre con la mejor intención,
jugamos mucho con la vanidad y a veces con la sensibilidad de los
entrevistados. Pero aquella mujer de ochenta años y metro y medio de altura era
un titán inalterable a la blandenguería. A cualquier pregunta respondía lo
mismo, que su vida era como todas. Que a quién le podía interesar si trabajó de
niña, si parió y se puso a segar centeno, si fue a lavar al río o a recoger en
una cántara el agua helada, si vio marchar a sus vecinos y si ella se quedó casi
sola en el pueblo, para descorrer cada mañana la cortina de aquella ventana
enana con vistas a la carretera. Una vida como tantas, en un pueblo como
tantos.
Entrevisté a cerca de treinta personas en esas fechas, hará
ya más de veinte años. Casi todos superaban los setenta, así que muchos habrán
fallecido. La mayoría eran personas anónimas, aunque tres o cuatro tuvieron cierta
dimensión pública, más allá de sus familias y vecindario. Una vez despojadas de
un puñado de anécdotas, las vidas no habían sido tan diferentes, y sus reflexiones
se parecían. La ternura y dureza de los años de crecimiento; el rayo fulminante
de la juventud; la etapa mollar de la madurez y de la utilidad, a través del
trabajo o la crianza, y la actual, la del día a día, la de la aceptación o la del
desprecio por el paso del tiempo y la mudanza de las costumbres. El legítimo
orgullo por lo que hicieron en el pasado, desde levantar un puente a fundar una
familia o tocar las campanas del pueblo, les venía la cabeza como el olor del
café que acompaña a las tardes frías. Si la conversación era larga aparecían
habitaciones sin abrir, temporadas duras, pérdidas dolorosas. También, errores
y equivocaciones, porque las vidas solo son dulces en los obituarios. La muerte
se lleva a los mejores, que también son los peores, según la parte que se
cuente de su pequeña historia.
Ahora me desarma la generosidad de tantas personas que abren
casa y pensamientos a los periodistas, para construir una historia que, con
oficio y esfuerzo, será veraz, y tratará con cuidado a sus protagonistas.
Porque las personas anónimas son frágiles, tanto que a veces se abren al
micrófono para sentir tu compañía, y, salvo excepciones, cuando se ven
retratadas no se gustan tanto como los políticos en sus ruedas de prensa.
Nuestro paso por la vida es casi insignificante, da igual el
tamaño de la esquela o que ocupes espacio en el pabellón de ilustres. Los
Santos y los Difuntos son ambas fiestas de los vivos, porque la muerte solo
existe para los que estamos aquí. Limpiamos lápidas y ponemos flores para poner
algún orden en esta metafísica cotidiana, sin acabar de comprenderla. No creo
que, como algunos dicen, vivamos de espaldas a la muerte. En realidad, el paso
del tiempo es el único tema y la medida de todas las cosas. La muerte de los ‘otros’,
en genérico, y por supuesto la muerte de los nuestros: familia, amigos, compañeros
de generación, con los que compartes banquillo.
En su momento me enfadé un poco con aquella mujer de un
pueblo perdido de León, que al cuarto de hora me había despachado. No porque
tuviera que esperar un buen rato a que me recogieran, a pie de carretera y con
un tiempo de perros, sino porque tuve que envainarme la grabadora y guardar
para siempre las preguntas que no pude hacerle. Si su vida había sido como
todas, pero útil, o tal vez un valle de lágrimas, por lo que esperaba que
hubiera otra un poco mejor que esta. Aquella leonesa que se había deslomado
trabajando no quería que le hicieran preguntas que ella no se hacía y que,
además, no le servían para nada. Solo palabras sobre un papel de un libro, o de
un periódico que ella hubiera apañado para prender la lumbre. Pero yo recuerdo
bien sus ojillos desconfiados y sus manos nudosas sobre el delantal de cuadros
grises. Ella diría que era un delantal como el de todas, vaya cosa.
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