lunes, 20 de noviembre de 2023

La politización de las protestas

Hasta hace no tanto, si a un político se le ocurría acercarse a la cabecera de una manifestación le corrían a gorrazos. En todo caso, si la protesta era contra un gobierno del partido contrario, se agazapaba en la sexta fila, para que se percibiera lo justo su presencia. Aún así, siempre había alguno que soltaba “Políticos, fuera”. Lo normal es protestar porque algo no funcionaba, y no parece muy lógico que se sumen los que pueden trabajar desde dentro para solucionarlo, ya fuera desde el gobierno o desde la oposición, que también tiene sus responsabilidades. Quizás fueron las movilizaciones contra el terrorismo las primeras en las que el sentimiento común de dolor e indignación fue tan fuerte que sobrevoló por encima de partidos o sindicatos, porque todos formábamos parte de la masa. El 15M fue también otro momento o culminante de ocupación de la calle, aunque sus portavoces hicieron el camino inverso, del asfalto a la política. Una preocupación de Podemos era tener que perder la calle cuando estuvieran dentro del Congreso, y así fue: salvo para un puñado de militantes, no se puede prometer el paraíso y a la vez firmar el BOE. O por lo menos así ha sido hasta ahora.

Leo que desde aquellos tiempos del 15M no había habido otro año con más manifestaciones que 2022 en Castilla y León, con Valladolid a la cabeza. No es casual que se triplicaran las convocadas por partidos políticos en un año que tuvimos dos convocatorias electorales casi seguidas. Los partidos han vuelto a la calle o quieren que la calle sea también suya, y ya no se conforman con apuntarse a las que se programan desde la sociedad civil.

No entro en si es bueno o malo. En todo caso revela una realidad, la politización palmaria de las causas, incluso de causas que son de todos y de todas. Por ejemplo, la igualdad de la mujer, el cambio climático o la causa palestina, se las otorga la izquierda, aunque haya conservadores comprometidos con esas causas. A la derecha, la identidad nacional, una cierta idea de la ‘libertad’, que prendió en el Covid, y más a la derecha, la oposición al aborto, en la línea eclesial, aunque la Iglesia mantenga una postura de acogida al inmigrante que seguro no gusta a los ultras. Los partidos se esfuerzan mucho en eliminar cualquier matiz, porque lo que quieren es cosechar partidarios: o blanco o negro. También hay que decir que en España no tenemos la patente, basta con echar una mirada a Estados Unidos para oír fuerte un espectro similar, desde el MeToo y el Black Lives Matter hasta la Asociación Nacional del Rifle.

Decimos de nosotros mismos que los españoles somos conformistas, pero los datos nos contradicen: España es uno de los países más protestones del entorno, mano a mano con Francia. Eso tiene un lado bueno, que a la gente le importa la política, y un lado malo: a nadie le apetece demasiado salir a la calle, se hace cuando es la única salida para que te escuchen.

Salir a protestar se ha normalizado. Ya no es cosa de cuatro estudiantes melenudos y ‘rojos’, ese adjetivo trasnochado que desde Castilla y León hemos puesto de moda. Ahora los datos apuntan que hay equilibrio en la participación de hombres y mujeres, y también ideológico. Por el contrario, la protesta tradicional se ha quedado reducida al símbolo y cuesta horrores movilizar a los trabajadores el 1 de mayo, aunque con un sueldo antes pasable ahora no tengas garantizada la supervivencia. En esta marea de protestas ha quedado ahogada la voz de los sindicatos, envueltos en la desprestigiada rueda institucional, aburridos y casi demasiado precavidos, más que los propios políticos, que están cogiendo el gusto de ponerse el anorak encima de la americana y coger el megáfono.

Hay manifestaciones y manifestaciones, aunque todas contabilicen igual en las estadísticas. Están las de calentón, las de divertir a una hinchada que busca la imagen del porrazo más que soluciones, y que se van diluyendo a medida que el juego aburre. Pero luego hay un puñado de protestas, unas poquitas, que mueven la fibra social. La del domingo 12, contra la Amnistía, movió en Castilla y León a 100.000 personas bien contadas, es decir, cuatro por metro cuadrado, que no es lo mismo que montar un atasco con los coches de cien amigos. Teniendo en cuenta que cualquier minoría ruidosa forma parte de una mayoría silenciosa, una participación del 5% a la población constata el gran respaldo a esta causa.

Gente normal a pie quieto en la calle manda un mensaje mucho más poderoso que los sobrevalorados virales de las redes sociales. En las fotos siempre salen las cabeceras, pero la realidad es que las arengas a partir de la quinta fila casi ni se escuchan. Las colas de las manifestaciones grandes están copadas por gente que no es tuya, ni del otro, como tampoco los votos que se introducen en las urnas pertenecen incondicionalmente a ninguno. Gentes que permanecen en silencio escuchando los discursos, y aplauden con respeto, pero no están ahí para hacerte la ola, sino porque hay algo que les preocupa mucho, tanto que han salido hoy a la calle, renunciando a su tranquila rutina habitual.

Vienen tiempos inciertos y con gobiernos fragmentarios que dejarán insatisfechos a casi todos, así que la calle seguirá ofreciendo un escape para el descontento. Sería preferible que los políticos no estuvieran sujetando la pancarta, que es la salida de los ciudadanos a los que no dejan ninguna otra, y que dediquen todas sus energías a defendernos desde el lugar para el que han sido elegidos y cobran cada mes. En todo caso, si se quieren sumar a la protesta, que sea como un ciudadano más, en la cola del pelotón.

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