lunes, 13 de noviembre de 2023

La revista de las abuelas

El jueves por la tarde me leí el documento de marras, y sonaba mal, muy mal. Como todas las cosas que duelen, lo dejé aparcado, hasta que la tormenta escampe. Hay días que me sumo a esa tercera parte de la población que se ha desenchufado de las noticias, porque luego no puede dormir. Gente muy respetable pierde hasta la camiseta para convencerte de que lo que viste negro era blanco nuclear. Decía Camus que el oficio de escribir ha de cumplir dos mandatos: no mentir respecto de lo que se sabe, y resistir la opresión. Yo no soy Camus, pero en septiembre de 2017 vi lo que vi, y me resisto a la opresión saliendo a dar una vuelta.


En los malos momentos bajo al kiosco a comprar una revista. Cada revista, como cada periódico, es un intento por resumir el caos del mundo, acotado entre la portada y la última página. Algo que no se consigue con el móvil, en el que no hay dique que frene el torrente, porque una noticia solapa a otra, sin límite.

Si estás en baja forma, lo mejor es una revista ligera. Las de moda no están mal, pero te hacen sentir fea; las del corazón son más acogedoras. Mi abuela siempre tenía el Pronto en el hueco en la mesita de la televisión, al lado del transformador. Vivía en un extrarradio en medio de la nada y apenas salía de casa, como mucho se acercaba a un colmado que estaba en la misma manzana. La tienda, la visita rápida de alguna vecina de paso, Televisión Española y una revista semanal eran sus ventanas con el resto del mundo.

Yo leía a escondidas el Pronto, a veces colorada como un tomate, porque iba bastante por delante de mi pudor monjil. Contra otras publicaciones del colorín, no pagaba exclusivas y el famoseo era de poca enjundia, con fotos para salir del paso de Kiko Ledgard con sus rubios hijos y María José Cantudo saliendo de una discoteca. Tenía -y tiene- mucha letra. Entre los consejos para abrillantar el suelo y las recetas de madalenas, se colaban los consultorios: chicas enamoradas del fresco del pueblo, chavales a los que el padre les echaba de casa, mujeres a las que ‘trataba mal’ el marido (básicamente, las zurraba, pero eso entonces no se mencionaba). En las respuestas, nunca se emitían juicios y se ofrecía más consuelo que soluciones. También había una sección con fotos de carné de gente desaparecida, porque entonces la gente desaparecía de verdad, cualquier tarde que salía al bar de la esquina. Mis páginas favoritas eran “qué hubiera sido de mi vida si…”, un testimonio que tenía trazas de estar inventado, como los casos de Elena Francis. Eran historias de buenas muchachas que se enamoraban de un galán perdulario y dejaban de lado al amigo de la infancia, soso y aburrido, pero fiel. A veces, la descarriada volvía al redil y se casaba con su pretendiente inicial; otras, se quedaba para vestir santos, acatando resignada su penitencia.

Estas historias me atraían y a la vez me escandalizaban, pero a mi abuela ni pizca. Ella no tenía estudios, pero le sobraba compresión hacia el ser humano y no juzgaba sus debilidades. En su mundo había solo tres categorías de mujeres: buenas mujeres, mujeres muy limpias y mujeres desgraciadas. Su educación sentimental se construyó más en el Pronto que en el confesionario: si la gente camina sin remedio a la perdición o la salvación, al menos que lleve un bocadillo para calmar el hambre.

A veces le llevábamos el Hola, con fotos más grandes y bonitas, pero no le gustaba tanto. No pillaba las sutilezas del lujo ni de ese lenguaje en clave, en el que las jóvenes son o “muy guapas” o “muy elegantes”, y los matrimonios se van cada uno de vacaciones por su lado para “plantearse nuevos proyectos”. En el Pronto había más economía expresiva. En sus páginas, nuestras abuelas aceptaron que el divorcio no es mala salida cuando las cosas van fatal, que los gais se quieren y se separan como los demás, que los ricos se arruinan e incluso comparecen en el juzgado y que hasta las estrellas más admiradas conocen lo que es la depresión.

Me dice el kiosquero que hoy el Pronto no se vende como hace años, pero que es la publicación que más vende. Muchos políticos, y no digo nombres, suplicarían para ocupar una página cada semana, aunque tuvieran que ponerse un mandil y freír croquetas. Porque las señoras que leen el Pronto no están en Twitter, y pasan bastante de tertulianos. Tampoco se ponen iracundas con la política, porque después de recoger la cocina caen redondas en el sillón. Pero votando son infalibles.

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