El jueves por la tarde me leí el documento de marras, y sonaba mal, muy mal. Como todas las cosas que duelen, lo dejé aparcado, hasta que la tormenta escampe. Hay días que me sumo a esa tercera parte de la población que se ha desenchufado de las noticias, porque luego no puede dormir. Gente muy respetable pierde hasta la camiseta para convencerte de que lo que viste negro era blanco nuclear. Decía Camus que el oficio de escribir ha de cumplir dos mandatos: no mentir respecto de lo que se sabe, y resistir la opresión. Yo no soy Camus, pero en septiembre de 2017 vi lo que vi, y me resisto a la opresión saliendo a dar una vuelta.
En los malos momentos bajo al kiosco a comprar una revista. Cada revista, como cada periódico, es un intento por resumir el caos del mundo, acotado entre la portada y la última página. Algo que no se consigue con el móvil, en el que no hay dique que frene el torrente, porque una noticia solapa a otra, sin límite.
Si estás en baja forma, lo mejor es una revista ligera. Las
de moda no están mal, pero te hacen sentir fea; las del corazón son más
acogedoras. Mi abuela siempre tenía el Pronto en el hueco en la mesita de la
televisión, al lado del transformador. Vivía en un extrarradio en medio de la nada
y apenas salía de casa, como mucho se acercaba a un colmado que estaba en la
misma manzana. La tienda, la visita rápida de alguna vecina de paso, Televisión
Española y una revista semanal eran sus ventanas con el resto del mundo.
Yo leía a escondidas el Pronto, a veces colorada como un
tomate, porque iba bastante por delante de mi pudor monjil. Contra otras
publicaciones del colorín, no pagaba exclusivas y el famoseo era de poca
enjundia, con fotos para salir del paso de Kiko Ledgard con sus rubios hijos y
María José Cantudo saliendo de una discoteca. Tenía -y tiene- mucha letra.
Entre los consejos para abrillantar el suelo y las recetas de madalenas, se
colaban los consultorios: chicas enamoradas del fresco del pueblo, chavales a los
que el padre les echaba de casa, mujeres a las que ‘trataba mal’ el marido (básicamente,
las zurraba, pero eso entonces no se mencionaba). En las respuestas, nunca se
emitían juicios y se ofrecía más consuelo que soluciones. También había una
sección con fotos de carné de gente desaparecida, porque entonces la gente
desaparecía de verdad, cualquier tarde que salía al bar de la esquina. Mis
páginas favoritas eran “qué hubiera sido de mi vida si…”, un testimonio que
tenía trazas de estar inventado, como los casos de Elena Francis. Eran
historias de buenas muchachas que se enamoraban de un galán perdulario y dejaban
de lado al amigo de la infancia, soso y aburrido, pero fiel. A veces, la
descarriada volvía al redil y se casaba con su pretendiente inicial; otras, se
quedaba para vestir santos, acatando resignada su penitencia.
Estas historias me atraían y a la vez me escandalizaban,
pero a mi abuela ni pizca. Ella no tenía estudios, pero le sobraba compresión hacia
el ser humano y no juzgaba sus debilidades. En su mundo había solo tres
categorías de mujeres: buenas mujeres, mujeres muy limpias y mujeres
desgraciadas. Su educación sentimental se construyó más en el Pronto que en el
confesionario: si la gente camina sin remedio a la perdición o la salvación, al
menos que lleve un bocadillo para calmar el hambre.
A veces le llevábamos el Hola, con fotos más grandes y
bonitas, pero no le gustaba tanto. No pillaba las sutilezas del lujo ni de ese
lenguaje en clave, en el que las jóvenes son o “muy guapas” o “muy elegantes”,
y los matrimonios se van cada uno de vacaciones por su lado para “plantearse
nuevos proyectos”. En el Pronto había más economía expresiva. En sus páginas,
nuestras abuelas aceptaron que el divorcio no es mala salida cuando las cosas van
fatal, que los gais se quieren y se separan como los demás, que los ricos se
arruinan e incluso comparecen en el juzgado y que hasta las estrellas más admiradas
conocen lo que es la depresión.
Me dice el kiosquero que hoy el Pronto no se vende como hace
años, pero que es la publicación que más vende. Muchos políticos, y no digo
nombres, suplicarían para ocupar una página cada semana, aunque tuvieran que
ponerse un mandil y freír croquetas. Porque las señoras que leen el Pronto no
están en Twitter, y pasan bastante de tertulianos. Tampoco se ponen iracundas
con la política, porque después de recoger la cocina caen redondas en el
sillón. Pero votando son infalibles.
No hay comentarios:
Publicar un comentario